Cántame al oído | EN LIBRERÍAS

By InmaaRv

2M 228K 344K

«Escribiría todas mis canciones sobre ti». Holland finge que tiene una vida perfecta. Alex sabe que la suya e... More

Introducción
02 | Conociendo a Holland Owen.
03 | Rumores que hieren.
04 | Somos unos cobardes.
05 | Un tratado de paz.
06 | La música no es lo mío.
07 | K. K. Splash Pro
08 | Rota en pedazos
9 | Con la música en las venas
10 | Nociones básicas de supervivencia
11 | Los archivos del despacho de dirección
12 | Indestructible
13 | Dedícate a lo que te haga feliz
14 | Nuestra primera canción
15 | Oportunidades
16 | Asumiendo la realidad
17 | Mi verdadero yo
18 | Arriésgate a que te rompan el corazón
19 | Todas mis canciones suenan a ti
20 | Recuerdos que no duelen
21 | Consecuencias
22 | Un corazón roto
23 | Una pareja para el baile
24 | Quien soy en realidad
25 | Primeras veces
26 | Siempre que me necesites
27 | Mil y una veces
28 | Artísticamente hablando
29 | Dibújame cantando
30 | Ser feliz y tomarse el lujo de no saberlo
31 | El precio de soñar
32 | Lo que mereces
33 | Sigue latiendo
34 | Efectos colaterales
35 | Lo que no te rompe te hace más fuerte
Epílogo

01 | Mi rata es una superviviente.

154K 10.4K 19K
By InmaaRv

01 | Mi rata es una superviviente


ALEX

La suave melodía de una canción que todavía no existe, como tal, suena dentro de mi cabeza. Tamborileo con el lápiz sobre el cuaderno, moviendo la cabeza al ritmo de mi tambor imaginario. He llenado dos pentagramas torcidos de notas mal dibujadas y no dejo de pensar en cómo se sentirá tocarlas con el piano. Me entallo el interior de la mejilla con los dientes. Luego, sacudo la cabeza.

Cierro la libreta con fuerza y el impacto hace eco en toda la habitación. Suspiro mientras recuesto la espalda en la pared. Me llevo las manos a la cara, e intento con todas mis fuerzas olvidar la canción. Necesito sacármela de la cabeza. Estoy obsesionándome con algo que no me llevará a nada. Algo que no podré tener. Ya no.

Pero todo está en silencio y eso me complica mucho las cosas. Le echo un vistazo al armario descuidado y al montón de cajas que hay al fondo del cuarto. Hace frío en este lugar. Se me está congelando el trasero. Ojalá tuviese otro sitio en donde sentarme, porque el suelo está helado, pero no hay sillas ni mesas; Barney, el conserje, solo utiliza esta habitación para guardar sus cepillos y sus fregonas.

A pesar de todo esto, admito que a mí me resulta acogedora. Supongo que por eso paso tanto tiempo aquí dentro. Bueno, por eso, y porque casi todo lo que hay allí fuera me aterroriza. El pasillo del instituto está lleno de abusones. Sobre todo a principios de curso, que es cuando eligen a sus víctimas. Los deportistas del Instituto del Norte son todos unos idiotas, pero se pasan la vida entrenando y sus brazos son tres veces más anchos que los míos, así que tengo mis razones para tenerles miedo.

Este es mi último año de instituto y tengo un único propósito: tener un curso tranquilo. Nada de problemas. Nada de peleas. Nada de perder el tiempo.

Nada de música.

Tras soltar un suspiro de fastidio, busco a tientas mi mochila para meter dentro el cuaderno y el estuche. Si quiero empezar el curso con buen pie, no debería estar faltando a clase. Llevo una hora aquí dentro. Creo que me he perdido matemáticas.

Sin embargo, en cuanto agarro la agarro por el asa, la mochila empieza a moverse sola. La suelo con rapidez y dejo que se caiga al suelo.

Entonces, se oye un chillido estrangulado.

Pero, ¿qué...?

Estoy empezando a temer que mi mochila haya sido poseída por el diablo. Me ayudo del lápiz para abrirla un poco, y de pronto distingo dos ojos saltones que destacan en la oscuridad del cuarto del conserje. El animalillo, que parece una bola de pelo, se reacomoda con molestia. Se me ralentiza el corazón.

Gracias al cielo, lo que hay en mi mochila no es un demonio.

Sino una rata.

Petunia, algún día me matarás del susto.

Resoplo, echo la cabeza hacia atrás y miro a la rata. Ella sigue olisqueando mis cuadernos, como si nada. Pongo los ojos en blanco mientras enrollo la mochila un poco, sin cerrar la cremallera, para que no se escape. No tengo ni idea de cómo diablos ha llegado ahí, pero algo me dice que ha sido cosa de Blake.

Voy a matarla en cuanto la vea.

La verdad es que siempre he odiado a este bicho. Todavía recuerdo el chillo que pegué la primera vez que lo vi. Cuando Blake me dijo que quería una mascota, pensé que adoptaría a un perro. O quizás a un gato, si nos poníamos exquisitos. Pero al final se decantó por algo mucho menos convencional. Y me presentó a Petunia.

Desde entonces, ella y su asquerosa cola de rata forman parte de nuestra vida diaria.

Me encantaría dejarla por aquí para que se perdiera, pero sé que mi hermana me mataría si le pasase algo. Creo que Petunia es su mejor amiga. Solo por eso, decido que seré buena persona. Bueno, y también porque no me gustaría que la encontrase algún alumno de biología y acabasen diseccionándola en el laboratorio.

Eso sería un poco sádico.

Así que cojo el móvil, le envío un mensaje a Blake y me echo la mochila al hombro. Decido no cerrar del todo la cremallera para que la rata no se asfixie, básicamente porque no quiero que mis cuadernos apesten a muerto. En cuanto mi hermana me dice que está en el aula de literatura, me pongo de pie. No pienso cuidar de este bicho durante todo el día.

Me sacudo los pantalones y me preparo mentalmente para salir ahí fuera, al exterior. Aunque la idea me intimida, no puedo quedarme aquí dentro para siempre. Tengo que ser valiente y enfrentarme a lo que hay allí. De otra manera, podrían castigarme por faltar a clase. Y no me gustaría pasarme el primer día de instituto castigado.

No necesito más horas de tortura.

Además, tengo que irme de aquí antes de que el señor Barney me encuentre y decida pegarme con una de sus fregonas.

De manera que, aferrándome a la poca valentía que me queda, cruzo la habitación. Ya estoy más que preparado para empezar, oficialmente, mi último año de instituto.

Sin embargo, justo cuando estoy a punto de tocar el pomo de la puerta, hay algo que me detiene.

Se está girando.

Alguien está intentando entrar.

Mierda, mierda, mierda.

De inmediato, noto que entro en pánico. Retrocedo hasta que me choco contra una estantería, que empieza a tambalearse violentamente. Ahogo un grito e intento que no se caiga. En mi mochila, Petunia se revuelve con nerviosismo. El corazón me va cada vez más rápido y no puedo apartar la mirada de la puerta.

No sé quién hay al otro lado. Pero, sea quien sea, seguro que no le gustará encontrarme aquí.

Inspecciono el cuarto muy deprisa. Enseguida localizo un armario que es bastante más alto que yo. No me lo pienso dos veces. Corro hasta él, lo separo un poco de la pared y me meto detrás para esconderme. Dejo la mochila fuera, en el suelo, porque no quiero aplastar a Petunia. Bajo mis pies, las baldosas están pegajosas y huele mucho a podrido.

Carraspeo. Me lloran los ojos. Seguro que hay un cadáver por aquí cerca.

Pienso seriamente en moverme de sitio. Pero ya es demasiado tarde.

De repente, la puerta se abre.

«Por favor, que no sean el señor Barney y su fregona...»

«Por favor, que no sean el señor Barney y su fregona...»

«Por favor, y por el bien de mi cara bonita, que no sean el señor Barney y su fregona...»

—Para, me haces cosquillas. —Se escucha una risita—. Gale, no seas tonto. Déjame... déjame cerrar la puerta.

Frunzo el ceño. Definitivamente, eso no ha sonado como el señor Barney.

Hay una pequeña ventana en la habitación, pegada al techo, que da a la calle. Gracias a la luz que entra por ella, puedo ver qué ocurre cuando abandono momentáneamente mi escondite para asomarme. Solo me hace falta sacar la cabeza para que el olor a podrido sea sustituido por un agradable aroma femenino.

Contemplo la escena con los ojos muy abiertos.

Oh. Dios. Mío.

En el centro de la sala hay dos siluetas. Una de ellas pertenece a una chica de mi edad, alta y con el pelo largo. Ha enroscado los brazos entorno al cuello de su acompañante: un chico fornido que, con la luz apagada, parece un gorila. Está sujetándola por la cintura mientras la besa con ansia, como si mañana fuese a acabarse el mundo y no les quedase más tiempo para estar juntos.

Me da un vuelco el corazón en cuanto asimilo lo que ocurre. Tiene que ser una broma. ¡Están dándose el lote en el cuarto del conserje! ¡Conmigo dentro!

Creo que voy a vomitar. De pronto, algo choca contra el armario, y este se me cae encima y casi me da un golpe en la cabeza. Me agacho, tragándome un grito. Tardo poco en descubrir que ha sido gracias a la pareja y su pasión desenfrenada. Entonces, empiezo a temer que, además de traumatizado, pueda salir muerto de este sitio.

Cuando vuelvo a asomarme, la escena me repugna. Arrugo la nariz. Parecen babosas.

Tengo que salir de aquí.

No quiero seguir escondido detrás del armario, porque entonces me arriesgaría a recibir otro golpe. A toda prisa y con mucho cuidado, como si fuera un ninja, me muevo entre las sombras y me agacho junto al montón de cajas que hay al otro lado de la habitación, detrás de la estantería. No es que sea el mejor sitio del mundo, pero aquí tampoco pueden verme, y por lo menos ahora no huele a podrido.

Mientras la pareja sigue succionándose la boca, yo me agazapo contra las cajas y cierro los ojos con mucha fuerza. Intento pasar desapercibido. «Piensa como un mueble y serás como un mueble», me digo. No sé si tiene sentido, pero la situación es muy surrealista y estoy desesperado.

Creo que lo más sensato es que me quede aquí escondido. Salir ahí y pedirles que se aparten de la puerta es muy mala idea. Si no recuerdo mal, conozco a ese chico. Tiene unos músculos enormes y la verdad es que prefiero no correr el riesgo. Quiero mantener mi cara intacta hasta que acabe el instituto, gracias. Seguro que acabaría metiéndome de cabeza en el retrete o algo así.

¿He mencionado ya que me gustaría empezar el curso lejos del retrete?

Pero, de pronto, ocurre un milagro. Las estrellas y los astros se alinean y, por fin, después de la tormenta, veo un rayo de sol. Justo entonces, la campana que da comienzo a la segunda hora de clases resuena por todo el instituto.

Enseguida, el pecho se me llena de alivio. Cierro los ojos y empiezo a darle gracias al cielo, a Dios, a las monjas, a todos los Santos, a mi canario Pop, que murió, y a mi gato llamado Gato, que no sé dónde está, por haberle puesto fin a mi tortura.

—Deberíamos... deberíamos irnos. —Les oigo decir. Acto seguido, la chica toma una gran bocanada de aire, como si no llegase suficiente oxígeno a sus pulmones—. Tengo que ir a clase.

¡Por fin se marchan! Estoy eufórico. Si no me pongo a saltar de alegría, es solo porque prefiero que no sepan que estoy aquí. Decido esperar a que se larguen y celebrar mi pequeña victoria a solas.

—¿No podemos quedarnos un poco más? —le pregunta él, y en mi cabeza se repite la misma palabra una y otra vez: «no, no, no, no...»

—Gale... —Suspira ella, derrotada.

—¿Por favor?

—Tengo matemáticas.

—Solo será un rato. Llegarás a tiempo.

—Sabes que no puedo faltar a ninguna clase. —Aunque quizá debería estar lamentándose, su voz suena decidida. No va a ceder—. Mis padres se enterarían.

—Siempre cortándome el rollo. —Su tono me parece desdeñoso al principio, pero enseguida baja la voz y añade—: Aunque sabes que me encanta que te pongas en plan mandona, muñeca.

No sé qué me parece más desagradable: si el apodo que ha utilizado para referirse a ella o el gruñido que suelta después de eso, como si fuera un perro rabioso.

Una palabra: tiene-pinta-de-idiota.

La joven suelta una risa coqueta. Seguro que está toqueteándose el pelo, como hacen en las películas.

—Eres un tonto —bromea, con dulzura—. Nos vamos, ¿vale? Sal tú primero.

Gale tarda unos segundos en acceder. Se acerca a la chica para volver a besarla antes de encaminarse hacia la salida. La puerta se abre entonces, y un haz de luz ilumina el cuarto. Se gira de nuevo hacia su novia.

—Espera unos minutos antes de salir. Hay profesores por aquí —le dice.

Ella asiente con la cabeza.

—Sí, lo sé. Adiós. Te quiero.

No se escucha respuesta. De inmediato, el chico se marcha y cierra la puerta a sus espaldas. La habitación vuelve a quedarse a oscuras y todo se sume en un profundo silencio. Entonces, el único sonido que llega a mis oídos es el de su respiración, que está agitada. Yo trato de retener la mía porque sé que, si exhalo o inhalo aire, me oirá.

—Vaya, Holland. —El corazón se me desboca cuando la escucho hablar. Por suerte, tardo poco en darme cuenta de que no se dirige a mí—. Creo que esta vez sí que hemos estado a la altura.

La curiosidad puede conmigo. Con cuidado, para que no sepa que estoy aquí, me agacho y gateo hasta que puedo verla. Al principio no distingo nada más allá de su silueta, pero luego se mueve a la derecha y la luz de la ventana le da en el rostro. Ahí es cuando me doy cuenta de una cosa.

Es la chica más guapa que he visto nunca.

Mide más de uno setenta y tiene el cuerpo lleno de curvas, aunque eso no significa que no sea preciosa. Una larga melena anaranjada le cae por la espalda. Tiene los brazos pálidos y delgados, y va vestida de manera estilosa, como si se hubiese pasado horas pensando en qué ponerse. Ha acabado eligiendo una camisa a rayas que combina muy bien con esos pantalones oscuros que lleva y que hacen que sus piernas parezcan infinitas.

Pestañeo ante la visión de esto último y trago saliva casi sin darme cuenta.

Me quedo mirándola como un idiota. Avergonzado, y quizá sintiéndome un poco culpable, sacudo la cabeza. Luego paso a inspeccionar su rostro. Holland tiene la nariz pequeña, los pómulos ligeramente levantados y las cejas finas. Desde aquí no puedo verle los ojos, así que me centro en sus labios: son grandes y están enrojecidos, y puede que por eso me llamen tanto la atención.

Empiezo a pensar en que ese chico, su novio, tiene suerte. Pero suerte de verdad.

Supongo que eso es lo que nos hace diferentes. Yo soy todo un desgraciado.

Creo que podría quedarme mirándola todo el día. Sin embargo, todo se tuerce demasiado pronto. De repente, escucho cómo algo se balancea. Después, suena un crujido y subo la mirada, por instinto, hasta la lámpara que cuelga del techo. Justo encima de la cabeza de Holland.

Frunzo el ceño. ¿Cómo diablos ha llegado Petunia...?

Pero no hay tiempo para preguntas. Lo siguiente que escucho es cómo la chica se pone a chillar.

Porque mi rata le ha caído en la cabeza.

Entonces, solo pienso una cosa: mierda. Mil veces mierda. Holland da vueltas por toda la habitación, sin dejar de gritar, mientras intenta quitarse a Petunia de encima. Pero a mi rata siempre se le ha dado bien escalar y consigue aguantar ahí arriba hasta que la joven, que está histérica, la coge y la lanza a la otra punta de la habitación.

El roedor pasa volando frente a mis ojos e impacta contra la pared con un chillido estrangulado. El corazón se me desboca. Oh, Dios mío. ¡Petunia!

Después de eso, dejo de pensar en las consecuencias de mis actos. Me acerco corriendo a mi rata y, cuando me agacho a su lado, el alivio me llena el pecho porque veo que sigue moviéndose. Menos mal que no está muerta. Sin embargo, en cuanto la toco con el dedo, Petunia reacciona, se cuela entre mis pies y va a esconderse debajo de la estantería.

Vuelvo a maldecir. Considero la idea de ir tras ella, porque a este paso seguro que acabo consiguiendo que la diseccionen, pero hay algo que me detiene. Desde el otro lado de la habitación, noto que alguien me está mirando.

Su voz llega a mis oídos, ahogada y temblorosa. Holland.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Pego un respingo y me levanto del susto. De repente, el corazón me late tan fuerte que creo que se me va a salir del pecho. Retengo el aire en mis pulmones y mi cerebro se apaga momentáneamente. Por eso, cuando abro la boca para decir algo, noto que no me salen las palabras. Acabo cerrándola y tragando saliva.

Holland retrocede, como si me tuviese miedo.

—¿Hola? —insiste, pegando la espalda a la puerta. Yo sigo en estado de shock—. Como no me digas ahora mismo quién eres y qué diablos haces aquí, voy a ponerme a gritar.

Eso me pone alerta. Sacudo la cabeza y, con las manos en alto, salgo de mi escondite. Avanzo muy lentamente, pero ella pega un salto cuando me ve. Algo me dice que está a punto de ponerse a llorar. Entre esto y lo de la rata, seguro que la pobre tiene pesadillas esta noche.

—No grites —le pido, en un susurro, para que no se nos oiga. Si alguien nos encuentra aquí dentro, seguro que acabaríamos castigados—. Puedo explicarlo. Me llamo Alex.

Enseguida me arrepiento de haberle dicho mi nombre. A saber lo que podría contarle al director sobre mí.

Gracias al cielo, Holland no me está escuchando.

—¿Qué hacías escondido detrás del armario? —balbucea, mientras me mira de arriba abajo. No me deja responder—. ¿Estabas...? ¿Estabas espiándonos?

Vale, la verdad es que no sé cómo contestar a eso. Me quedo en silencio, y ella se pone a hiperventilar como si creyese que soy un monstruo que ha salido del inframundo y planea darle una muerte lenta y dolorosa. Me parece que está entrando en crisis. Tiene los labios blancos de tanto apretarlos y podría apostar mi colección de música a que está a punto de ponerse a gritar otra vez.

No quiero que vuelva a perder los estribos. Antes ha chillado tan alto que me sorprende que no nos hayan descubierto ya. Si algún profesor nos encontrase aquí en horario de clase, ambos nos meteríamos en un buen lío. Seguro que acabarían castigándonos, y eso no entra dentro de mi concepto de «tener un curso tranquilo».

Tengo que prometer la promesa que le hice a papá. Nada de problemas.

Por eso decido tomar las riendas de la situación.

Armándome de valentía, cojo aire y doy un paso adelante. Quiero acercarme para que compruebe, por sí misma, que no soy nada parecido a una amenaza. Blake siempre dice que tengo cara de buena gente. Pero no funciona. Aterrada, Holland se pega más a la puerta, mientras recorre mi metro ochenta de altura con la mirada.

Entonces, suelta un jadeo. Al parecer, eso de tranquilizarse no está en sus planes.

—¿Has hecho fotos? —me pregunta de repente. Yo frunzo el ceño.

—¿Qué?

—Si es así, quiero que las borres. Ahora. —De inmediato, añade—: Hazlo o me pondré a gritar.

Parpadeo con perplejidad. A esta chica le falta un tornillo.

—Lo que vas a hacer es calmarte —le digo—. Si sigues hablando tan alto, acabarás consiguiendo que nos pillen.

—Tienes tres segundos. Tres segundos y me pongo a gritar. Borra las fotos, ahora —me repite, ignorando mi último comentario. Abro la boca para explicarle que no hay ninguna fotografía suya en mi galería, pero continúa hablando—: ¡Has estado mirándonos desde que llegamos! No puedo creérmelo. Eres un... ¡Eres un pervertido!

—¿Que soy qué? —articulo, y subo las cejas.

Ella asiente con violencia.

—Has invadido nuestra privacidad. Eso es asqueroso. No, más que eso: es repugnante. Debería darte vergüenza. Eres un salido, un depravado y...

—¿Puedes insultarme un poquito más bajo, por favor? Nos van a oír.

—... un cerdo, de los grandes.

—Vale, muchas gracias. ¿Has terminado ya?

Ella aprieta los puños. Creo que la estoy enfadando.

—Voy a contarle a todo el mundo lo que has hecho.

Mi cara es todo un poema ahora mismo. He dejado que se para que se tranquilice un poco, pero ya está acabando con mi paciencia.

—¡Yo no he hecho nada! —exclamo, aunque acabo bajando la voz—: Habéis sido tú —recalco, señalándola con un dedo— y tu estúpido novio los que habéis provocado todo esto. ¡Podríais haber llamado antes de entrar! Porque te aseguro que no he disfrutado, en absoluto, de ver cómo os metíais mutuamente la lengua hasta la garganta. Eso sí que ha sido asqueroso. No me interesa sacaros fotos, ¿vale? Y tampoco tengo la culpa de que no sepas respetar el horario de clases. Ni el espacio personal.

La distancia entre nosotros se ha reducido a un metro y medio. Desde aquí, soy capaz de distinguir la ira que explota en sus ojos oscuros. Me parece que está a punto de soltarme un guantazo.

—¿Perdona? —pronuncia, con rabia, y sé que quiere que me disculpe.

Pero se nota que no me conoce.

—Perdonada, muñeca.

—No me llames muñeca —me escupe—. Degenerado.

—No me llames degenerado —respondo—. Bruja.

Holland cierra los ojos durante unos segundos, tratando de armarse de paciencia. «Muñeca», repito para mis adentros, y trato de deshacerme del sabor amargo que se me ha quedado en la boca después de pronunciarlo. No me gusta ese apodo. Además, no creo que Holland se parezca a una muñeca.

Tras echarle un vistazo a su cuerpo, pienso en que podría haberme metido con su peso, pero tampoco soy tan canalla.

En cuanto mi mirada sube de nuevo a su rostro, tomo una decisión. Perder el tiempo tratando de razonar con ella no merece la pena.

—Me voy —le informo.

Mis palabras la ponen alerta. Abre los ojos de repente y clava sus potentes iris en mí, como si quisiera decirme algo. Decido ignorarla y me agacho para recoger mi mochila. Cuando me la echo al hombro, me acuerdo de que tendré que venir a buscar a Petunia más tarde. No voy a entretenerme ahora porque quiero salir de aquí cuanto antes.

Solo espero que a Barney no se le ocurra mover el armario, porque se llevaría una sorpresa muy desagradable.

Holland está bloqueándome la salida con su cuerpo. Me detengo frente a ella, a la espera de que se aparte, pero niega con la cabeza.

—No puedes irte.

Subo las cejas. Definitivamente, esta mujer está loca.

—Puedo hacer lo que yo quiera. Muévete.

—No voy a dejar que te vayas —insiste. Luego, me señala el bolsillo con un dedo—. Al menos, no hasta que me enseñes tu móvil.

Sé perfectamente a qué se refiere, pero decido sacarla un poquito de quicio.

—Buen intento, pero así no vas a conseguir que te dé mi número. Que tengas suerte la próxima vez.

—¿Qué? No, claro que no quiero tu número. Quiero ver tu galería —me explica a toda prisa, y yo me trago una sonrisa. Pero se me da muy mal disimular, así que se da cuenta enseguida de que me estoy riendo de ella. Enseriando el rostro, me espeta—: Gilipollas.

Bueno, un poco de razón sí que tiene. No se lo voy a negar. Aunque eso no significa que vaya a darle lo que quiere. Pongo los ojos en blanco e intento rodearla, pero Holland sigue sin acceder a dejarme pasar. Suspiro con impaciencia.

—No tienes nada que ver en mi galería. Ahora, muévete —le suelto, con cierto desdén. Estoy a punto de pedirle, de nuevo, y siendo un poco más maleducado, que me deje salir, cuando empiezo a oír voces al otro lado de la pared.

Después, todo pasa muy rápido. La puerta se abre de repente, la chica sale despedida hacia adelante y aterriza prácticamente sobre mí. Durante un segundo, me planteo dejar que se caiga, porque está loca, me cae mal y, para colmo, ha estado a punto de matar a Petunia, pero al final decidido comportarme como todo un caballero —dentro de lo que cabe— y atraparla.

Mis brazos le rodean la cintura e intento mantenernos a ambos de pie. Entre tanto, Holland no deja de gritar. No sé cuál será a razón de sus chillos: si es debido al susto o si, por el contrario, grita porque le da asco tenerme tan cerca; pero juro por Dios que, como sea lo segundo, voy a dejar que se coma el suelo.

Me repatea admitirlo, pero tengo el corazón desbocado. La distancia entre nosotros es tan mínima que estoy seguro de que estoy robándole el oxígeno. Ella tiene las manos sobre mis hombros, mientras mis dedos se aferran a la parte baja de su espalda. Aunque los segundos pasan, ninguno de los dos es capaz de decir nada. Nos limitamos a mirarnos el uno al otro, sobresaltados.

De pronto, alguien se aclara la garganta junto a nosotros.

—Vaya. Señorita Owen, señor Lane. ¿Interrumpo algo?

Ahora sí, creo que va a darme un infarto. Con lentitud, inspecciono el rostro de la persona que acaba de hablar. Aunque al principio tengo la esperanza de que se trate del conserje, que ha venido a echarnos de aquí a fregonazos, pronto mis ilusiones se rompen en pedazos.

Barney no tiene bigote. Menos aún pelos en la nariz.

Al otro lado del umbral, el director del instituto nos mira subiendo las cejas.

Holland Owen es la primera en reaccionar. Acelerada, lleva sus manos a las mías para zafarse de mi agarre, pero yo no la suelto. Me he quedado inmóvil. Tras forcejear conmigo durante unos segundos, acaba pellizcándome el brazo para hacerme reaccionar. Pego un respingo, parpadeo y me vuelvo a mirarla. Es entonces cuando me doy cuenta de la gravedad de la situación.

Sigo rodeándole la cintura con los brazos y la distancia entre nosotros es todavía muy reducida. Supongo que a eso se debe la expresión del director. Seguro que lo ha malinterpretado todo. Debe de pensar que esta chica y yo estábamos... Ay, madre Santa.

Owen consigue escabullirse por fin y se aleja de mí a toda prisa, sin dejar de mirarme. Sus ojos oscuros me confirman algo que ya sé: nos hemos metido en un buen lío.

Espero que sea ella la primera en hablar. Sin embargo, aunque abre la boca, como si quisiera decir algo, acaba cerrándola y quedándose callada. El hombre chasquea la lengua con desagrado.

—No me hagáis perder el tiempo poniéndome excusas —nos pide. Su voz transmite mucha autoridad—. Si tanto interés tenéis el uno en el otro, os alegraréis de saber que, a partir de ahora, vais a pasar mucho tiempo juntos. Estáis castigados.

El pánico me invade de inmediato. Habíamos dicho que nada de problemas. Nada de perder el tiempo. No puede hacernos esto.

Doy un paso adelante.

—Déjeme explicárselo, por favor. No es...

El director me acalla con un gesto.

—Debería habérselo pensado antes, señor Lane. —Entonces, se vuelve hacia Owen, que no ha vuelto a abrir la boca—. No me esperaba esto de usted, señorita. Al profesorado del centro no le gustará, en absoluto, saber que una alumna tan correcta ha cometido tal infracción de las normas.

Ella asiente, avergonzada, y murmura una disculpa. Entre tanto, yo no dejo de preguntarme cómo es que la ha llamado «alumna correcta» sino es más que una chiflada que, encima, ha conseguido que me castiguen.

El director da un paso atrás antes de continuar hablando.

—La profesora de música os esperará esta tarde en el aula ochenta y seis. Vamos a hacer reformas y hay que llevar todos los instrumentos al sótano. Estoy seguro de que le vendrá bien tener algo de ayuda.

Después, se marcha. El pasillo se queda en silencio y no averiguo a qué se debe hasta que me doy la vuelta.

Owen también se ha ido.


━━━━━━━━・♬・━━━━━━━━

REDES SOCIALES DE LA AUTORA

InmaaRv en Twitter, Instagram y YouTube.



Continue Reading

You'll Also Like

341K 22.7K 28
Escucho pasos detrás de mí y corro como nunca. -¡Déjenme! -les grito desesperada mientras me siguen. -Tienes que quedarte aquí, Iris. ¡Perteneces a e...
1.6M 117K 84
Becky tiene 23 años y una hija de 4 años que fue diagnosticada con leucemia, para salvar la vida de su hija ella decide vender su cuerpo en un club...
97.8K 7.5K 35
¿Conoces ese sentimiento? Cuando sólo estas esperando... esperando a llegar a tu casa y encerrarte en tu cuarto y quedarte dormido y dejar salir todo...
333K 12.1K 44
una chica en busca de una nueva vida, nuevas oportunidades, de seguír sus sueños. todo iba bien hasta que el la vio. el la ve y se obsesiona con ell...