Cántame al oído | EN LIBRERÍAS

By InmaaRv

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«Escribiría todas mis canciones sobre ti». Holland finge que tiene una vida perfecta. Alex sabe que la suya e... More

Introducción
01 | Mi rata es una superviviente.
02 | Conociendo a Holland Owen.
03 | Rumores que hieren.
04 | Somos unos cobardes.
05 | Un tratado de paz.
06 | La música no es lo mío.
07 | K. K. Splash Pro
08 | Rota en pedazos
10 | Nociones básicas de supervivencia
11 | Los archivos del despacho de dirección
12 | Indestructible
13 | Dedícate a lo que te haga feliz
14 | Nuestra primera canción
15 | Oportunidades
16 | Asumiendo la realidad
17 | Mi verdadero yo
18 | Arriésgate a que te rompan el corazón
19 | Todas mis canciones suenan a ti
20 | Recuerdos que no duelen
21 | Consecuencias
22 | Un corazón roto
23 | Una pareja para el baile
24 | Quien soy en realidad
25 | Primeras veces
26 | Siempre que me necesites
27 | Mil y una veces
28 | Artísticamente hablando
29 | Dibújame cantando
30 | Ser feliz y tomarse el lujo de no saberlo
31 | El precio de soñar
32 | Lo que mereces
33 | Sigue latiendo
34 | Efectos colaterales
35 | Lo que no te rompe te hace más fuerte
Epílogo

9 | Con la música en las venas

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By InmaaRv

9 | Con la música en las venas

Holland

Siempre pensé que mi primera ruptura amorosa sería como en las películas. Creía que, cuando llegase el momento, me sentiría dolida y desolada, que no me apetecería salir de casa y que entonces Sam acudiría en mi rescate, cargado con dos grandes tarrinas de helado y una lista de películas tristes y románticas que nos hicieran llorar a los dos. Se supone que eso debería repararme y que, unos días después, ya volvería a estar bien.

La vida real es muy diferente. Básicamente porque aquí, en mi habitación, solo hay una persona, y soy yo.

La gente siempre dice que la compañía ayuda a curar corazones. Sin embargo, lo que menos me apetece en estos momentos es socializar. He llorado tanto que ahora me duele la cabeza y siento que me palpitan las sienes. Es una sensación terriblemente desagradable. Además, no dejo de moquear y mis mejillas están rojas y tengo los labios hinchados. No podría soportar que nadie me viese así. Ni siquiera Sam.

Mi aspecto exterioriza muy bien cómo me siento por dentro: angustiada, destrozada y culpable. Como si fuera la persona más inútil del universo. Me gustaría que no hubiese tanto silencio porque, cuando no hay distracciones, mis pensamientos siempre me torturan. Así es como he terminado acordándome de Gale. De que, aunque le quiero con todas mis fuerzas, he acabado haciéndole daño sin querer. De que no volverá a pasear conmigo por los pasillos, a mandarme mensajes de buenos días y a desearme dulces sueños antes de irse a dormir. Tampoco me acompañará hasta mi taquilla y me esperará apoyado contra ella, con los brazos cruzados, como solía hacer siempre; mirándome como si fuera la chica más guapa del universo.

Como si fuera perfecta. Así era como Gale me hacía sentir.

Perfecta.

Perfecta a ojos de todos los demás.

Pero eso ha pasado a la historia.

Mi móvil vibra sobre la mesilla con la llegada de una nueva notificación. Maldigo entre dientes. Creía que estaba apagado. Alargo la mano para cogerlo y, en el último segundo, dudo. Antes he mirado mis mensajes un poco por encima y he visto que tenía varias conversaciones abiertas. Es un hecho que yo no hablo con tanta gente. La noticia de mi reciente ruptura debe haberse propagado con rapidez.

«A la mierda», pienso y, justo cuando creo que estoy decidida a ignorar mi teléfono, lo cojo y lo desbloqueo. Lo primero que hago es desinstalar Instagram. Al menos por un tiempo, esa aplicación no va a aportarme nada bueno. Acto seguido, cojo aire y entro en mi buzón de mensajes.


3 conversaciones activas

9 nuevos mensajes

Joseph Flich (2º A): Hola, guapa


Frunzo el ceño. Vale. «Eliminar».


Stacey: ¿Qué coño has hecho?

Stacey: Todo el mudo está hablando sobre ti.

Stacey: ¿Holland?

Stacey: Dime que es una broma.


Eso acentúa el nudo que siento en la garganta. Stacey está en línea, así que decido ignorar su mensaje porque prefiero contestarle en persona, la próxima vez que nos veamos (si es que todavía se digna a hablar conmigo).

Teniendo en cuenta que llevo evitándole toda la mañana, no me sorprende que Sam también me haya escrito.


Sam: Acabo de enterarme. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

Sam: Llámame cuando leas esto.

Sam: La gente es gilipollas.


Me muerdo el labio con fuerza. Enseguida noto la sal colándose en mi paladar y comprendo que así saben mis lágrimas. Sam me escribió esos mensajes a las 14:00h, poco antes de que acabaran las clases. Hace tan solo una hora, me ha mandado uno más.

Sam: No tienes que venir esta tarde si no quieres.

Se refiere a la audición. Le prometí que me saltaría mi hora de castigo para acompañarle porque, según él, mi presencia es sinónimo de buena suerte. Me agobio solo de pensarlo. Sinceramente, no, no me apetece; pero no puedo quedarme aquí y seguir auto compadeciéndome todo el día. Al menos, no sabiendo lo importantes que entrar en esa banda es para él. Quiera o no, sí tengo que ir.

Antes de que pueda arrepentirme, tecleo: «16:45 en mi casa».

Sam está desconectado. Bloqueo el teléfono y lo lanzo sobre la cama. Una pequeña parte de mí esperaba encontrarse alguna respuesta de Gale a las decenas de mensajes que le he enviado. O, en su defecto, con una conversación sin abrir de un número desconocido, que me hablase sobre música y que me recordara que no soy una zorra, como dice todo el mundo.

Descarto ese pensamiento enseguida. Es absurdo creer que Alex podría escribirme. En primer lugar, porque no tiene mi número de teléfono (y tampoco planeo dárselo, la verdad) y, para continuar, porque ni siquiera somos amigos. Lo de esta mañana ha sido una excepción. Mañana nuestra tregua habrá terminado y volveremos a tirarnos los trastos a la cabeza.

Mi corazón da un salto. Mañana. Mañana también tendré que caminar sola hasta todas mis clases, que sentarme en una mesa apartada en el comedor y que estudiar escondida en un rincón de la biblioteca. No me gusta pensar en mañana. De verdad que no.

Sam responde a mi mensaje por fin.

Sam: Dejémoslo en 16:30h. Tienes mucho que contarme. Voy de camino. Mueve el culo y vístete. Y abre la ventana.

Holland: Podrías entrar por la puerta, como las personas normales.

Sam: Corrijo: como las personas aburridas.

Casi se me escapa una sonrisa, pero mis labios están rígidos. Haciendo ápices de todas mis fuerzas, suelto el móvil, me levanto de la cama y abro el armario para buscar algo que ponerme. Elijo unos vaqueros y una camiseta de media manga y me dejo el pelo suelto. Tengo cara de zombi, así que voy al baño para lavarme la cara y me aplico un poco de maquillaje.

Mientras me calzo las zapatillas, tarareo una melodía que me ayuda a despejarme la mente. Me pregunto si algún día volveré a escucharla en directo. Alex me aseguró que no tenía nombre, pero quizá pueda encontrar al compositor en Internet.

Como he dicho antes, necesito distracciones. No sé cómo buscar una canción en Google sin tener el título, así que abro una aplicación y canturreo la melodía por si mi querido teléfono inteligente logra reconocerla. Evidentemente, no es así. «No se encuentran resultados». He desafinado bastante y no creo que mi voz se parezca al magnífico sonido del piano. Pues vamos bien.

Negándome a perder las esperanzas, abro el bloc de notas y describo la canción a base de sílabas. Escribo casi treinta veces «la», duplicando la vocal siempre que lo veo necesario, y rezo porque funcione y me ayude a acordarme de esta melodía siempre que lo necesite.

En cuanto termino, me doy cuenta de que soy patética. Guardo el móvil y me echo un rápido vistazo frente al espejo antes de salir de mi habitación.

Mi casa tiene tres plantas. En la segunda, están todos los dormitorios, incluyendo el mío. Bajando las escaleras, se encuentra la cocina, que conduce directamente al jardín y a la piscina, y más adelante están los dos salones, uno de nuestros cuatro baños y, justo al lado del recibidor, el despacho de mamá. Es un lugar muy amplio y por eso siempre reina el silencio. Y, no sé si lo he mencionado alguna vez, pero odio el silencio.

Normalmente, papá se queda en el instituto hasta tarde. Mi madre, en cambio, suele trabajar desde casa. Recorro la casa de puntillas y me detengo junto a la puerta de su despacho. Como siempre, está entreabierta; y, a través de ella, puedo ver sus ojos cansados, su largo pelo amarronado —que es un tono mucho más bonito que mi rojo chillón— y cómo sus elegantes dedos se mueven sobre el teclado de su portátil.

Está demasiado absorta en su trabajo como para recaer en mi presencia. Me aclaro la garganta.

—Ahora no, cariño, estoy ocupada —me dice, sin apartar la mirada de la pantalla. Intento actuar con normalidad.

—Solo quería avisarte de que voy a salir.

—¿Con Gale?

Se me forma un nudo en la garganta.

—No. —Quiero ser valiente y pedirle que me escuche, porque necesito contarle una cosa, cuando añade:

—Vendrá a cenar el viernes con sus padres. Me han contratado para que les asesore en unos asuntos y queremos aprovechar la oportunidad para celebrar vuestro aniversario. Te hace ilusión, ¿verdad? Sabes que no tenéis que quedaros hasta el final de la cena. Podéis hacer planes para después, si queréis.

Mi estómago se pone bocarriba y, entonces, me entran ganas de vomitar. Creo que podría ponerme a llorar en cualquier momento. Cualquiera se daría cuenta, solo con verme, de que algo no va bien; pero mi madre sigue tecleando en su ordenador y ni siquiera se toma la molestia de mirarme mientras habla.

—Está bien. Vale.

No sé por qué he dicho eso, si, en realidad, nada está bien. Supongo que una parte de mí todavía confía en que esta ruptura temporal. Gale no ha contestado a mis mensajes, es verdad —de hecho, muchos de ellos ni siquiera le han llegado, así que puede que hasta me haya bloqueado—, pero eso no significa que no vaya escucharme cuando esté un poco menos enfadado.

De aquí a unos días, todo volverá a ser como antes.

No tengo razones para sentirme culpable. No he hecho nada. La culpa no es mía.

—¿Le regalaste algo? —me pregunta mamá de repente. Entonces, por fin levanta la cabeza y fuerzo la sonrisa más creíble del mundo.

Lo peor es que funciona.

—Una lámina. ¿Te acuerdas? Te la enseñé el otro día.

Ella frunce el ceño y sé que la respuesta es no. No se acuerda.

Igual que no recuerda que ayer le conté que, al final, no había querido dársela.

—Es verdad —dice, de todas formas. Vuelve a mirar la pantalla—. ¿Le gustó?

Me duele el pecho. No quiero decirle la verdad y se debe a que, en el fondo, sé que no serviría de nada: siempre finge que me escucha mientras su cabeza está en otra parte. Mamá es así. Y la quiero. Pero eso no significa que no me gustaría tener a alguien con quien desahogarme. Alguien a quien poder contarle que estoy castigada, que me insultan por los pasillos, que he estado faltando a clase, que Gale ha roto conmigo, que hoy he vuelto a sufrir un ataque de ansiedad —o casi—, que me aterra hablar con Sam, que voy a perder a Stacey, que, a partir de ahora, estoy sola; y que lo único que me ha hecho sentir bien durante todo el día ha sido una canción de título desconocido que ha cantado un chico al que ni siquiera soporto.

Cierro los ojos. Ella misma lo ha dicho: está ocupada. Además, tengo que mirar el lado bueno. Mamá no se preocupa por mis problemas, pero, al menos, tampoco me los echa en cara y, teniendo en cuenta que eso es lo que hace todo el mundo últimamente, casi me siento en deuda con ella.

Amplío mi sonrisa de mentira, aunque hacerlo me desgarra por dentro, y respondo antes de cerrar la puerta con cuidado.

—Más que eso, mamá. Le encantó.



Sam es más puntual que de costumbre y ya está parado frente a mi casa cuando dan las 16:28h. Yo llevo sentada en las escaleras del porche casi media hora porque no soportaba seguir ahí dentro. Me levanto nada más verlo y bajo cautelosamente los escalones. Se nota que quiere dar una buena impresión porque se ha arreglado mucho. Lleva gomina en el pelo y unos pantalones de esos que no se pone nunca.

En cualquier otro momento, me habría reído por esto último. Pero hoy no.

Cuando ya solo nos separan unos metros, dudo. Entonces, Sam se acerca a mí y, de pronto, me está abrazando. Me pone una mano en la cabeza y prácticamente me obliga a esconder la nariz en su cuello. Esto hace que me rompa en pedazos. Mi mente se llena de noes escritos en letras mayúsculas, pero ya es demasiado tarde porque he empezado a llorar.

Seguimos abrazados hasta que consigo tranquilizarme y, luego, en cuanto se separa de mí, lo único que dice es:

—Creo firmemente en lo que he dicho antes. La gente es gilipollas.

Después, echamos a andar y nos pasamos el resto del camino en silencio.

Hace unos años, si me hubiese visto en esta misma situación, me habría desahogado con él sin dudarlo. Habría hablado y llorado sin parar. Pero, hasta ayer, llevaba nueve meses sin ver a Sam, y mi vida ha cambiado tanto que ha acabado haciéndome cambiar a mí. Mi mejor amigo sigue igual, claro. Es tan buena persona como siempre. El problema aquí soy yo.

Yo soy quien parece haberse convertido en otra persona.

«Holland Owen no comete errores y confiando en los demás te arriesgas a hacerlo».

Ni siquiera sé cómo pude sincerarme con Alex esta mañana.

Tardamos unos veinte minutos en llegar al local. Los ladrillos de la fachada están desgastados y, adheridas a la cristalera, se encuentran las letras que forman el nombre del bar. Sorprendentemente, a pesar de que está muy bien situado —en una zona con tiendas que siempre está muy concurrida—, el interior parece vacío. Me lo tomo como una señal del destino. Si no ha venido mucha gente a la audición, es más posible que escojan a Sam.

Aferrándome a este último pensamiento, le dedico una sonrisa tirante y me preparo para abrir la puerta; pero mi mejor amigo me agarra del brazo antes de que pueda moverme.

Hace que me gire para que le mire a los ojos y, sin más, me suelta:

—Ya no lo aguanto más. Estaba esperando a que tú sacaras el tema, pero te conozco y sé que no lo harás, así que tendré que decirlo yo: la respuesta es no. Sé lo que estás pensando y la respuesta es no.

Pestañeo. La mirada de Sam es muy intensa y no abandona la mía. Tiene las cejas alzadas, como si estuviese animándome a replicar. Sacudo la cabeza.

—Yo no... No tienes que...

—No vas a quedarte sola. Estoy hablando en serio, Holland. Puede que ahora pienses que sí, pero te aseguro que Gale no es toda tu vida. Tu felicidad no depende ni de él ni de nadie. No tienes la culpa de que tu ex sea un auténtico imbécil.

Se me forma un nudo en la garganta.

—Gale no...

—No lo defiendas. Ambos sabemos que lo es. No me lo has contado, pero hasta yo sé que jamás lo engañarías. Y esa fotografía no prueba que lo estés haciendo. Más bien, parece que estabas a punto de caerte al suelo y que ese chico impidió que te mataras. Tu exnovio es imbécil. Punto. Y yo soy tu mejor amigo. No estás sola. Me tienes a mí y te tienes a ti misma.

—Sam... —empiezo a decir, aunque agradezco que me interrumpa, porque me he quedado en blanco.

—No estás sola. Repítelo en voz alta. Ahora.

—No es...

—Hazlo.

—No estoy sola.

—No, no lo estás. Y, si alguna vez piensas que sí, solo tienes que llamarme.

—Lo sé. —Esbozo una sonrisa triste, aunque también es real, y añado—: Gracias.

Sam también sonríe, y yo me tiro de las mangas para secarme las lágrimas con el brazo. Necesitaba escucharle decir eso. Parece que, en realidad, no he cambiado tanto como pensaba, porque sigue conociéndome tan bien cómo antes. Es un alivio que siempre sepa qué decir. En momentos como este, es cuando realmente comprendo cuánto lo he echado de menos.

—No las des —dice, frotándome cariñosamente el hombro. Me da unas palmaditas—. Ahora, podrías ir activando tus ondas de la buena suerte, porque llegamos tarde a la audición y necesito que me cojan.

Eso me hace reír. Asiento y le sigo al interior del local.

Voy a contárselo todo cuando salgamos de aquí. Está decidido.

Son las cinco pasadas y dentro huele a café. A mediados de septiembre todavía hace calor, así que han puesto el aire acondicionado. Me froto los brazos para aislar el frío y le echo un vistazo al local. Las paredes están llenas de fotografías gigantes de cantantes de rock y el mobiliario tiene un aire muy vintage. Es un sitio tan acogedor que no entiendo por qué tiene tantas mesas vacías.

A mi derecha, se encuentran las escaleras que conducen al segundo piso. La barra está prácticamente escondida detrás de ellas, y al fondo puedo ver el escenario. Hay varios instrumentos allí: una batería, una guitarra acústica y un teclado. Una señora mayor, de unos cincuenta años, aporrea los platillos arrítmicamente mientras dos chicos, que están sentados en la única mesa ocupada del local, toman nota y cuchichean entre ellos.

Sam hace una mueca y sé que su oído exquisito de batería debe estar sufriendo con el espectáculo. Nos acercamos a una mesa y abre la mochila para sacar sus baquetas. Como las personalizó hace tiempo, ahora llevan su nombre escrito en mayúsculas. Maniobra con ellas, da unos golpecitos en la mesa, resopla y se revuelve el pelo.

—¿Es demasiado tarde para echarme atrás? —me pregunta. Me vuelvo hacia él rápidamente.

—No pienso dejar que te vayas ahora.

—Estoy nervioso. Esa mujer me da dolor de cabeza. —Vuelve a pasarse las manos por el pelo, inquieto. Mira a nuestro alrededor y sentencia—: Necesito ir al baño.

No entiendo mucho sobre música, pero no creo que esa señora pueda seguir tocando durante mucho más tiempo. Al menos, espero que no lo haga, o saldré sin tímpanos de este sitio. La señalo disimuladamente con el pulgar.

—Después de eso, cualquier cosa que hagas les parecerá buena.

Sam rueda los ojos, aunque le he robado una sonrisa.

—A veces eres muy cruel —bromea, antes de encaminarse hacia las escaleras. Me quedo mirándole hasta que desaparece por el pasillo que conduce a los baños, e intento que no decaiga mi sonrisa.

«A veces eres muy cruel».

Él no lo sabe, pero tiene razón.

Siento una presión en el pecho y, temiendo que mi día empeore, decido acercarme a la barra para pedir algo de beber. Necesito distraerme. Además, conozco a Sam y sé que, cuando está nervioso, sus necesidades se multiplican. Seguro que ahora vendrá a decirme que está muriéndose de sed.

No hay camareros cerca. Apoyo la cadera en la barra, me cruzo de brazos y espero mientras veo cómo los chicos hablan con la mujer, que acaba de terminar su actuación. En efecto, deben tener buen gusto musical, como Sam, o un mínimo de sentido común, como yo, porque no dudan en despacharla; y ella les insulta, recoge sus cosas y sale del local refunfuñando entre dientes.

Entonces, uno de los chicos deja de darme la espalda y me resulta imposible no reconocerlo. Es Mason. Mason Brodie, el jugador que lleva intentando convertirse en capitán desde que entró en el equipo.

Más bien, el que está intentando robarle a Gale su puesto de capitán.

—Holland Owen. —Escucho a mis espaldas—. Al parecer, Dodo tendrá que arreglárselas sola para limpiar esta tarde. Vaya, y yo que estaba empezando a sentirme mal por haberte dejado sola en el castigo.

Oír su voz es un alivio; me da fuerzas para aparcar y almacenar a Gale en un compartimento de mi cerebro que no volveré a abrir hasta que esté sola, en casa, sin distracciones. Alex está mirándome con las cejas alzadas cuando me vuelvo hacia la barra. Está secando un vaso con un trapo y lleva una camiseta negra y los mismos vaqueros ajustados que esta mañana.

La vergüenza se me cuela en el estómago. Es incómodo volver a verle después de la conversación que hemos tenido esta mañana. No debería haber sido tan sincera con él. Además, ni siquiera quiero pensar en qué pasaría si, por algún casual, viese mi móvil y se enterase de que he escrito su canción en mi bloc de notas para no olvidarla.

Seguro que pensaría que soy rara. O que estoy loca.

—Supongo que ahora nuestras consciencias estarán tranquilas. —Me limito a responder, apartando la mirada. Aunque no le miro, sé que está sonriendo.

—¿Qué haces aquí? No sabía que a ti también te gustaba la música.

Ya ha terminado con ese vaso, así que coge otro y continúa con su tarea. Por un momento, estoy tentada a preguntarle lo mismo; pero entonces decaigo en el logo que lleva impreso en la camiseta y entiendo que trabaja aquí. Es camarero.

Tomo asiento en uno de los taburetes. Sam podría evacuar más rápido.

—No las tengo. He venido a acompañar a mi amigo. —Señalo nuestra mesa. No obstante, como está vacía, añado—: Está en el baño. Los nervios, ya sabes.

Me pregunto si habré dicho algo fuera de lugar. De pronto, Alex enseria su rostro, se vuelve y coge más vasos para colocarlos debajo de la barra.

—Imagino que vendrá a por el puesto de pianista —dice.

—No, es batería.

—Ah. Bueno, mola.

—Muchísimo. —Aprieto los labios. A nuestras espaldas, los chicos parecen desesperados. No parece haber mucha gente en la audición—. ¿Y tú? —No me resisto a preguntarlo.

Alex levanta los hombros y por fin se vuelve hacia mí.

—Solo he venido a mirar. —Entonces, se echa un vistazo y fuerza una sonrisa—. Y a trabajar, claro. ¿Querías algo?

—Agua, si no es mucho pedir.

Amplía su sonrisa.

—Eso corre a cuenta de la casa.

—Qué detalle.

Esbozo una sonrisa tirante. La situación es bastante incómoda. Alex coloca un vaso lleno sobre la barra antes de seguir trabajando en sus quehaceres. Nuestra conversación ha llegado a su fin y, aunque odio admitirlo, la verdad es que me siento un poco decepcionada. Soy patética. No sé qué esperaba, de todos modos. Ni siquiera somos amigos. Seguro que esta mañana solo me ayudó porque sentía lástima por mí.

Debería irme y dejarle en paz.

Por suerte, Sam regresa en el momento oportuno. Camina hacia nosotros, coge el vaso con una mano y se bebe toda el agua de un trago. Es tan brusco que incluso Alex se vuelve a mirarnos, aunque finjo que no me he dado cuenta.

—Uf, muchas gracias. Estaba muerto de sed. —La sonrisa se me escapa. Yo también le conozco demasiado bien. Da unos saltitos, mueve el cuello y hace estiramientos—. Estoy preparado para petarlo. ¿Cómo van tus ondas de buena suerte?

Me levanto del taburete.

—Activadas y a máxima potencia.

—Pues allá vamos.

Aunque una parte de mí se muere por quedarse justo aquí, la ignoro y camino con Sam hacia el escenario sin mirar atrás.

Mason Brodie es el primero en vernos. En cuanto depara en nuestra presencia, codea a su amigo y ambos se ponen de pie. Identifico al otro chico como Finn; un tipo alto y delgaducho al que mis amigas suelen llamar frikazo porque siente una gran devoción por su videoconsola. He oído por ahí que son familia. No parecen hermanos, así que puede que sean primos. A saber. Lo más curioso es que, aun sin conocerlos, estoy bastante segura de que los he criticado a ambos alguna vez.

De los dos, Mason es, sin duda, quien se lleva el puesto de la persona más despreciada por Holland Owen y sus amigas. Lleva compitiendo con Gale desde que empezó el curso porque quiere convertirse en el capitán del equipo. He dicho tantas cosas malas de él que he perdido la cuenta, a pesar de que no sé absolutamente nada acerca de su vida.

Por suerte, parece que no tiene ni idea de todo esto. No estaría sonriéndonos ahora mismo si supiera lo mucho que lo critico a sus espaldas.

Conforme nos acercamos, sus miradas se vuelven más intensas y empiezo a agobiarme. Es curioso, ¿verdad? Ahora soy yo quien se siente juzgada. Es imposible que no hayan visto la fotografía si vienen a nuestro instituto. Espero que me insulten, como todos, o que comenten algo al respecto; pero sus ojos continúan clavados en Sam y en sus baquetas.

—¿Vienes para las pruebas? —pregunta Finn. Tiene el pelo castaño y pegado a la frente. Ambos miran a mi mejor amigo como si estuviesen presenciando un milagro de carne y hueso.

—Adelante —interviene Mason, señalando el escenario—. Todo tuyo. Sorpréndenos.

Sam abre la boca, pero Finn se cuela entre ellos y agarra a su primo del brazo.

—Espera un momento. Antes de la audición, debe proporcionarnos ciertos... datos personales. —Se vuelve hacia Sam—. Bastará con que nos digas tu nombre, tu edad y tu grupo sanguíneo.

—¿Grupo sanguíneo? —pregunta él.

—Dime que estás de coña, Finn —añade Mason.

—Es por nuestra propia seguridad. Imagina que uno de nosotros necesita una trasfusión urgente en medio de una gira mundial y que no encontramos a ningún donante. Esto podría ser una cuestión de vida o muerte.

Pestañeo. Al principio, creo que Finn solo está bromeando, pero parece que está hablando muy en serio. Su primo suspira con cansancio antes de volverse hacia Sam:

—Si todavía no tienes ganas de salir corriendo, agradecería que te pusieras a tocar.

Eso hace entrar en confianza a mi amigo, que esboza una sonrisa tímida y sube los hombros.

—Está hecho. —Sin embargo, no obedece enseguida, sino que añade—: Y soy AB positivo. ¿Qué os parece?

Los chicos se miran.

—¿Y bien? —demanda Finn.

—Y bien, ¿qué?

—¿Sois compatibles?

—A mí no me mires. Esto ha sido cosa tuya.

—No me jodas. ¿No sabes cuál es tu grupo sanguíneo?

Mason sacude la cabeza, como si fuera una pregunta absurda.

—¿Quién diablos se preocupa por esas cosas?

—¿Alguien que no se quiere morir, quizá? —Automáticamente, Finn se vuelve hacia Sam para preguntarle—: ¿Tú te quieres morir?

No me creo que esto esté pasando de verdad. Es muy surrealista. Mi mejor amigo abre la boca e intenta decir algo, pero no es capaz, y a mí se me escapa la risa. Entonces, Sam señala la batería con el pulgar. Parece nervioso.

—Debería ponerme a tocar.

—Sí, mejor ponte a tocar —coincide Mason, lanzándole una mirada desdeñosa a su primo, que sube los hombros, como si fuera un niño pequeño.

Me aprieto las manos con fuerza, le dedico a Sam una sonrisa y me acomodo en la silla más cercana. Se supone que debería estar animándole, pero estoy tan nerviosa que apenas puedo mediar palabra. Solo espero que estos chicos se den cuenta de que es el mejor. Cuando rodea el instrumento y coloca el taburete a su gusto antes de sentarme, mi corazón da un vuelco.

Atrae toda nuestra atención. De soslayo, veo que Alex ha abandonado su puesto en la barra y que ahora está apoyado en la pared, a unos metros por detrás de nosotros, esperando a que comience el espectáculo.

Pasan unos segundos hasta que Sam se atreve a romper el silencio.

Siempre que lo escucho tocar, pienso en que tiene algo especial; su corazón late rítmicamente y lleva el talento implícito en la sangre de sus venas. La música le apasiona desde que era pequeño y, aunque todavía no lo sabe, ahora es tan mágico que podría hacer bailar al mundo entero solo con ayuda de sus baquetas. Mis oídos danzan junto a su solo de batería, y ojalá pudiera capturar este momento y plasmarlo en mi bloc de dibujo para no olvidarlo nunca.

Tal y como me gustaría hacer con la melodía de esta mañana.

Siento un escalofrío. Cuando Sam termina, me levanto de un salto y empiezo a vitorear. A mis espaldas, escucho ruido y, aunque no puedo verlo, sé que Alex está aplaudiendo conmigo.

La felicidad se adueña de mi pecho. Entre tanto, los primos están mirándose en silencio. Finn es el primero en hablar.

—Muy bien. Bonita actuación. Ahora, si nos disculpas, tenemos que deliberar.

Mason parece tan sorprendido como yo.

—¿Qué coño dices? Ha sido una auténtica...

—A deliberar, he dicho.

Sin decir nada más, Finn lo agarra del brazo y lo arrastra lejos de nosotros. Entonces, ambos se sumergen en una acalorada discusión a base de susurros. Quiero aprovechar estos minutos para acercarme a Sam, que sigue sentado frente a la betería; pero, justo entonces, los chicos lo llaman para comunicarle su veredicto. Me quedo observándolos desde aquí, pero mi atención ahora persigue a otra persona.

Alex ha aprovechado que el escenario está vacío para acercarse a los instrumentos. Se mueve con cautela, como si les guardase mucho respecto. Acaricia las teclas del piano con las yemas de los dedos. No es hasta un poco después, cuando se atreve a presionar una de ellas, que parece despertar del trance; se sobresalta al oírla vibrar y levanta la mirada.

Yo pego un respingo y me vuelvo rápidamente. Dos palabras: soy idiota.

Idiota. Idiota. Idiota.

Sacudo la cabeza y me encamino hacia los chicos. Necesito olvidarme de esa melodía y de su dueño lo antes posible.

—Espero que estéis dándole buenas noticias, porque no encontraréis a nadie mejor que él —les suelto sin pensar, solo porque necesito distraerme. Al escucharme, Sam sonríe con timidez. Mason enarca las cejas.

—Holland Owen —pronuncia, con cierto retintín—. ¿Por quién nos tomas?

—¿Por unos principiantes? —añade Finn.

—Por supuesto que lo hemos aceptado. Está dentro. Faltaría más.

—Aunque ha sido difícil, claro, porque la señora Finch era una buena candidata.

—Desde luego —coindice Mason.

—Tienes suerte de no estar arrugado —exclama Finn, dándole a mi amigo unos golpecitos en el hombro—. Ha sido un punto a tu favor.

Sam frunce el ceño; sin embargo, a mí la situación me hace tanta gracia que termino echándome a reír. Los primos sonríen y, de pronto, me encuentro pensando en lo bien que me caen. Ahora mismo, no entiendo por qué solía criticarlos tanto. Seguro que, si Stacey y las demás hablasen con ellos, aunque solo fuera durante unos minutos, como he hecho yo, no les parecerían tan terribles.

Mason se vuelve hacia mí y me estrecha la mano.

—Mason Brodie. Supongo que tu novio te habrá puesto al día acerca de lo mucho que me detesta y todo eso.

Debe parecerle un tema divertido, porque sigue sonriendo ampliamente. Intento que no me tiemblen los labios.

—Lo ha hecho —respondo, subiendo un hombro. Mason se ríe. Quizá debería añadir algo como: «en realidad, ya no estamos juntos», pero no me encuentro con fuerzas para dar explicaciones a desconocidos, así que solo añado—: Pero no te preocupes, no suelo dejarme llevar por las opiniones de la gente.

Ahora que lo pienso, soy muy, pero que muy buena mentirosa.

—Bueno, yo tampoco. —Mueve exageradamente nuestras manos arriba y abajo y me mira a los ojos—. Lo digo en serio, Holland. Es un placer.

Es muy educado para mi gusto, la verdad. No obstante, entiendo a qué se refiere y, nada más escucharlo, me siento tan sosegada que se me escapa una sonrisa. Mason es un chico atractivo; no tanto como Gale, por supuesto, pero no puedo negar que tiene algo especial en esos ojos verdes. Si esta banda llega a consolidarse en un futuro, plantarán esa cara bonita en miles de pósteres gigantescos.

Estoy a punto de contestar, cuando Finn se cuela entre nosotros y me suelta:

—Eh, tú eres la desgraciada que me ganó en el concurso de dibujo el año pasado.

La impresión me hace parpadear. Nunca antes me habían insultado con tanta desvergüenza y a la cara. Me presenté a ese certamen a escondidas de mis padres, por probar suerte; así que ninguno vino a la entrega de premios una semana después, cuando me otorgaron el primer puesto. Las buenas futuras abogadas no pierden el tiempo con cosas como el arte.

—No os lo toméis a mal —interviene Mason, antes de que Sam pueda replicar—. Finn es así. Todavía no ha asumido que es un desastre dibujando.

—Es una suerte que sea un genio con la guitarra —presume el susodicho. Su primo le da un empujón suave.

—El segundo mejor, claro, porque primero estoy yo.

Sam rueda los ojos, aunque está sonriendo. Mientras tanto, mi mirada regresa a Alex, que sigue acariciando las teclas del piano sin hacerlas sonar. Me pregunto cómo reaccionaría si fuera allí, ahora mismo, y le dijese que necesito volver a escuchar la melodía de esta mañana.

—Así que, ¿no necesitáis a nadie más para vuestra banda? —No me resisto a preguntarlo. Mason sube un hombro.

¿De verdad no piensa presentarse a la audición? ¿Qué diablos hace ahí, entonces?

—Queríamos buscar a un pianista y a alguien que supiese arreglárselas con el bajo, pero supongo que, de momento, somos solo nosotros.

—Es vuestro día de suerte —respondo, esbozando una sonrisa que me sale sola. Señalo a Alex con la cabeza—. Ahí tenéis a vuestro pianista.

He hablado lo suficientemente alto como para que él me escuche. Nuestras miradas conectan y, en vez de encontrarme con señales de nerviosismo o inquietud, compruebo que Alex se ha quedado completamente paralizado. Sus dedos se han congelado sobre las teclas. Empiezo a temer haber dicho algo inadecuado, cuando un hombre mayor, de unos cincuenta años, aparece a mis espaldas y dice:

—Adelante, chico, demuéstrales lo bueno que eres. Ya la has oído. Quieren escucharte.

El moreno pestañea, sacude la cabeza e intenta mediar palabra, pero no puede emitir ningún sonido. Mira al piano y separa sus manos de él como si estuviese ardiendo.

—Yo no... Bill, sabes que... No puedo, yo...

—Queremos escucharte —insiste el hombre, Bill, y Alex levanta la cabeza para mirarnos a todos.

—No puedo —dice. Evita mis ojos a toda costa. Dirigiéndose a los demás, añade—: Bill solo estaba bromeando. Lo siento. Os habéis equivocado de persona. A mí ni siquiera me gusta la música.

Oír eso me rompe el corazón. Ambos sabemos que está mintiendo. Frunzo el ceño mientras cientos de preguntas se acumulan en mi mente. Alex pasa rápidamente junto a nosotros, coge su móvil y su chaqueta, que estaba encima de la barra, y se dirige en silencio hacia la salida del local.

Las campanitas de la puerta tintinean, formando una suave melodía, cuando se marcha sin dar más explicaciones. 


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