Cántame al oído | EN LIBRERÍAS

By InmaaRv

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«Escribiría todas mis canciones sobre ti». Holland finge que tiene una vida perfecta. Alex sabe que la suya e... More

Introducción
01 | Mi rata es una superviviente.
02 | Conociendo a Holland Owen.
03 | Rumores que hieren.
05 | Un tratado de paz.
06 | La música no es lo mío.
07 | K. K. Splash Pro
08 | Rota en pedazos
9 | Con la música en las venas
10 | Nociones básicas de supervivencia
11 | Los archivos del despacho de dirección
12 | Indestructible
13 | Dedícate a lo que te haga feliz
14 | Nuestra primera canción
15 | Oportunidades
16 | Asumiendo la realidad
17 | Mi verdadero yo
18 | Arriésgate a que te rompan el corazón
19 | Todas mis canciones suenan a ti
20 | Recuerdos que no duelen
21 | Consecuencias
22 | Un corazón roto
23 | Una pareja para el baile
24 | Quien soy en realidad
25 | Primeras veces
26 | Siempre que me necesites
27 | Mil y una veces
28 | Artísticamente hablando
29 | Dibújame cantando
30 | Ser feliz y tomarse el lujo de no saberlo
31 | El precio de soñar
32 | Lo que mereces
33 | Sigue latiendo
34 | Efectos colaterales
35 | Lo que no te rompe te hace más fuerte
Epílogo

04 | Somos unos cobardes.

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By InmaaRv

04 | Somos unos cobardes


HOLLAND

Empujo la puerta con una mano y dejo que se abra hasta que golpea la pared. Abrazando mis libros, doy un paso adelante, aunque no me atrevo a entrar en la casa. Los muebles del recibidor me dan la bienvenida, elegantes e imponentes. Aún desde fuera, sin cruzar el umbral, aprieto los labios y saludo en voz alta. Luego, cuento mentalmente.

Uno, dos, tres. No ha respondido nadie. Estoy sola.

Aliviada, dejo escapar el aire que retenía en los pulmones.

No creo que sea mala persona por alegrarme de que mis padres no hayan vuelto del trabajo todavía. Más bien, diría que soy una superviviente. Está claro que, después del numerito que he montado esta mañana, papá y mamá tendrán muchas preguntas que hacerme cuando coincidamos a la hora de cenar. Conociendo al director Parker, ya habrá ido al despacho de mi padre para informarle personalmente acerca del «comportamiento inadecuado con el que su correctísima hija ha sorprendido hoy al profesorado del centro».

El director Parker tiene una voz muy chillona que siempre me ha parecido insoportable. Me pregunto en qué tema habrá mostrado más interés papá. ¿Se sentirá decepcionado porque hayan pillado a su hija en el cuarto del conserje, montándoselo con un chico al que ni siquiera conoce? ¿Se enfadará cuando se entere de que ahora todo el instituto lo sabe y la llaman zorra por los pasillos?

¿Habrá pasado por alto el hecho de que me he saltado las tres últimas clases del día para irme a casa? Y de que no ha sido porque esté enferma, sino porque no podía soportar seguir en el instituto. Porque siento que me juzgan allá a dónde voy. Me pregunto también si el director Parker le habrá comentado algo acerca de lo preocupante que es que todo esto haya pasado solo en mi primer día de instituto.

Porque para mí sí que es preocupante. Mucho.

A este paso, creo que no llegaré viva a la universidad.

Resoplando, dejo la mochila en el recibidor y subo las escaleras que conducen hasta el segundo piso. Cuando entro en mi habitación, todo está mucho más ordenado que de costumbre. Hoy es miércoles y eso significa que Andrés, el chico de la limpieza, ha venido a hacer su trabajo. Normalmente no dejo que entre aquí porque prefiero convivir con mi desastre, pero esta mañana he salido tan rápido de casa que se me ha olvidado cerrar la puerta.

Como consecuencia, ahora mi cuarto huele a desinfectante y ambientador de pino para coches.

Una vez que me he quitado los zapatos, voy a dejarlos junto a la puerta del vestidor. Llevo tantas horas caminando que ahora tengo los pies adoloridos. No obstante, me parece una sensación reconfortante. Camino de pintillas hasta la cama, abro los brazos y me dejo caer sobre ella. Levanto los pies hasta que puedo verme la pedicura, que está perfecta, como siempre. Y luego cierro los ojos.

A veces me gusta imaginarme que estoy en medio de la nada, flotando en un barco a la deriva. Sueño que no veo a mi alrededor más que el agua del océano; que huele a sal, no a desinfectante para muebles, y que el sol está quemándome la piel de la espalda. Que estoy lejos de todo esto. Tan lejos que nunca encontraré la manera de regresar.

Pero, aunque lo intente con todas mis fuerzas, sigo aquí.

Nunca me muevo de aquí.

Todavía soy Holland Owen, la ex reina de la secundaria.

«¿Estabas intentando ganar el primer premio a la más zorra del año, Holland? Porque, si es así, felicidades. Es todo tuyo».

Todavía con los ojos cerrados, me imagino subida en un podio, llorando con fingida emoción, mientras recojo mi galardón. De mi boca sale un bocadillo de cómic en donde pone que me siento agradecida, que es todo un honor. Si supiera quién diablos está detrás de La dama rosa, incluso la invitaría a subir conmigo al escenario para poder pegarle una patada en la cara delante de todo el mundo.

Sonrío. Esa imagen me gusta más. Me veo a mí, con la pierna levantada, enseñando uno de mis preciosos tacones rojos de fiesta y clavándoselo en la frente a una mujer que tiene el rostro lleno de interrogaciones. Me levanto de la cama, bajo al primer piso y saco de la mochila mi cuaderno de dibujo.

Cuando vuelvo a mi dormitorio, ya tengo mi bloc abierto por una página en blanco. Cojo mi lápiz favorito, me siento sobre la cama y me preparo para dibujar. «Querida administradora de La dama rosa: por si no lo sabías, Holland Owen sabe hacer más cosas aparte de liarse con chicos en el cuarto del conserje. Tu premio no será el único que recibirá, te lo seguro».

Lo que más odio de este lugar es el silencio. Vivimos en una casa enorme situada a las afueras de la ciudad, que tiene tres pisos de alto, sin contar el sótano, unos ventanales enormes y capacidad suficiente para darle cobijo a todo un equipo de fútbol. Sin embargo, aquí solo vivimos papá, mamá y yo. La mayoría de las veces, parece que solo lo haga yo.

Estoy cansada de vivir en silencio. A partir de ahora, solo quiero deleitarme con el ruido. Estirándome un poco, consigo coger el móvil para poner algo de música. Desgraciadamente, la última vez que lo desbloqueé fue en la cafetería, hace unas horas, y lo primero que aparece en la pantalla es esa maldita fotografía.

Trago saliva. El usuario de La dama rosa aparece arriba, junto al botón de seguir, que está en azul porque ya odiaba esta cuenta incluso antes de lo que ha pasado. La imagen fue publicada a las doce y un minuto y ya tiene más de quinientos me gusta. Entre ellos, está el de Stacey. Lo sé porque me aparece la primera. También la han visto Emma, del club de debate; y Ryan y Matthew, del equipo de fútbol.

Ahora que le presto atención, me doy cuenta de que a Alex no se le ve la cara en la fotografía. Solo se distingue la mía. También se aprecia cómo sus brazos me rodean la cintura, como si no estuviera dispuesto a dejarme caer —aunque seguro que se moría de ganas de hacerlo—, y cómo mis manos le aprietan los hombros.

Refresco la página. Quinientos veinte me gusta.

La pregunta es: ¿habrá alguno de Gale?

Sé que no debería, pero estoy tentada a buscar su nombre entre todos los de los demás. Mordiéndome el labio, pincho en donde pone quinientas dieciocho personas más y espero a que cargue la página. La ansiedad va adueñándose de mi estómago a medida que bajo por la lista, en busca de su nombre.

Pero nunca llego a saber si él también le ha dado like a la fotografía.

De repente, un estruendo que proviene del dormitorio de mis padres retumba por toda la casa.

Mi reacción es inmediata. Me levanto de un salto, con el corazón en un puño, y busco algo que pueda servirme como arma. Si ha entrado un asesino en casa, necesitaré algo con lo que defenderme. Al final, acabo cogiendo mi lamparita de noche, que parece inofensiva pero es dura como una piedra, y salgo de puntillas al pasillo.

Me acerco al cuarto de mis padres en silencio, como si fuera un ninja. Cuando llego a la puerta, permito que mis dedos se familiaricen con el pomo. Después, agarrándome con fuerza a la lamparita, cojo aire y entro.

Estoy preparada para moler a golpes a cualquiera que se haya atrevido a allanar mi —no tan humilde— morada. Sin embargo, cuando mi mirada recae sobre la persona que hay al fondo de la habitación, siento que me congelo. El olor que impregna el dormitorio es el suyo, el mismo de siempre. Lo sé porque yo le regalé esa colonia y podría reconocerla en cualquier parte del mundo.

Su nombre se me escapa de los labios.

—Sam.

Arrojo la lámpara sobre la cama y echo a correr hacia él. Sam se da la vuelta justo cuando estoy a punto de lanzarme a sus brazos. Los ojos le brillan, como dos luceros, cuando se da cuenta de que soy yo, de que estoy aquí; y me abraza por la cintura mientras yo junto las manos por detrás de su cuello.

Después, aprieto muy fuerte. Me pego a su cuerpo y lleno mis pulmones de aire. Volver a estar cerca de él hace que me acuerde del día que nos despedimos, hace cosa de un año, y de pronto siento unas ganas asfixiantes de ponerme a llorar.

No sabría decir con exactitud cuándo empecé a considerar a Sam mi mejor amigo. Siempre que me preguntan, respondo que hemos estado juntos desde siempre. Cuando todavía íbamos al colegio, solíamos pasarnos las tardes jugando a los piratas y pasándonos aviones de papel. Poco después, una vez que llegamos al instituto, Sam se convirtió en un chico ágil y aprendió una técnica para escalar hasta el balcón de mi cuarto sin matarse.

Estuve a su lado cuando le rompieron el corazón por primera y segunda vez, y él insistió en quedarse a dormir conmigo siempre que mis padres pasaban una de sus malas rachas y lo único que se oía en casa eran discusiones. Además, le he ayudado tanto con los trabajos de clase que me temo que su boletín de notas debería llevar mi nombre en lugar del suyo.

No recuerdo haber pasado un solo cumpleaños sin Sam. Fue por eso que, cuando me dijo el año pasado que le habían dado una plaza para irse a estudiar a Francia durante todo un curso, a casi novecientos kilómetros de Newcastle, me sentí como si el mundo se me estuviera viniendo abajo. Sam acabó marchándose, por supuesto, porque no podía desaprovechar una oportunidad como esa.

Al menos, no por mí, aunque cada día sin él aquí fuera a ser una tortura.

Creía que no podría pasar doce meses verle. Sin embargo, lo he conseguido. Todavía sigo aquí. Ahora Sam también lo está, y aún no me lo creo.

—Me dijiste que llegabas la semana que viene —le susurro, rompiendo nuestro abrazo. Aunque que estoy más lejos, veo que está sonriendo. Le doy un golpe en el pecho—. ¡Deberías haberme avisado! Stacey y yo queríamos organizarte una fiesta de bienvenida. Ya lo teníamos todo planeado. Íbamos a comprar globos y...

Él se encoge de hombros. Sigue sonriendo.

—Quería darte una sorpresa.

—Sam —me quejo.

—Además, Stacey no me cae bien. De todas formas, ¿desde cuándo sois tan amigas? Todavía os odiabais cuando me fui de aquí.

Al oírle decir eso, noto que se me seca la boca. Han cambiado muchas cosas durante este último curso. Tantas que a veces pienso que, aunque fuera sin querer, Sam se llevó una parte de mí con él cuando decidió irse a Francia.

Me aclaro la garganta y sacudo la cabeza. En sus ojos, leo aquello que no se atreve a pronunciar en voz alta: «por favor, dime que no te has convertido en uno de ellos».

—Tendrías que haberme avisado. Sabes que odio las sorpresas. —Necesito que dejemos el tema y eso es lo único que se me ocurre. Por suerte, él no insiste.

—Ya veo. —Frunce el ceño y mira la cama de mis padres—. ¿Ibas a pegarme con una lámpara?

Me muerdo el labio. Vale, no sé cómo responder a eso.

—No sabía que eras tú. Te has colado en mi casa sin avisar.

—Tienes que estar de coña. —Pestañea, incrédulo, y me señala con un dedo—. ¡Ibas a pegarme con una lámpara!

—¡Podrías haber sido un asesino en serie!

—¿E ibas a defenderte de un asesino en serie golpeándolo con una lámpara?

La situación me hace tanta gracia que me cuesta no sonreír. Le mantengo la mirada, desafiándolo, hasta que tampoco puede resistirse y acaba devolviéndome el gesto. Sé que está metiéndose conmigo, pero no me importa. Echaba de menos incluso eso.

—Vete al infierno, Sam —le digo, y él amplía su sonrisa.

—Solo si tú vienes conmigo.

Riéndome, le rodeo la cintura para abrazarlo otra vez. Como es igual de alto que yo, noto que su aliento me roza el cuello y, aunque la sensación desaparece enseguida, casi creo que vuelvo a ser la Holland de antes. «Hasta el infierno y más lejos, todo lo que haga falta, sin titubear».

—Vamos —le pido, mientras tiro de su brazo para sacarlo de la habitación—. Quiero que me lo cuentes todo.

Cuando llegamos a mi dormitorio, me lanzo sobre la cama y le hago un gesto para que se acomode a mi lado. Sam se sienta con la espalda apoyada en la pared, y yo cruzo las piernas y me coloco cerca de él porque ya hemos pasado suficiente tiempo separados.

He dejado la lamparita en el cuarto de mis padres, pero no me importa. Tienen muchas otras cosas que recriminarme como para prestarle atención a eso.

—¿Qué tal en París? ¿Has conocido a algún chico?

Él bosteza, como si estuviese agotado, y sacude la cabeza.

—Pregunta equivocada.

—¿Has conocido a alguna chica? —inquiero, subiendo las cejas.

En el fondo, quiero que me diga que no, porque me sentaría muy mal que no me hubiese hablado de ella. Por suerte, Sam vuelve a negar.

—Mi corazón no le pertenece a nadie, cariño. —Se despereza y se golpea el pecho con una mano, orgulloso. Yo ruedo los ojos. No va a cambiar nunca—. ¿Y tú? ¿Todavía estás saliendo con ese imbécil?

—Se llama Gale —respondo. Mi voz va cargada de reproche—. Y sabes que sí.

—¿No vas a decir nada sobre lo otro?

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que he dicho. Lo de que es un imbécil. Normalmente saltas para defenderlo.

Aparto la mirada. Normalmente quiere decir siempre y por eso se ha sorprendido. Lo que ocurre es que, por primera vez en mucho tiempo, pienso que tiene razón. A veces mi novio es un imbécil. Hoy, más concretamente, me parece que es un imbécil.

Sigue doliéndome que no se haya acordado de nuestro aniversario. Llevo recordándoselo todo el verano. Me prometió que pasaríamos el día juntos para celebrarlo. Me gustaría enfadarme con él, pero mi corazón no me lo permite. Todavía intenta convencerme de que es una tontería sin importancia; al fin de cuentas, Gale tiene muchas otras cosas en las que pensar.

Me aclaro la garganta.

—Gale no es imbécil —me limito a responder—. Deja de meterte con él, ¿vale?

Por la forma en que me mira, deduzco que se ha dado cuenta de que algo va mal. Me fuerzo a sonreír porque no quiero que se preocupe. Acaba de volver de París, le he echado muchísimo de menos y lo que menos me apetece ahora mismo es pasarme toda la tarde llorando y contándole mis dramas. Por suerte, Sam me conoce y nota enseguida que prefiero no hablar sobre ello.

Entonces, se levanta de un salto y se para frente a mí, sonriendo. Estamos en septiembre y todavía hace calor, y los músculos de los brazos se le marcan a través de la camiseta granate que lleva puesta. Sam es como un hermano para mí, pero eso no significa que no me parezca un chico guapo. Tiene los ojos marrones y el pelo de color rubio ceniza, y su piel ha adquirido un tono bronceado este verano.

Quizá, si no fuera un idiota sin remedio, tendría a tantos pretendientes detrás que le faltarían dedos en las manos para contarlos.

—Hablaremos de eso más tarde. Ahora quiero contarte una cosa. Se me ha ocurrido una idea genial.

Solo con oírle decir eso, ya me entra un mal presagio.

—Tus ideas nunca son geniales.

—Esta lo es, créeme. De hecho, me parece que es la mejor idea que se me ha ocurrido nunca. Estoy hablando en serio.

Levanto las cejas. Odio admitirlo, pero ha despertado mi curiosidad.

—Sorpréndeme.

—En realidad, llevo pensando en esto desde que me fui, pero no ha sido hasta hoy que he empezado a considerarlo de verdad. Resulta que mi avión de vuelta venía con retraso. Estando en el aeropuerto, se me ocurrió buscar información en Internet acerca de las mejores universidades de Inglaterra. Seguro que ya lo sabías, pero están tremendamente lejos de aquí.

Trago saliva. La forma en que sonríe, como si creyese que ha descubierto cuál es el secreto de la felicidad, me llena el estómago de nervios.

—¿Qué quieres decir? —indago, aunque ya conozco la respuesta.

—Que eso es justo lo que necesitamos. —Se acerca para sentarse a mi lado y me fijo en que los ojos le brillan. Entonces, baja la voz—: Quiero que vengas a vivir conmigo cuando acabe el instituto, Holland.

Pestañeo, aturdida, y busco en su rostro una señal de que está tomándome el pelo. Quiero que me mire y se eche a reír de repente, mientras se burla de mí por no haberme dado cuenta de que era una broma. Por eso, cuando no lo hace y me cercioro de que está hablando muy en serio, lo único que me sale es:

—Eso es una locura.

—No, en absoluto —replica, sacudiendo la cabeza—. He estado informándome, ¿vale? Londres es la ciudad de las oportunidades. La universidad de Bellas Artes no está lejos de la de Medicina. Sabes que no tendríamos problemas para alquilar un apartamento entre los dos.  —Guarda silencio durante unos segundos, por si acaso se me ocurre decir algo. Pero yo también me quedo callada, y Sam añade—: Vamos, di que sí. Es una idea fantástica. Cumpliríamos el sueño que teníamos cuando éramos pequeños. Hagámoslo, Hollie. Por favor.

Hollie. Antes, solo dejaba que Sam me llamase así. Pero ahora las cosas han cambiado y su mirada me parece tan intensa que me entran ganas de salir corriendo. No lo entiende. No es todo tan sencillo como él cree.

—De pequeños éramos unos inconscientes —contesto—. Decíamos estupideces a todas horas.

Sorprendentemente, esto le hace sonreír.

—¿Te refieres a cuando, por ejemplo, te pedí que salieras conmigo y me rechazaste?

Ruedo los ojos, aunque me estoy riendo.

—No puedo creerme que todavía te acuerdes de eso. Teníamos seis años.

—Me rechazaste ocho veces —insiste, con tono recriminatorio.

—Yo ni siquiera te gustaba de verdad.

—Fuiste mi primer corazón roto.

—Supéralo, Sam.

—Vente a vivir conmigo y está hecho.

De pronto, siento que me duele el pecho. Me gustaría poder ser sincera con él y decirle que, aunque siga pareciéndome una locura, me encanta la idea. Sin embargo, tengo una cuerda entorno al cuello, aprisionándome la garganta, que no deja de recordarme que es un sueño imposible, que tengo que ser realista.

—Sabes que no puedo —acabo diciendo, y el paladar se me queda en carne viva porque mis palabras arden—. Por mucho que insistiera, mis padres nunca me dejarían matricularme en bellas artes. Quieren que estudie derecho y tú lo sabes mejor que nadie.

Más bien, quieren que me convierta en la persona que, según ellos, estoy destinada a ser: Holland Owen, una abogada de éxito, como su madre y el resto de su familia. Una mujer emprendedora que viva en una mansión a las afueras de la ciudad, con dos pisos de alto y ventanales, y que permita que su hija se pase el día sola en casa y que su dormitorio huela a desinfectante y ambientador de pino para coches.

Quieren que me convierta en una versión renovada de mi madre.

—¿Y qué más da? —Sam sigue insistiendo, ajeno a todo lo que pasa por mi cabeza—. Tú quieres ser artista, Holland. Es tu vida. Deberías poder tomar tus propias decisiones.

Me muerdo el interior de la mejilla. Ojalá pudiera.

—No es tan fácil.

—Escápate conmigo.

Abro los ojos de par en par. Cuando le miro, casi cedo ante la desesperación que llena los suyos.

—¿Qué?

—Escápate conmigo. Puedes vivir en mi casa hasta que acabemos el instituto. Deja atrás a tus padres y a todo lo que te exigen. Tengo un sofá muy cómodo.

De nuevo, sus palabras me golpean con una intensidad arrolladora. Es difícil, pero intento buscarle una explicación a su nueva forma de pensar. Sam ha estado un año lejos de casa y apenas hemos hablado durante estos últimos meses. Ha vivido en un ambiente distinto, con personas distintas, con gustos e ideas distintas.

Debe de haber olvidado cómo son las cosas aquí.

Me río para restarle importancia a su propuesta.

—Dios mío, estás loco.

—Eres mi mejor amiga, Holland —susurra, poniéndome una mano en la rodilla—. Quiero que seas feliz, y ambos sabemos que no lo serás estudiando algo que no te gusta.

Entonces, no lo aguanto más y estallo. Que me haya dicho eso, teniendo en cuenta cuál es su situación actual, le convierte en un hipócrita. He estado callándome lo que pienso desde que llegó porque no quería que el tema fuese a mayores, pero ahora necesito soltarlo.

—Bueno, tú tampoco. —Mi tono de voz, que es bastante brusco, le toma por sorpresa—. ¿Medicina, Sam? Por favor, deja de intentar engañarte a ti mismo. Tú nunca has querido, ni quieres, ni querrás estudiar medicina. El Sam que yo conozco sueña con ser músico. ¿Me equivoco?

Algo que caracteriza a mi mejor amigo es la capacidad que tiene para guardar la calma en momentos de tensión. Por eso, a la hora de responder, hace lo propio: en lugar de hablarme de malas maneras, como he hecho yo, suaviza el tono e intenta razonar conmigo.

—Es verdad. Quiero ser músico, lo admito, pero sé que es imposible. —Estoy a punto de replicar, pero me hace un gesto para que siga en silencio—. No te compares conmigo, Holland. Lo mío es solo un sueño estúpido. Tú tienes talento de verdad.

—Sam... —empiezo a decir, porque creo que está equivocado, pero tarda poco en interrumpirme:

—Prométeme que pensarás en ello. Por favor.

Le miro a los ojos y veo algo en ellos que me rompe en el corazón. Muy en el fondo, aún guarda la esperanza de que, si le doy algunas vueltas al tema, acabe diciéndole que sí. Me obligo a sonreír.

—Está bien. Lo pensaré.

Pero, en realidad, no hay nada que esté bien. Estoy mintiendo. Tal y como ha dicho, no es más que un sueño estúpido. Ni siquiera voy a considerarlo.

No obstante, Sam parece satisfecho con mi respuesta. Me copia la sonrisa, se echa hacia atrás y apoya la mejilla en mi hombro. Yo me río y le empujo suavemente. Está aplastándome, aunque la verdad es que no quiero que se aparte.

—Te he echado de menos —me susurra. Lo siguiente que hago es asentir.

—Yo a ti también.

—¿Qué te apetece que hagamos ahora? ¿Quieres que veamos una película? Podemos hacer palomitas y pedir comida china. No, tengo algo mejor: ¿qué tal si damos un concierto con instrumentos de aire, como cuando éramos pequeños? Yo me pido la batería. Tocarla en playback es mi especialidad.

De nuevo, la idea me encanta. Por desgracia, antes de que pueda decirle que prefiero la tercera opción, mi mirada recae sobre el reloj que llevo en la muñeca. Emito un quejido, frustrada, porque acabo de darme cuenta de qué hora es y se me había olvidado que mi tortura solo acaba de empezar.

—Ojalá pudiera. Lo siento, Sam, pero tengo que irme.

Dicho esto, me levanto de la cama y me acerco al armario para buscar algo que ponerme. Si voy a pasarme el resto del día limpiando cacharros musicales, lo mejor es que vaya cómoda. Escojo una sudadera oscura y unas mallas ajustadas de color negro. Acto seguido, me doy la vuelta.

Sam también se ha levantado de la cama y ahora me observa, de brazos cruzados, desde el otro lado de la habitación.

—No me creo que vayas a dejar solo a tu mejor amigo, al que tanto has echado de menos, para ir a ver a Gale —me suelta.

—No digas tonterías —respondo—. No voy a ver a Gale.

Solo con pronunciar su nombre, ya me entra dolor de cabeza. Seguramente sigue en el acto de bienvenida del que me habló esta mañana. Con Emma.

—¿Entonces?

La voz de Sam me trae de vuelta a la realidad. Intento alejar todos esos pensamientos tóxicos de mi mente. Solo sirven para hacerme daño.

—Estoy castigada.

—¿Estás de coña? —Pecando de exagerado, da un paso hacia adelante y me pone una mano en la frente para tomarme la temperatura—. Vale, menos mal. Pensaba que te habías puesto enferma. ¿Desde cuándo Holland Owen se pasa las tardes castigada?

«Desde que existen desesperados que se ponen a espiarnos en el cuarto del conserje», contesto para mis adentros. Sin embargo, en vez de decir nada, me pongo detrás de él y lo empujo para sacarlo del cuarto.

—Venga, fuera de aquí.

—¿Me estás echando de tu casa?

—Sal al pasillo. Tengo que cambiarme.

Antes de que pueda replicar, le cierro la puerta en la cara y echo el pestillo. Oigo que refunfuña algo al otro lado, pero no le hago caso. A toda prisa, me quito los pantalones, me ajusto las mallas y me meto la sudadera por la cabeza. Después me siento en la cama para ponerme las zapatillas. Podría dejarle entrar ya, pero decidido dejarle fuera un rato más para molestarle.

—¿Por eso has llegado antes a casa? —me pregunta, en cuanto abro la puerta. Asiento distraídamente mientras meto todo lo necesario en mi mochila—. ¿Te has saltado la última clase?

—Las tres últimas. Salí después del almuerzo y fui a dar un paseo.

Me echo la bolsa al hombro, me detengo frente al espejo y giro sobre mí misma. Una vez que compruebo que todo está correcto, me vuelvo hacia Sam.

—El año pasado eras una perezosa. Veo que has cambiado mucho.

Intento que no me tiemble la sonrisa. «He cambiado más de lo que crees, Sam».

—Tengo que irme. —Es lo único que digo—. Sal por la puerta, o por la ventana, o por dónde quieras.

Él sube las cejas.

—¿Por la ventana?

—Has entrado por ahí, ¿no?

Sonríe ante eso.

—Cómo me conoces.

Vuelvo a reírme. Como decirle adiós me parece muy poco, me acerco para darle un abrazo. Sam me rodea la cintura, esta vez con más fuerza que antes, durante los efímeros segundos que tardo en alejarme de él. Después, le dedico una sonrisa y corro hacia la puerta del dormitorio.

Sin embargo, necesito añadir algo más antes de irme. Cuando mis dedos rozan el pomo, me giro para mirarle a los ojos.

—¿Sam?

—¿Sí?

No sé si lo que digo a continuación va dirigido a él o si en realidad me lo estoy diciendo a mí misma.

—Por favor, no te aferres a la idea de que es imposible. Es solo una excusa para no intentarlo.

Luego, salgo del dormitorio. Mientras bajo las escaleras que conducen al primer piso pienso en que, quizás, eso es lo que nos mantiene unidos.

Los dos somos unos cobardes.


* * *


Mis pisadas dejan de hacer eco en el pasillo cuando me detengo frente al aula de música y llamo a la puerta. Mordiéndome el labio, miro a mi alrededor mientras espero a que alguien conteste. Por las mañanas, cuando está lleno de estudiantes, el instituto es, dentro de lo que cabe, un lugar ameno e inofensivo.

Sin embargo, ahora hay tato silencio que me siento como la protagonista de una película de terror.

—¡Adelante!

Es inmediato. Tan rápido como puedo, abro la puerta y entro. Cuál es mi sorpresa cuando, nada más poner un pie en la habitación, me encuentro cara a cara con un esqueleto humano, hecho a tamaño real, al que le faltan varios huesos, le cuelga un ojo y tiene una cosa muy obscena pintada en la parte delantera del cráneo.

Me llevo una mano a la boca para no gritar.

—¡Hola, chiquita! Espero que no te hayas asustado. Babi está muy viejo y a veces puede resultar realmente aterrador.

Inspecciono el cuarto con la mirada, en busca del origen de la voz. Más que una clase, este sitio parece un basurero. Está lleno de polvo y lo único que veo, aquí y allá, son montañas de trastos, partituras desgastadas e instrumentos viejos. Desde la pared de enfrente, una mujer de baja estatura me devuelve la mirada. Pienso en acercarme, pero acabo dejando que lo haga ella porque no sé por dónde pasar.

Se trata de una señora mayor, de tercera edad, cuyo rostro está arrugado y lleno de pecas oscuras. Tiene dos grandes marcas a ambos lados de la boca que se acentúan cuando sonríe, como ahora.

—Tú debes de ser Holland —me dice, en cuanto llega a mi lado. Me ofrece una mano para que se la estreche y yo la acepto—. Por aquí me conocen como la profesora Toole, pero tú puedes llamarme Dodo. Me alegro de que vayas a ayudarme a arreglar este sitio. ¿Dónde está el chico?

Es entonces cuando me doy cuenta de que todavía no hay ni rastro de Alex. Me encojo de hombros, y entonces pienso en si tendrá pensado escaquearse del castigo, y si prefiero que venga a ayudarme o si me vendría mejor quedarme semanas limpiando esto, a solas, sin que nadie me moleste.

—Oh, ya veo. Supongo que llegará ahora. —Escucho decir a Dodo. A continuación, se acerca al esqueleto y le pasa un dedo por las costillas para desempolvarlas—. Sería muy estúpido por su parte no presentarse y perder la oportunidad de pasar tiempo a solas con una chica tan guapa como tú. Cuéntame, ¿desde cuándo estáis juntos?

Casi me atraganto al escucharla. Tiene que ser una broma.

—Señora Toole...

—Dodo —me interrumpe, dedicándome una sonrisa.

—Dodo —corrijo—. Nosotros no...

—Ay, niña, no digas tonterías. —Ahora que ya terminado con las costillas, agarra del brazo al esqueleto y me señala con él—. El director no quiso contarme por qué estáis castigados, pero tampoco me hace falta. ¿Dos chicos jóvenes, pasionales, encerrados en el cuarto del conserje en horario de clases? No deja mucho a la imaginación, la verdad. Soy una mujer muy mayor, chiquita. A la gente como nosotros no se les puede engañar, ¿verdad, Babi?

Solo tardo un segundo en darme cuenta. Babi es el nombre del esqueleto.

Trago saliva. No sé qué me da más miedo: si llevarle la contraria o que me deje aquí encerrada, a solas, con ese montón de huesos roídos. Por el bien de mi salud mental, al final decido que discutir con ella es inútil y que lo mejor es darle la razón.

—Lo siento, Dodo —tartamudeo—. Es que me da algo de... vergüenza hablar de estas cosas.

Suplico en silencio porque debe en tema. Para mi desgracia, la mujer frunce el ceño y se vuelve a mirarme.

—¡Paparruchas! —chilla, y yo retrocedo por instinto—. No tienes nada de lo que avergonzarte, chiquita. Soy partidaria de la buena música, por supuesto, y también del amor. Por eso, y porque me has caído bien, voy a haceros un favor a tu noviecito y a ti.

Pestañeo. ¿Acaba de llamarlo noviecito?

Creo que voy a vomitar.

—¿Un favor? —repito. La voz me sale ocho tonos más aguda.

—¿Sabes que es lo bueno de este sitio? Que no hay cámaras ni directores. Así que, cuando ese chico llegue, voy a marcharme tranquilamente de aquí y os dejaré a solas durante un rato. Cerraré la puerta y no me tendréis de vuelta hasta dentro de tres horas. Sois libres de hacer lo que queráis aquí. Eso sí, no olvidéis que solo tenemos tres semanas para vaciar este lugar. Mientras más tiempo... perdáis, más veces tendréis que venir. —Luego, esboza una sonrisa juguetona—. Aunque no creo que eso os importe, ¿verdad?

No tengo un espejo delante, pero sé que estoy roja como un tomate. Abro la boca para llevarle la contraria, porque de verdad necesito que sepa que las cosas no son como ella cree, pero me he quedado muda.

De pronto, se oye un estruendo en la sala. La puerta choca contra la pared al abrirse y Alexander Lane entra de golpe y grita:

—¡Lo siento, lo siento, lo siento! Sé que llego tarde, pero me he entretenido en el trabajo. Han traído una máquina expendedora nueva al bar y casi se le cae encima a un niño. ¿Sabéis que al menos trece personas al año mueren aplastadas por uno de esos cacharos? Son escalofriantes. —Acaba la frase suspirando y llevándose las manos a las rodillas. Viendo como respira, deduzco que ha venido corriendo. Pasados unos segundos, levanta la cabeza y nos pregunta—: Bueno, ¿qué tenemos que hacer?

Como si fuéramos cómplices, la señora Toole agranda su sonrisa y me dedica una mirada burlona.

—Divertíos.

Dicho esto, cruza el umbral y cierra la puerta a sus espaldas, dejándonos a Alex y a mí solos en la sala.


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