CAPÍTULO 75 - Ante Annás y Caifás

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Llevaron apresuradamente a Jesús al otro lado del arroyo Cedrón, más allá de los huertos y olivares, y a través de las silenciosas calles de la ciudad dormida. Era más de medianoche, y los clamores de la turba aullante que le seguía rasgaban bruscamente el silencio nocturno. El Salvador iba atado y cuidadosamente custodiado, y se movía penosamente. Pero con apresuramiento, sus apresadores se dirigieron con él al palacio de Annás, el ex sumo sacerdote. 

Annás era cabeza de la familia sacerdotal en ejercicio, y por deferencia a su edad, el pueblo lo reconocía como sumo sacerdote. Se buscaban y ejecutaban sus consejos como voz de Dios. A él debía ser presentado primero Jesús como cautivo del poder sacerdotal. El debía estar presente al ser examinado el preso, por temor a que Caifás, hombre de menos experiencia, no lograse el objeto que buscaban. En esta ocasión, había que valerse de la artería y sutileza de Annás, porque había que obtener sin falta la condenación de Jesús. 

Cristo iba a ser juzgado formalmente ante el Sanedrín; pero se le sometió a un juicio preliminar delante de Annás. Bajo el gobierno romano, el Sanedrín no podía ejecutar la sentencia de muerte. Podía tan sólo examinar a un preso y dar su fallo, que debía ser ratificado por las autoridades romanas. Era, pues, necesario presentar contra Cristo acusaciones que fuesen consideradas como criminales por los romanos. También debía hallarse una acusación que le condenase ante los judíos. No pocos de entre los sacerdotes y gobernantes habían sido convencidos por la enseñanza de Cristo, y sólo el temor de la excomunión les impedía confesarle. Los sacerdotes se acordaban muy bien de la pregunta que había hecho Nicodemo: “¿Juzga nuestra ley a hombre, si primero no oyere de él, y entendiere lo que ha hecho?” Esta pregunta había producido momentáneamente la disolución del concilio y estorbado sus planes. Esta vez no se iba a convocar a José de Arimatea ni a Nicodemo, pero había otros que podrían atreverse a hablar en favor de la justicia. El juicio debía conducirse de manera que uniese a los miembros del Sanedrín contra Cristo. Había dos acusaciones que los sacerdotes deseaban mantener. Si se podía probar que Jesús había blasfemado, sería condenado por los judíos. Si se le convencía de sedición, esto aseguraría su condena por los romanos. Annás trató primero de establecer la segunda acusación. Interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y sus doctrinas, esperando que el preso dijese algo que le proporcionara material con que actuar. Pensaba arrancarle alguna declaración que probase que estaba tratando de crear una sociedad secreta con el propósito de establecer un nuevo reino. Entonces los sacerdotes le entregarían a los romanos como perturbador de la paz y fautor de insurrección. 

Cristo leía el propósito del sacerdote como un libro abierto. Como si discerniese el más íntimo pensamiento de su interrogador, negó que hubiese entre él y sus seguidores vínculo secreto alguno, o que los hubiese reunido furtivamente y en las tinieblas para ocultar sus designios. No tenía secretos con respecto a sus propósitos o doctrinas. “Yo manifiestamente he hablado al mundo—contestó:—yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se juntan todos los Judíos, y nada he hablado en oculto.” 

El Salvador puso en contraste su propia manera de obrar con los métodos de sus acusadores. Durante meses le habían estado persiguiendo, procurando entramparle y emplazarle ante un tribunal secreto, donde mediante el perjurio pudiesen obtener lo que les era imposible conseguir por medios justos. Ahora estaban llevando a cabo su propósito. El arresto a medianoche por una turba, las burlas y los ultrajes que se le infligieron antes que fuese condenado, o siquiera acusado, eran la manera de actuar de ellos, y no de él. Su acción era una violación de la ley. Sus propios reglamentos declaraban que todo hombre debía ser tratado como inocente hasta que su culpabilidad fuese probada. Por sus propios reglamentos, los sacerdotes estaban condenados. 

Volviéndose hacia su examinador, Jesús dijo: “¿Qué me preguntas a mí?” ¿Acaso los sacerdotes y gobernantes no habían enviado espías para vigilar sus movimientos e informarlos de todas sus palabras? ¿No habían estado presentes en toda reunión de la gente y llevado información a los sacerdotes acerca de todos sus dichos y hechos? “Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado—replicó Jesús:—he aquí, ésos saben lo que yo he dicho.”

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora