CAPÍTULO 45 - Previsiones de la Cruz

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La obra de Cristo en la tierra se acercaba rápidamente a su fin. Delante
de él, en vívido relieve, se hallaban las escenas hacia las cuales sus
pies le llevaban. Aun antes de asumir la humanidad, vio toda la senda
que debía recorrer a fin de salvar lo que se había perdido. Cada
angustia que iba a desgarrar su corazón, cada insulto que iba a
amontonarse sobre su cabeza, cada privación que estaba llamado a
soportar, fueron presentados a su vista antes que pusiera a un lado su
corona y manto reales y bajara del trono para revestir su divinidad con
la humanidad. La senda del pesebre hasta el Calvario estuvo toda delante
de sus ojos. Conoció la angustia que le sobrevendría. La conoció toda, y
sin embargo dijo: "He aquí yo vengo; (en el rollo del libro esta escrito
de mi); me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en
medio de mi corazón.'
Tuvo siempre presente el resultado de su misión. Su vida terrenal, tan
llena de trabajo y abnegación, fue alegrada por la perspectiva de que no
soportaría todas esas penurias en vano. Dando su vida por la de los
hombres, haría volver el mundo a su lealtad a Dios. Aunque primero debía
recibir el bautismo de sangre; aunque los pecados del mundo iban a
abrumar su alma inocente; aunque la sombra de una desgracia indecible
pesaba sobre él; por el gozo que le fue propuesto, decidió soportar la
cruz y menospreció el oprobio.
Pero las escenas que le esperaban estaban todavía ocultas para los
elegidos compañeros de su ministerio; no obstante se acercaba el tiempo
en que deberían contemplar su agonía. Deberían ver a Aquel a quien
amaban y en quien confiaban entregado a sus enemigos y colgado de la
cruz del Calvario. Pronto tendría que dejar que afrontaran el mundo sin
el consuelo de su presencia visible. El sabía cómo los perseguirían el
odio acérrimo y la incredulidad, y deseaba prepararlos para sus pruebas.

Jesús y sus discípulos habían llegado a uno de los pueblos que rodeaban
a Cesarea de Filipos. Estaban fuera de los límites de Galilea, en una
región donde prevalecía la idolatría. Allí se encontraban los discípulos
apartados de la influencia predominante del judaísmo y relacionados más
íntimamente con el culto pagano. En derredor de sí, veían representadas
las formas de la superstición que existían en todas partes del mundo.
Jesús deseaba que la contemplación de estas cosas los indujese a sentir
su responsabilidad hacia los paganos. Durante su estada en dicha región,
trató de substraerse a la tarea de enseñar a la gente, a fin de
dedicarse más plenamente a sus discípulos.
Iba a hablarles de los sufrimientos que le aguardaban. Pero primero se
apartó solo y rogó a Dios que sus corazones fuesen preparados para
recibir sus palabras. Al reunírseles, no les comunicó en seguida lo que
deseaba impartirles. Antes de hacerlo, les dio una oportunidad de
confesar su fe en él para que pudiesen ser fortalecidos para la prueba
venidera. Preguntó: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
hombre?"
Con tristeza, los discípulos se vieron obligados a confesar que Israel
no había sabido reconocer a su Mesías. En verdad, al ver sus milagros,
algunos le habían declarado Hijo de David. Las multitudes que habían
sido alimentadas en Betsaida habían deseado proclamarle rey de Israel.
Muchos estaban listos para aceptarle como profeta; pero no creían que
fuese el Mesías.
Jesús hizo entonces una segunda pregunta relacionada con los discípulos
mismos: "Y vosotros, ¿quién decís que soy?" Pedro respondió: "Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios viviente."
Desde el principio, Pedro había creído que Jesús era el Mesías. Muchos
otros que habían sido convencidos por la predicación de Juan el Bautista
y que habían aceptado a Cristo, empezaron a dudar en cuanto a la misión
de Juan cuando fue encarcelado y ejecutado; y ahora dudaban que Jesús
fuese el Mesías a quien habían esperado tanto tiempo. Muchos de los
discípulos que habían esperado ardientemente que Jesús ocupase el trono
de David, le dejaron cuando percibieron que no tenía tal intención. Pero
Pedro y sus compañeros 380 no se desviaron de su fidelidad. El curso
vacilante de aquellos que ayer le alababan y hoy le condenaban no
destruyó la fe del verdadero seguidor del Salvador. Pedro declaró: "Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente." El no esperó que los honores
regios coronasen a su Señor, sino que le aceptó en su humillación.
Pedro había expresado la fe de los doce. Sin embargo, los discípulos
distaban mucho de comprender la misión de Cristo. La oposición y las
mentiras de los sacerdotes y gobernantes, aun cuando no podían
apartarlos de Cristo, les causaban gran perplejidad. Ellos no veían
claramente el camino. La influencia de su primera educación, la
enseñanza de los rabinos, el poder de la tradición, seguían
interceptando su visión de la verdad. De vez en cuando resplandecían
sobre ellos los preciosos rayos de luz de Jesús; mas con frecuencia eran
como hombres que andaban a tientas en medio de las sombras. Pero en ese
día, antes que fuesen puestos frente a frente con la gran prueba de su
fe, el Espíritu Santo descansó sobre ellos con poder. Por un corto
tiempo sus ojos fueron apartados de "las cosas que se ven," para
contemplar "las que no se ven." Bajo el disfraz de la humanidad,
discernieron la gloria del Hijo de Dios.
Jesús contestó a Pedro: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás;
porque no te lo reveló carne ni sangre, mas mi Padre que está en los
cielos."
La verdad que Pedro había confesado es el fundamento de la fe del
creyente. Es lo que Cristo mismo ha declarado ser vida eterna. Pero la
posesión de este conocimiento no era motivo de engreimiento. No era por
ninguna sabiduría o bondad propia de Pedro por lo que le había sido
revelada esa verdad. Nunca puede la humanidad de por sí alcanzar un
conocimiento de lo divino. "Es más alto que los cielos: ¿qué harás? Es
más profundo que el infierno: ¿cómo lo conocerás?" Únicamente el
espíritu de adopción puede revelarnos las cosas profundas de Dios, que
"ojo no vio, ni oído oyó, y que jamás entraron en pensamiento humano."
"Pero a nosotros nos las ha revelado Dios por medio de su Espíritu;
porque el Espíritu escudriña todas las cosas, y aun las cosas profundas
de Dios." "El secreto de Jehová es para los que le 381 temen;" y el
hecho de que Pedro discernía la gloria de Dios era evidencia de que se
contaba entre los que habían sido "enseñados de Dios." ¡Ah! en verdad,
"bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne
ni sangre."
Jesús continuó: "Mas yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella." La palabra Pedro significa piedra, canto rodado. Pedro no
era la roca sobre la cual se fundaría la iglesia. Las puertas del
infierno prevalecieron contra él cuando negó a su Señor con
imprecaciones y juramentos. La iglesia fue edificada sobre Aquel contra
quien las puertas del infierno no podían prevalecer.
Siglos antes del advenimiento del Salvador, Moisés había señalado la
roca de la salvación de Israel. El salmista había cantado acerca de "la
roca de mi fortaleza." Isaías había escrito: "Por tanto, el Señor Jehová
dice así: He aquí que yo fundo en Sión una piedra, piedra de fortaleza,
de esquina, de precio, de cimiento estable." Pedro mismo, escribiendo
por inspiración, aplica esta profecía a Jesús. Dice: "Si habéis gustado
y probado que es bueno el Señor. Allegándoos a él, como a piedra viva,
rechazada en verdad de los hombres, mas para con Dios escogida y
preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sois edificados en un
templo espiritual."
"Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el
cual es Jesucristo." "Sobre esta piedra --dijo Jesús,-- edificaré mi
iglesia." En la presencia de Dios y de todos los seres celestiales, en
la presencia del invisible ejército del infierno, Cristo fundó su
iglesia sobre la Roca viva. Esa Roca es él mismo -- su propio cuerpo
quebrantado y herido por nosotros. Contra la iglesia edificada sobre ese
fundamento, no prevalecerán las puertas del infierno.
Cuán débil parecía la iglesia cuando Cristo pronunció estas palabras. Se
componía apenas de un puñado de creyentes contra quienes se dirigía todo
el poder de los demonios y de los hombres malos; sin embargo, los
discípulos de Cristo no debían temer. Edificados sobre la Roca de su
fortaleza, no podían ser derribados.
Durante seis mil años, la fe ha edificado sobre Cristo. Durante seis mil
años, las tempestades y los embates de la ira satánica han azotado
la Roca de nuestra salvación; pero ella sigue inconmovible.
Pedro había expresado la verdad que es el fundamento de la fe de la
iglesia, y Jesús le honró como representante de todo el cuerpo de los
creyentes. Dijo: "A ti daré las llaves del reino de los cielos; y todo
lo que ligares en la tierra será ligado en los cielos; y todo lo que
desatares en la tierra será desatado en los cielos."
"Las llaves del reino de los cielos" son las palabras de Cristo. Todas
las palabras de la Santa Escritura son suyas y están incluidas en esa
frase. Esas palabras tienen poder para abrir y cerrar el cielo. Declaran
las condiciones bajo las cuales los hombres son recibidos o rechazados.
Así la obra de aquellos que predican la Palabra de Dios tiene sabor de
vida para vida o de muerte para muerte. La suya es una misión cargada de
resultados eternos.
El Salvador no confió la obra del Evangelio a Pedro individualmente. En
una ocasión ulterior, repitiendo las palabras que fueron dichas a Pedro,
las aplicó directamente a la iglesia. Y lo mismo fue dicho en substancia
también a los doce como representantes del cuerpo de creyentes. Si Jesús
hubiese delegado en uno de los discípulos alguna autoridad especial
sobre los demás, no los encontraríamos contendiendo con tanta frecuencia
acerca de quién sería el mayor. Se habrían sometido al deseo de su
Maestro y habrían honrado a aquel a quien él hubiese elegido.
En vez de nombrar a uno como su cabeza, Cristo dijo de los discípulos:
"No queráis ser llamados Rabbí;" "ni seáis llamados maestros; porque uno
es vuestro Maestro, el Cristo."
"Cristo es la cabeza de todo varón." Dios, quien puso todas las cosas
bajo los pies del Salvador, "diólo por cabeza sobre todas las cosas a la
iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que hinche todas las
cosas en todos.' La iglesia está edificada sobre Cristo como su
fundamento; ha de obedecer a Cristo como su cabeza. No debe depender del
hombre, ni ser regida por el hombre. Muchos sostienen que una posición
de confianza en la iglesia les da autoridad para dictar lo que otros
hombres deben creer y hacer. Dios no sanciona esta pretensión. El
Salvador declara: "Todos vosotros sois hermanos.' Todos están
expuestos a la tentación y pueden errar. No podemos depender de ningún
ser finito para ser guiados. La Roca de la fe es la presencia viva de
Cristo en la iglesia. De ella puede depender el más débil, y los que se
creen los más fuertes resultarán los más débiles, a menos que hagan de
Cristo su eficiencia. "Maldito el varón que confía en el hombre, y pone
carne por su brazo." El Señor "es la Roca, cuya obra es perfecta."
"Bienaventurados todos los que en él confían.'
Después de la confesión de Pedro, Jesús encargó a los discípulos que a
nadie dijeran que él era el Cristo. Este encargo fue hecho por causa de
la resuelta oposición de los escribas y fariseos. Aun más, la gente y
los discípulos mismos tenían un concepto tan falso del Mesías, que el
anunciar públicamente su venida no les daría una verdadera idea de su
carácter o de su obra. Pero día tras día, se estaba revelando a ellos
como el Salvador, y así deseaba darles un verdadero concepto de sí como
el Mesías.
Los discípulos seguían esperando que Cristo reinase como príncipe
temporal. Creían que, si bien les había ocultado durante tanto tiempo su
designio, no permanecería siempre en la pobreza y obscuridad; que debía
estar acercándose el tiempo en que establecería su reino. Nunca creyeron
los El que los sacerdotes y rabinos no iban a cejar en su odio, que
Cristo sería rechazado por su propia nación, condenado como impostor y
crucificado como malhechor. Pero la hora del poder de las tinieblas se
acercaba y Jesús debía explicar a sus discípulos el conflicto que les
esperaba. El se entristecía al pensar en la prueba.
Hasta entonces había evitado darles a conocer cualquier cosa que se
relacionase con sus sufrimientos y su muerte. En su conversación con
Nicodemo había dicho: "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto,
así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo
aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna.'
Pero los discípulos no lo habían oído, y si lo hubiesen oído, no lo
habrían comprendido. Pero ahora habían estado con Jesús, escuchando sus
palabras y contemplando sus obras, hasta que, no obstante la humildad de
su ambiente y la oposición de los sacerdotes y del pueblo, podían unirse
al testimonio de Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios
viviente." Ahora había llegado el momento de apartar el velo que
ocultaba el futuro. "Desde aquel tiempo comenzó Jesús a declarar a sus
discípulos que le convenía ir a Jerusalem, y padecer mucho de los
ancianos, y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas; y ser
muerto, y resucitar al tercer día."
Los discípulos escuchaban mudos de tristeza y asombro. Cristo había
aceptado el reconocimiento de Pedro cuando le declaró Hijo de Dios; y
ahora sus palabras, que anunciaban sus sufrimientos y su muerte,
parecían incomprensibles. Pedro no pudo guardar silencio. Se asió de su
Maestro como para apartarlo de su suerte inminente, exclamando: "Señor,
ten compasión de ti: en ninguna manera esto te acontezca."
Pedro amaba a su Señor; pero Jesús no le elogió por manifestar así el
deseo de escudarle del sufrimiento. Las palabras de Pedro no eran de
naturaleza que fuesen de ayuda y solaz para Jesús en la gran prueba que
le esperaba. No estaban en armonía con el misericordioso propósito de
Dios hacia un mundo perdido, ni con la lección de abnegación que Jesús
había venido a enseñar por su propio ejemplo. Pedro no deseaba ver la
cruz en la obra de Cristo. La impresión que sus palabras hacían se
oponía directamente a la que Jesús deseaba producir en la mente de sus
seguidores, y el Salvador fue movido a pronunciar una de las más severas
reprensiones que jamás salieran de sus labios: "Quítate de delante de
mí, Satanás; me eres escándalo; porque no entiendes lo que es de Dios
sino lo que es de los hombres."
Satanás estaba tratando de desalentar a Jesús y apartarle de su misión;
y Pedro, en su amor ciego, estaba dando voz a la tentación. El príncipe
del mal era el autor del pensamiento. Su instigación estaba detrás de
aquella súplica impulsiva. En el desierto, Satanás había ofrecido a
Cristo el dominio del mundo a condición de que abandonase la senda de la
humillación y del sacrificio. Ahora estaba presentando la misma
tentación al discípulo de Cristo. Estaba tratando de fijar la mirada de
Pedro en la gloria terrenal, a fin de que no contemplase la cruz hacia
la cual Jesús deseaba dirigir sus ojos. Por medio de Pedro, Satanás
volvía a apremiar a Jesús con la tentación. Pero el Salvador no le hizo
caso; pensaba en su discípulo. Satanás 385 se había interpuesto entre
Pedro y su Maestro, a fin de que el corazón del discípulo no fuese
conmovido por la visión de la humillación de Cristo en su favor. Las
palabras de Cristo fueron pronunciadas, no a Pedro, sino a aquel que
estaba tratando de separarle de su Redentor. "Quítate de delante de mí,
Satanás." No te interpongas más entre mí y mi siervo errante. Déjame
llegar cara a cara con Pedro para que pueda revelarle el misterio de mi
amor.
Fue una amarga lección para Pedro, una lección que aprendió lentamente,
la de que la senda de Cristo en la tierra pasaba por la agonía y la
humillación. El discípulo rehuía la comunión con su Señor en el
sufrimiento; pero en el calor del horno, había de conocer su bendición.
Mucho tiempo más tarde, cuando su cuerpo activo se inclinaba bajo el
peso de los años y las labores, escribió: "Carísimos, no os maravilléis
cuando sois examinados por fuego, lo cual se hace para vuestra prueba,
como si alguna cosa peregrina os aconteciese; antes bien gozaos en que
sois participantes de las aflicciones de Cristo; para que también en la
revelación de su gloria os gocéis en triunfo."
Jesús explicó entonces a sus discípulos que su propia vida de abnegación
era un ejemplo de lo que debía ser la de ellos. Llamando a su derredor
juntamente con sus discípulos a la gente que había permanecido cerca,
dijo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome
su cruz cada día, y sígame." La cruz iba asociada con el poder de Roma.
Era el instrumento del suplicio mortal más cruel y humillante. Se
obligaba a los más bajos criminales a que llevasen la cruz hasta el
lugar de su ejecución; y con frecuencia, cuando se la estaban por poner
sobre los hombros, resistían con desesperada violencia, hasta que
quedaban dominados y se ataba sobre ellos el instrumento de tortura.
Pero Jesús ordenaba a sus discípulos que tomaran la cruz para llevarla
en pos de él. Para los discípulos, sus palabras, aunque vagamente
comprendidas, señalaban su sumisión a la más acerba humillación, una
sumisión hasta la muerte por causa de Cristo. El Salvador no podría
haber descrito una entrega más completa. Pero todo esto él lo había
aceptado por ellos. Jesús no reputó el cielo como lugar deseable
mientras estábamos perdidos. El dejó los atrios celestiales, para venir
a llevar una vida de oprobios e insultos, y soportar una muerte
ignominiosa. El que era rico en los inestimables tesoros del cielo se
hizo pobre, a fin de que por su pobreza fuésemos enriquecidos. Hemos de
seguir la senda que él pisó.
El amor hacia las almas por las cuales Cristo murió significa crucificar
al yo. El que es hijo de Dios debe desde entonces considerarse como
eslabón de la cadena arrojada para salvar al mundo. Es uno con Cristo en
su plan de misericordia y sale con él a buscar y salvar a los perdidos.
El cristiano ha de comprender siempre que se ha consagrado a Dios y que
en su carácter ha de revelar a Cristo al mundo. La abnegación, la
simpatía y el amor manifestados en la vida de Cristo han de volver a
aparecer en la vida del que trabaja para Dios.
"El que quisiere salvar su vida, la perderá; y el que perdiere su vida
por causa de mí y del evangelio la salvará." El egoísmo es muerte.
Ningún órgano del cuerpo podría vivir si limitase su servicio a sí
mismo. Si el corazón dejase de mandar sangre a la mano y a la cabeza, no
tardaría en perder su fuerza. Así como nuestra sangre vital, el amor de
Cristo se difunde por todas las partes de su cuerpo místico. Somos
miembros unos de otros, y el alma que se niega a impartir perecerá. Y
"¿de qué aprovecha al hombre --dijo Jesús, -- si granjeare todo el
mundo, y perdiere su alma? O ¿qué recompensa dará el hombre por su
alma?"
Más allá de la pobreza y humillación del presente, él señaló a sus
discípulos su venida en gloria, no con el esplendor de un trono
terrenal, sino con la gloria de Dios y las huestes celestiales. Y
entonces, dijo, "pagará a cada uno conforme a sus obras." Luego, para
alentarlos, les dio la promesa: "De cierto os digo: hay algunos de los
que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo
del hombre viniendo en su reino." Pero los discípulos no comprendieron
sus palabras. La gloria parecía lejana. Sus ojos estaban fijos en la
visión más cercana, la vida terrenal de pobreza, de humillación y
sufrimiento. ¿Debían abandonar sus brillantes expectativas del reino del
Mesías? ¿No habían de ver a su Señor exaltado al trono de David? ¿Podría
ser que Cristo hubiera de vivir como humilde vagabundo sin hogar, y
hubiera de ser despreciado, rechazado y ejecutado? La tristeza oprimía
su corazón, por cuanto amaban a su Maestro. La duda acosaba también
sus mentes, porque les parecía incomprensible que el Hijo de Dios fuese
sometido a tan cruel humillación. Se preguntaban por qué habría de ir
voluntariamente a Jerusalén para recibir el trato que les había dicho
que iba a recibir. ¿Cómo podía resignarse a una suerte tal y dejarlos en
mayores tinieblas que aquellas en las cuales se debatían antes que se
revelase a ellos?
En la región de Cesarea de Filipos, Cristo estaba fuera del alcance de
Herodes y Caifás, razonaban los discípulos. No tenían nada que temer del
odio de los judíos ni del poder de los romanos. ¿Por qué no trabajar
allí, lejos de los fariseos? ¿Por qué necesitaba entregarse a la muerte?
Si había de morir, ¿cómo podría establecerse su reino tan firmemente que
las puertas del infierno no prevaleciesen contra él? Para los
discípulos, esto era, a la verdad, un misterio.
Ya estaban viajando por la ribera del mar de Galilea hacia la ciudad
donde todas sus esperanzas quedarían destrozadas. No se atrevían a
reprender a Cristo, pero conversaban entre sí en tono bajo y pesaroso
acerca de lo que sería el futuro. Aun en medio de sus dudas, se
aferraban al pensamiento de que alguna circunstancia imprevista podría
impedir la suerte que parecía aguardar a su Señor. Así se entristecieron
y dudaron, esperaron y temieron, durante seis largos y lóbregos días.

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora