Ahora, entonces y siempre

By Elza_Amador

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En la Ciudad de México el anticipado concierto de Muse está a punto de comenzar... Cuando Carolina es arrojad... More

{Book Trailer}
Capítulo 1 {Solo se vive una vez}
Capítulo 2 {La Fuerza Del Destino}
Capítulo 3 {A Fuego Lento}
Capítulo 4 {Han Caído los Dos}
Capítulo 6 {Aquí No Es Así}
Capítulo 7 {Nunca Nada}
Capítulo 8 {Dilema}
Capítulo 9 {Carretera}
Capítulo 10 {Esa Noche}
Capítulo 11 {Salir Corriendo}
Capítulo 12 {Tú}
Capítulo 13 {Cada Que...}
Capítulo 14 {3 a.m.}
Capítulo 15 {Pijamas}
Capítulo 16 {Indecente}
Capítulo 17 {Todas Las Mañanas}
Capítulo 18 {Bestia}
Capítulo 19 {Negro Día}
Capítulo 20 {Yo Solo Quiero Saber}
Capítulo 21 {Cosas Imposibles}
Capítulo 22 {Yo No Soy Una De Esas}
Capítulo 23 {Contradicción}
Capítulo 24 {Vamos a Dar Una Vuelta al Cielo} (Parte 1)
Capítulo 24 {Vamos a Dar Una Vuelta al Cielo} (Parte 2)
Capítulo 25 {Deja Que Salga La Luna}
Capítulo 26 {Andrómeda}
Capítulo 27 {Las flores}
Capítulo 28 {Amores Que Me Duelen}
Capítulo 29 {Bonita}
Capítulo 30 {Lluvia de Estrellas}
Capítulo 31 {Sólo Algo}
Capítulo 32 {Más Que Amigos}
Capítulo 33 {Mi Lugar Favorito}
Capítulo 34 {Tu Calor}
Capítulo 35 {Eres}
Capítulo 36 {Cuidado Conmigo}
Capítulo 37 {Altamar}
Capítulo 38 {Mi Burbuja}
Capítulo 39 {Ojos Tristes}
Capítulo 40 {Enamórate de Mí}
Capítulo 41 {Corazonada}
Capítulo 42 {Enfermedad en Casa}
Capítulo 43 {Al Día Siguiente}
Capítulo 44 {Showtime}
Capítulo 45 {Te Miro Para Ver Si Me Ves Mirarte}
Capítulo 46 {Un Año Quebrado}
Capítulo 47 {Día Cero}
Capítulo 48 {Planeando el tiempo}
Capítulo 49 {Tú sí sabes quererme}
Capítulo 50 {No creo}
Capítulo 51 {Luna}
Capítulo 52 {Para Dejarte}
Capítulo 53 {Cuando}
Capítulo 54 {Huracán}
Capítulo 55 {Adelante}
Capítulo 56 {Todo para ti}
Capítulo 57 {Dueles}
Capítulo 58 {Hasta la piel}
Capítulo 59 {Nada Que No Quieras Tú} parte 1
Capítulo 59 {Nada Que No Quieras Tú} parte 2
Capítulo 60 {No Te Puedo Olvidar}
Capítulo 61 {Cómo hablar}
Capítulo 62 {Arrullo de Estrellas}
{Epílogo}

Capítulo 5 {Sonrisa de Ganador}

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By Elza_Amador


"En luna llena la jugada será frente al mar

Total convencimiento de que ganarás"

-Nacha Pop

    

 La magnificencia de una de las habitaciones del decimoséptimo piso era alcanzada durante las primeras horas del día, cuando el amanecer, que se insinuaba por el enorme ventanal con colores morado y naranja mezclándose pacientemente en el horizonte, creaba el ambiente ideal para un juego de seducción. Si además Leo le sumaba la visión de un cuerpo desnudo y curvilíneo, apenas cubierto por una sábana, no tendría otra palabra además de sublime para describir lo que contemplaba ante él.

Leo estiró su brazo para tomar su celular y sin meditarlo encendió la cámara para capturar a Carolina. Clic. Sabía que una foto nunca podrá compararse con tenerla junto a él, tal vez era su subconsciente intencionalmente tratando guardar este instante. Saborear los pequeños detalles que pasó por alto, el caos y las imperfecciones que lo hicieron perfecto. Inolvidable. Al mismo tiempo, esa foto era la prueba fehaciente de lo que era capaz de hacer, de su descontrol y de su pobre moralidad.

Si alguien le hubiera dicho a Leo que este día terminaría en la cama con otra mujer que no fuera Soni, seguramente le hubiera dicho que necesitaba un ajuste urgente de tuercas. Era impensable. Era absurdo y muy a su pesar habría tenido que admitir que el equivocado era él. Sin embargo su mortificación se debía a lo este acto significaba para él. Era la primera vez que probaba la infidelidad. Y no le gustó en lo absoluto. Porque no sintió remordimiento alguno.

***

Saciada, exhausta y envuelta entre sábanas tibias Carolina se sentía observada. Abrió sus ojos despacio, una mirada centelleante y expectante se posaba fija sobre ella como una mariposa. Sintió vergüenza, y quiso cubrir su cuerpo desnudo jalando la sábana, pero Leo se lo impidió. El color verde de sus ojos eran de una tonalidad más clara de la que antes había apreciado, y a Carolina se le antojaba creer que cambiaban dependiendo de su estado de ánimo y no de cantidad de luz que se reflejara en ellos. Al haberse percatado de ese efecto fue como si Leo, inconscientemente, le revelara una parte de él. Eso le agradó. Mucho.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Carolina con un tono más grave, casi de ultratumba, que a Leo le sonsacó una sonrisa.

—¿Cómo te miro?

—Pues como... —«Como si fuera lo único en el mundo digno de captar toda tu atención», pensó avergonzada de sí por la convicción con la que creía en esa estupidez. Ella no era nadie especial, mientras que Leo, al lugar que fuera estaba segura que desataría miradas lascivas, generaría envidia de quien se encontrara a su lado y encarnaría los deseos más hondos de cualquier mujer. Ya se había formado una idea de lo que encontraría debajo de su ropa, y al comprobar que había acertado, descubrió un mundo con el que jamás había soñado recorrer. Para empezar no solo su rostro estaba cubierto de pecas, sus hombros y espalda revelaban una inmensa cantidad de lunares y pecas de diversos tamaños y formas. Carolina, de proponérselo, encontraría todas las constelaciones que su padre le había mostrado con el sofisticado telescopio instalado en la terraza durante las noches despejadas de nubes —y, casualmente también, de montañas de demandas y cerros de papeles—, mientras le contaba las historias de seres mitológicos de las que derivaron sus nombres. Los músculos de sus brazos y torso descubiertos eran como caminos que se delineaban con una absoluta perfección que sentía lástima por el resto de la población masculina. La barba de un día le sentaba bien, demasiado bien que por eso dudaba que esa mirada significara lo que estaba pasándole por la cabeza—. No sé... como... Mejor olvídalo. — Leo la miró decepcionado e incapaz de insistir—. ¿Desde qué hora estás despierto, Pequitas?

Fue casi imperceptible su irritación por aquel sobrenombre, si no hubiera sido por su mandíbula tensa no la habría notado. En el fondo Carolina gozaba ver cómo él suprimía el impulso de objetar.

—Desde que te quedaste dormida por segunda vez —afirmó Leo sin vacilar—. Cómo podría dormir teniéndote en esta cama. No me canso de mirarte.

No sabía qué contestar a eso, no tenía sentido, y si es que hubiera una respuesta, dudaba encontrarla. Su mente daba vueltas, ya no sabía qué pensar. En un principio lo había materializado como su objeto del deseo. Nada más. Estaba convencida que Leo era un consumidor profesional de mujeres. Un hombre con ese físico de semidiós no podía ser un hombre de una sola mujer. Era antinatural. Se odió por juzgarlo de esa manera tan severa y frívola. En algún momento de la noche, esa impresión cambió por completo, quizá se debió a los los mejores orgasmos de su vida, mismos que todavía sentía latir entre sus piernas. Leo era una mezcla de contrariedades que despacio la envolvieron hasta rendirse ante él. Jamás se había sentido tan protegida y mimada sin sentirse asfixiada ni empalagada, simplemente resultaba ser el lugar al que pertenecía.

En su mente revoloteaban unas notas, había una canción que era el epítome de este día. Cerró sus ojos al evocar la letra de "Te voy a mostrar" de Julieta Venegas.

Ven te voy a mostrar por que la vida nos puso en el mismo camino.

Ven te voy a mostrar por que estoy convencida que eres mío.

Convencida que soy la mujer para ti. No me dejes ir.

Recostada y expuesta frente a Leo, esa canción tenía más sentido que nunca. Le gustaría creer que se la habían escrito a ellos. «O al menos a mí», pensó Carolina.

Sin importarle y sin levantar los párpados, sonrió. Estaba feliz. Estaba decidida a sacarle el mejor provecho a este día. No quería que se terminara.

—¿Por qué sonríes? Estabas pensado en mí y en lo que quiero volver a hacerte? —dijo Leo, mientras le deslizaba unos de sus dedos a lo largo de sus costillas hasta detenerse en su cintura, provocándole un deleitable cosquilleo que se expandió por toda su piel.

—¡No! —respondió de inmediato, y se separó un poco de al al tratar de airar una supuesta ofensa. Se detestó por ser tan transparente.

—Porque si no te gustó, puedo mejorar.

—¿Mejorar? ¿Quieres mejorar? No creo que sea posible —admitió Carolina mientras trataba de ocultar una risita tímida. Sus respiraciones comenzaban a entrecortase.

—Todo es posible. ¿Quieres lo averigüemos ?

Antes de que pudiera contestar, Leo ya estaba besándola, acariciándola por todas partes. Lo sentía en todo su cuerpo. Leo era insaciable y ella era indulgente.

Carolina lo detuvo de súbito, aferrándose a la sábana para poder bajarse de la cama.

—¿A dónde crees que vas? —Leo la tomó por una mano para detenerla en el acto y regresarla a la cama entre risas.

—Tengo sed y quiero saber si hay una botella de agua en el baño.

—Tú no te muevas de aquí, yo te la traigo. —Leo se levantó con un ágil movimiento, y mientras buscaba algo en el suelo —sus bóxers, de seguro—, Carolina apreció discretamente el cuerpo desnudo de Leo. Al verlo portando su desnudez sin pudor y con seguridad y orgullo —y cómo no hacerlo, cualquiera en su lugar lo haría si tuviera su apariencia—, cayó en cuenta que sus manos habían recorrido ese cuerpo atlético y delgado, que ese cuerpo envidiable había sido suyo. Solo suyo.

En cuanto escuchó cerrarse la puerta del baño quiso saber qué hora era. Se estiró hacia una de las mesitas de noche y, sin meditarlo, tomó el reloj de Leo para revisar la hora. Las 10:38 a.m.. De repente una idea atacó su cerebro. Todavía tenía la reservación en el spa a la 12:00 y tal vez a Leo le gustaría acompañarla. En vez de obedecer a sus impulsos, Carolina prefirió abstenerse porque invitarlo solo generaría preguntas que no estaba lista para responder.

Carolina deslizó su pulgar por la carátula del reloj. Era elegante sin ser ostentoso o llamativo pero sí costoso, muy costoso. Un Breitling. Lo sabía porque uno de los pocos gustos —o debilidad— que se daba su padre era el de coleccionar relojes finos. «¿Quién es este hombre o a qué se dedicará? El elegante traje que desentonaba en el concierto y el costoso reloj apuntaban a un abogado», pensó Carolina con amargura mientras dirigía su vista hacia el enorme ventanal. Una vez atenuada la tensión sexual que se había creado entre ellos, podrían conversar de otros temas más personales. Conocerlo íntimamente era muy diferente a conocer lo que había en su interior. Carolina se mordió su labio inferior mientras se preguntaba si era conveniente revelarle a Leo que vivía en SLP.

Por puro e infundado antojo, Carolina se probó el reloj. Le nadaba en la muñeca. Era ridículo. Se rio de sí misma por el simple hecho de habérselo probado. El celular de Leo comenzó a vibrar, sobresaltándola como si la hubieran descubierto haciendo algo indebido. A pesar del sobresalto, su curiosidad fue más grande, apoderándose de ella. Lo contemplaba sin levantarlo. No dejaba de vibrar, y en la pantalla aparecía el nombre «Soni» que insistentemente llamaba y llamaba. No tenía derecho a pensar mal de él, podía ser cualquier persona y hasta podría tratarse de una emergencia. «Hay que dar el beneficio de la duda», le decía su padre cuando Carolina emitía juicios injustos. En un arrebato lo tomó, la insistencia apuntaba una urgencia. De camino al baño el aparato se calmó, y enseguida comenzaron a aparecer mensajes de texto, enfilados, uno tras otro sin cesar.

La curiosidad era difícil de evitar si se te restregaba en la cara algo como esto. Cuando los empezó a leer sus latidos se desbocaron violentamente, pulsándole la sangre en los oídos y dejándola sin aliento, sintió algo pesado y obscuro asentarse en su pecho.

¿Dónde estás?

¿Estás bien?

¿Por qué no viniste a dormir?

Perdóname, amor.

Tenemos que hablar.

Perdóname, no quiero perderte.

Por favor, no me dejes.

Los mensajes seguían llegando. Después de todo la percepción que tenía de Leo era correcta. El celular, aún en su mano, sintió que la quemaba y por instinto lo aventó a la cama con demasiada fuerza que temió rebotara y cayera al suelo. El alivio que experimentó al ver que éste aterrizó entre las almohadas fue momentáneo cuando su cabeza comenzó a dar vueltas, abriéndole el camino a las náuseas. Comprimió sus párpados y aspiró con fuerza; tenía que irse de ahí.

Regresó el teléfono a su lugar. Carolina se agachó, estaba tan ofuscada que no veía su ropa por ningún lado y lo último que faltaba era tener que salir envuelta en una sábana que era mucho peor que recorrer el camino de la vergüenza con la misma ropa del día anterior. Al voltear hacia la puerta notó que la ropa de Leo colgaba de uno de los sillones situados cerca de la entrada. No tenía otra opción. Soltó la sábana, arrancó la camiseta blanca de Leo y de prisa se la enfundó. Ésta le cubría hasta la mitad de sus muslos y agradeció que su bolsa estuviera ahí también, eso debía bastar. No podía detenerse a buscar el resto de sus prendas, Leo podría salir en cualquier momento. Suplicaba tener libre el camino de huéspedes mientras caminaba por los pasillos. Ser sometida a las miradas censurables que seguro atraería por su vestimenta, terminarían por cimentar su miseria.

No le faltaron ganas de azotar la puerta al marcharse, pero desistió en el último segundo para evitar que él se diera cuenta de su ausencia y saliera en su búsqueda. «Como si eso fuera a suceder: salirme a buscar», gruñó por lo bajo. A lo mejor por eso estaba tomándose su tiempo en el baño, no sabía cómo decirle que se fuera. Por primera vez en todo el tiempo que estuvo con Leo se sintió como una cualquiera.

Justo cuando cerró la puerta lamentó tener que dejar atrás sus botas favoritas. No permitiría que el apego a lo material la ofuscara, corriendo el riesgo de sufrir una humillación si regresaba a buscarlas, no la toleraría. La pérdida sería algo con lo que podría vivir. Con la humillación, imposible.

«¿Cómo pude ser tan idiota?», se recriminaba una y otra vez hasta llegar al ascensor. Estuvo a punto de usar las escaleras de emergencia, pero su suerte, casi adivinando su desesperación por huir, abrió las puertas de uno de los tres ascensores al instante de presionar el botón para llamarlos.

«¿Como pude ser tan estúpida?» No dejaba de apabullarse con la misma pregunta que se relacionaba con su falta de sentido común. Tras la rabia que exponía, escondía el orgullo herido y burlado.

«Jamás voy a dejarte ir», escuchó la voz ronca y profunda de Leo en su cabeza. Esas palabras las había expulsado de su garganta con tanta vehemencia y desesperación que le parecieron reales. Ahora sabía que eran convenientes. De seguro las decía al oído a cuanta mujer con la que se acostaba. Lo detestó por hacerla sentir única cuando en realidad era una más de su vasto harem.

Justo cuando iba a llegar a la entrada del refugio donde podría llorar o aventar lo primero que encontrara a su paso, se encontró con lo último que necesitaba en este momento. Era demasiado tarde para darse la media vuelta, además no tenía a donde más ir. No mientras estuviera vestida precariamente.

Sentado en el suelo con las piernas estiradas y su espalda recargada en la puerta estaba su hermano mirándola con ojos asesinos colmados de reproche y una pizca de alivio al verla acercarse.

—¿Dónde estabas? —exclamó Manuel furioso mientras se levantaba de un brinco.

—Tú qué haces aquí. —Carolina no podía verlo a los ojos. Era demasiado y fingió rebuscar en su bolsa la tarjeta para abrir la puerta cuando bien sabía estaba dentro del compartimento lateral.

—Respóndeme ¿dónde estabas y por qué estás vestida así?

—En el spa con Fer, ¿dónde más? Solo regresé porque olvidé algo. ¿Por qué? ¿Pasó algo? —mintió Carolina esforzándose por que la voz no se le quebrara.

Manuel resopló para tratar de calmarse y no decir algo indebido.

—Pasa que esta mañana como la de cualquier sábado fui a la oficina. Todo era normal hasta que me topé con tu Fernando y tuve la grandiosa idea de preguntarle por ti. ¿Sabes qué me contestó? —Carolina negó con la cabeza—. Que no sabe de ti desde que rompieron hace un mes. Y menos del concierto al que te llevé. —Manuel hizo una pausa, aspirando lentamente para no perder la compostura—. Te llamé veinte veces sin tener una respuesta. Preocupado decidí venir a buscarte y ¿qué crees? No estabas ni en tu habitación ni en el spa ni en ningún otro lugar. Así que voy a preguntarte una vez más ¿dónde estabas y por qué estás vestida así? Te advierto, cuida tus palabras antes de contestar.

Esta vez Carolina no le quedó otra opción que contarle todo a su hermano cuando entraron a la habitación. Absolutamente todo.

***

Leo exhaló con fuerza mientras colocaba sus manos sobre el lavabo para sostenerse. Alzó su cabeza y sus ojos estudiaron la enorme sonrisa de ganador que el espejo le regresaba que sabía no iba a borrársele en varios meses. En su mente revoloteaban planes de todo tipo. Quería meterla a su regadera, quería llevarla a desayunar, quería llevarla a su departamento. Quería llevarla a su cama. Pero esa sensación de éxtasis se vio ensombrecida cuando un pensamiento desagradable salió expulsado desde el fondo de su cabeza: Soni.

Siempre había considerado que una de sus mejores cualidades era la honestidad. No solo en el ámbito personal, sino en el profesional. Si había algo que Leo odiaba en esta vida eran las mentiras, los gatos y los tacos de cabeza.

Siempre buscando la simpleza de las cosas, a Leo le resultaban absurdos e innecesarios los malabarismos. Podría ser un conquistador proactivo, pero jamás uno de dos reinos. ¿En qué momento se dejó arrastrar por sus emociones y olvidó sus firmes principios? Carolina ejercía una fuerza potente sobre él que no comprendía y que no le gustaba en lo absoluto. Lo más preocupante era que el remordimiento no lo estaba carcomiendo. No sentía remordimiento alguno. ¿Era algo que eventualmente ocurriría? Después de todo él era hijo de su padre y la manzana no podría caer muy lejos. Se resistía a aceptar que ese pensamiento lo aterraba, pero en el fondo no lo sorprendía.

Leo cerró sus manos en un puño. Racionalmente trató de justificar su comportamiento atribuyéndolo a una innegable atracción y no a sus genes. Estaba seguro que era algo pasajero. Un momento de debilidad. Tenía que serlo. No estaba dispuesto a tirar por la borda la estabilidad y armonía que había logrado durante este último año. Y si lo estuviera sería a cambio de qué. ¿De una soberbia cogida que temía admitir había sido todo menos eso? Carolina representaba la incertidumbre, pero a su vez despertaba en él una curiosidad que nunca había sentido por alguien. Estaba ávido por ella.

Leo abrió el grifo del agua y salpicó su cara varias veces, como si de esa manera pudiera conjurar la respuesta que buscaba.

Los minutos avanzaban de manera diferente cuando uno estaba ensimismado que ignoraba cuánto tiempo llevaba dentro del baño. Rápidamente Leo secó sus manos y su cara, tomó una de las botellas de agua y salió con una sonrisa dibujada en su rostro por lo que sabía estaría esperándolo.

La habitación estaba sumida en silencio. La recorrió lentamente con la mirada y de inmediato supo la razón. Carolina no estaba por ningún lado. ¿Estará jugándole una broma? Leo sospechaba ella tenía una tendencia subyacente hacia ellas. En el suelo, junto a la pata de la cama estaban tirados los delicados calzones de encaje rosa y los diminutos shorts de Carolina. Ella seguía aquí.

Tragó saliva. Como un niño entusiasmado buscando su regalo de cumpleaños abrió el armario. Vacío. Miró debajo de la cama. Nada. ¿Dónde más podría estar? Tan seguro estaba que Carolina consideraría una impudencia salir de la habitación envuelta en una sábana. Imaginar que alguien pudiera verla de esta manera lo enfurecía irracionalmente.

Con decepción se percató que sí faltaba algo. La camiseta que había usado ayer debajo de su camisa y la bolsa de Carolina habían desaparecido. Gritó «Carolina» como una fiera salvaje. Con su mano apretaba la botella con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Sin pensarlo la arrojó contra la pared. Se estrelló por completo. Había pequeños vidrios azules esparcidos en el piso y agua escurriendo por la pared.

Leo se sentó en la cama. Su cabeza colgaba entre sus hombros y con brusquedad clavó sus dedos entre su pelo. La inminente realidad le cayó encima. Carolina se había ido. «¿Por qué?» Arrojó su espalda a la cama deshecha con los brazos extendidos en cruz.

La comprensión de que una mujer lo hubiera usado era insólito de creer para Leo. Nunca antes había pasado, al menos no sin su permiso. Lo detestaba con todas sus fuerzas. Todas las señales estaban ahí y se negó a reconocerlas. Sin embargo había incoherencias que lo confundían con irreverencia. Tenía que haber una explicación y estaba dispuesto a lo que fuera para encontrarla. Pero más que respuestas, lo que deseaba era encontrar a Carolina. Ella estaba equivocada si creía que la dejaría ir tan fácil aunque aquello significara desequilibrar su vida y transgredir todas y cada una de sus reglas.

Sin dejar pasar un minuto más, sacó su ropa deportiva y se vistió rápidamente, recogió sus pertenencias, arrancó su camisa y su corbata de la silla y las zambulló junto con el traje que había colgado en el closet dentro de su maleta antes de salir y azotar la puerta. No podía evitarlo, Leo ardía de coraje y decepción. Esa mujer sabía qué botones oprimirle para hacerlo enfurecer.

¿A dónde iría a buscarla? Desconocía el número de su habitación. También su apellido. A estas alturas ignoraba si realmente se llamaba Carolina o si se hospedaba en este hotel.

Estando en la recepción lo atendió un mujer. Una sensación extraña lo invadió al mirarla a los ojos. Como si se hubiera visto reflejado en un espejo. Admitía que la mujer era bella, pero fue solo eso. Admiración. ¿Acaso de ahora en adelante no sentiría atracción alguna por otra mujer? ¿Carolina lo había arruinado para siempre? «¿De que demonios estoy hablando?» Leo reconoció que el estar irritado entorpecía el funcionamiento correcto de su cerebro.

Su mal humor empeoró cuando la mujer le informó que, por políticas del hotel, no le estaba permitido dar información acerca de sus huéspedes. Leo no supo qué habrá visto ella en su reacción que logró conmoverla. ¿Tanta lástima daba que era capaz de generar compasión en los demás? En cualquier otra situación le hubiera parecido patético y deplorable, y por ningún motivo la hubiera aceptado. Pero ésta no era cualquier otra situación. La mujer accedió a decirle si Carolina (se abstuvo de proporcionarle su apellido) había registrado su salida. Sí, ella seguía en el hotel. No, no podía llamarla, Carolina había activado la opción de «No molestar». Sí, podía dejar un mensaje de voz. ¿Para decir qué? No, prefirió esperar sentado a que Carolina saliera. En algún momento tendrá que hacerlo.

Leo se volvía impaciente cuando trataba de lidiar con la incertidumbre. Evitaba a toda costa estar a la merced de la ignorancia. Solo tenía que levantarse e irse. Tan simple cómo contar hasta tres. «Uno, dos, tres», él seguía sentado como un mendigo a la expectativa de dejar de ser invisible, rogando silenciosamente la siguiente persona le arrojase unas monedas. Leo nunca se había comportado de esta manera ni había hecho algo similar por otra mujer. Las mujeres eran quienes se arrojaban a él.

La gente llegaba, otras partían y los minutos no avanzaban. Carolina seguía sin aparecer. El único aliciente que Leo tenía era que ella sí se llamaba Carolina. Aparentemente, era la única mujer con ese nombre hospedada en el hotel. Se le escapó sin querer a la recepcionista.

Su frustración y desesperación se revolvían formándole a Leo un nudo tenso dentro de su estómago. La espera se volvía insoportable, obligándolo a levantarse. Caminaba en círculos como fiera enjaulada y la exasperación lo dominaba que terminó hartándose. «Suficiente. ¿Qué carajos estoy haciendo? Ella no va a aparecer». Decididamente se dirigió a la salida.

Era tan precisa su determinación que se le dificultó enfocarse en lo que sucedía delante delante él. Como una visón incrédula, tratando de mofarse de Leo, Carolina apareció de repente al fondo del vestíbulo. Una sensación de Déjà vu lo sobrecogió cuando ambos fijaron su vista uno en el otro. Quizás ese recuerdo estaba tan fresco que inconscientemente lo invocó de la misma manera en la que se sintió atraído, caminando hacia ella como un ser sin voluntad.

Vestida con unos jeans ajustados y su cabello amarrado en una coleta alta, resaltando sus mechas azules, Carolina le obsequió una sonrisa retraída, casi antinatural, como si tratara de reprimir una amplia y contagiosa. Esa sonrisa genuina que lo engatusaba y le era imposible no devolver. En ese momento estaba decidido a creer que todo era un malentendido, que el que ella hubiera salido de su habitación repentinamente tenía un motivo.

Un paso antes de poder invadir su espacio personal, un hombre aventajó a Leo incautándola, enredando su brazo por sus hombros. A Carolina se le drenó el color de la cara y a él le hirvió la sangre.

Solo veía rojo. Apretó sus puños con fuerza para detener su furia e impedir que cometiera una locura.

Ella separó sus labios, queriendo decir algo, pero Leo la interrumpió. Todo cobró sentido y no quería escucharla justificarse y mucho menos, admitir lo que estaba más claro que el agua.

—No te molestes en darme una explicación —Leo miró de pies a cabeza al hombre junto a ella antes de continuar—, y entiendo a la perfección lo saturada que estás de trabajo —sentenció Leo con indudable veneno en su tono y sin dejar de clavarle los ojos a Carolina.

La mirada de Carolina, que hacía un momento era vivaz y centelleante, se apagó dejando solo ahí dentro decepción. Fue tan rápido cuando ella se giró en sus talones para alejarse y su reacción estúpidamente retardada. «¡Mierda!» Se odió por ser el autor intelectual de esos ojos vidriosos y desolados. ¿Por qué tuvo que abrir la boca? Nada bueno salía de ahí cuando estaba furioso. Definitivamente éste no fue uno de los mejores momentos de Leo. Inconscientemente quería hacerla enfadar, pero fue demasiado lejos, tenía que ir tras ella.

Leo dio un paso hacia adelante y desprevenidamente un puño cerrado lo atacó dejándolo tumbado en el suelo y con un punzante dolor en la mandíbula. «¿Qué demonios?»

Leo y su ego magullado se levantaron de inmediato.

Advirtiendo su inminente reacción, se necesitó la fuerza de dos botones para impedir que Leo se abalanzara sobre su agresor.

—¿Qué te pasa imbécil? —le gritó Leo a Manuel sin importarle la revuelta que estaban causando por la incontenible discusión.

La gente comenzaba a acumularse a su alrededor y Leo no podía evitar buscar a Carolina entre la multitud. Era lo único que le importaba. Verla una vez más. Pedirle una disculpa.

Dos hombres de seguridad se unieron y rodearon a Manuel para detenerlo también. Nadie decía nada. Todos parecían estar a la espera de sus reacciones como si se encontraran en una pelea ilegal de perros. Unos abucheando y otros apostando al animal más agresivo y bravucón que los convertiría en ganadores.

—Me pasa que no me gustó lo que insinuaste de Carolina —declaró Manuel.

—O más bien no te gustó enterarte de no fuiste el único. —Una pasajera confusión cruzó el rostro de aquel hombre. Desapareció tan rápido que seguro Leo lo imaginó.

—Mira quién lo dice: el hombre que se cree con derecho de jugar con las mujeres. A ver dime, ¿te hace sentir más hombre tener a más de una? ¿No te basta una, las quieres tener a todas al mismo tiempo? Me das lástima —arrojó Manuel en un tono más helado que el Ártico. «¿De qué estaba hablando este pendejo?» Sin dejarlo refutar, Manuel continuó—: Te advierto, como te vuelvas a acercar a Carolina esta vez no voy a contenerme y voy a dejarte irreconocible. —De un fuerte tirón Manuel se zafó de aquellos gorilas y dio por terminada la discusión al salir furiosamente por la puerta giratoria.

¿Qué acababa de pasar? ¿En qué universo alterno se encontraba? Por supuesto que la golpiza la tenía bien merecida, pero había algo más y nadie se había molestado en comunicárselo.

Una vez contenida la situación los hombres lo soltaron. Leo sin repararla, la recepcionista se acercó a él con una pequeña bolsa de plástico repleta de cubos de hielo. La multitud comenzó a extinguirse por la falta de combustible.

Por reflejo Leo se tocó la parte afectada de su rostro para examinar los daños. Al revisar su mano había un poco de sangre. Si volvía a verlo iba a matarlo.

—¿Se encuentra bien? —«No», quería gruñirle a la mujer, pero se limitó a asentar con su cabeza. ¿Qué podría decirle? Era obvio que le habían pateado el trasero y era innecesario articularlo con palabras. Tomó con desgano la bolsita que la recepcionista le ofrecía para no desairarle el gesto. Podría mostrarse impávido, pero el ánimo lo había abandonado.

Jamás en su vida había probado la derrota y la debilidad de esa forma, hirviéndole la sangre al mismo tiempo. No entendía por qué ni lo que acaba de pasar.

Leo caminaba con pasos mecánicos y sólidos por el estacionamiento. Estaba furioso con ella, con el tipejo que lo golpeó, con el botones que lo detuvo, con la recepcionista por la que no sentía atracción alguna, pero sobre todo con él mismo, y estaba consciente de que de nada serviría desahogarse briosamente con la llanta delantera de su auto. De todas maneras la pateó. La alarma se disparó instantáneamente como resultado del golpe, logrando hacerlo saltar cómicamente hacia atrás que soltó su llavero. Esto no podía estarle pasando, pensó Leo mientras sus ojos trataban de encontrarlo. No lo veía por ningún lado.

La escena la imaginaba repulsiva, él, siempre compuesto y de aspecto impecable, estaba acuclillado tentando el pavimento mientras llamaba la atención de las personas que caminaban cerca gracias al escándalo progresivo de su exasperante alarma. Decidió que lo que pensaban otros de él lo tenían sin cuidado. Todos podrían irse al demonio junto con sus ejecuciones mentales. Suficiente tenía Leo flagelando sus acciones.

Al fin lo encontró, y velozmente se introdujo en su BMW. Metió la llave en el switch girándola lo suficiente para bajar todas las ventanas. Muse comenzó a fluir de inmediato con potencia creando un ambiente tóxico en el interior. Estaba seguro de no querer volver escuchar esas canciones una vez más en su vida —y era una lástima por ser su grupo favorito—. Hacerlo solo lo haría explotar de rabia, recordarle lo que debió hacer y no hizo. Simplemente lo haría enloquecer. Arrancó su iPod sin pensarlo y por instante trató de arrojar el aparato por la ventana, pero meditándolo mejor decidió arrojarlo al asiento trasero. Desde ahí no iba provocar más daños.

«Definitivamente», pensó Leo con firmeza, «no debí haberme levantado de la cama».

Al colocarse el cinturón de seguridad, Leo notó que algo se asomaba curiosamente debajo del asiento del copiloto. Una pequeña libreta roja. No era de él, y ciertamente, nunca antes la había visto. Leo se agachó para tomarla. «Soni debió haberla olvidado», dedujo antes de meterla en la guantera.

Mientras manejaba, lo que ocupaba la mayoría de sus pensamientos era Soni. ¿Qué iba a hacer con ella? Si quería romper con ella no sabría ni qué decirle. Decirle la verdad sería muy cruel de su parte. A pesar de cómo se sentía le disgustaría lastimarla. Decir mentiras no estaba en él. Sería una locura callar y dejar las cosas como estaban. De hecho no sabía cómo estaban. No sabía nada de ella desde ayer, desde su acalorada discusión. Algo poco común. Soni tenía afición por los mensajes de texto. A lo mejor sí lo hizo y no tenía manera de saber porque se había quedado sin batería.

Al atravesar la puerta de su departamento a Leo le llegó un aroma delicioso. Comida china. No sabía que tenía hambre hasta que sintió crujir las tripas de su estómago. No había comido nada desde el bombón que anoche tuvo de postre. Su estómago se torció tres veces al recordarla de nuevo. «¡Carajo! ¿Qué me hiciste, Carolina?»

Leo dejó su maleta en el suelo, sus llaves y celular en la mesita de la entrada. Se dirigió a la cocina para saber de dónde provenía ese olor tan suculento. A lo mejor no era tan suculento porque sabía quién era la única que tenía una llave además de él, y sus aspiraciones culinarias se reducían a no quemar un pan cuando trataba de tostarlo. Con hambre todo era posible.

La cocina estaba vacía, al voltear Leo notó que la mesa de su pequeño comedor estaba puesta; una vela sin encender y una botella de vino tinto estaban en el centro. Cuando decidió ir a su recámara para buscar a Soni ella salió de ahí sorprendiéndose con su llegada, al parecer no lo había escuchado entrar.

Soni traía puesto el vestido negro que tanto le gustaba y las mejillas encendidas. Normalmente ese efecto hacía sonreír a Leo, era extraño, pero esta vez no. Mientras se acercaba a él, ella ensartaba un arete en una de sus orejas. Soni alzó su cabeza buscando la mirada de Leo y él vio algo en sus ojos que no estaba seguro que era. ¿Aflicción? ¿Miedo?

—Leo, perdóname, no era mi intención decir esas cosas, estaba enojada. Te estuve esperando. ¿Dónde pasaste la noche? También te estuve llamando —arrojó Soni con tono moderado para tratar de esconder los reproches que desearía escupirle y Leo no estaba de humor para escuchar. Sobre todo porque tendría que ser deshonesto.

El aparatoso moretón y el labio partido se hicieron notorios antes de que Soni lo abrazara. Ella deslizó con cuidado su mano por la mandíbula de Leo.

—Tu cara... ¿Qué te pasó? —expresó Soni con consternación.

Y ahora, ¿qué explicación iba a darle por el golpe?

—No es nada —masculló Leo, airando su estado de ánimo. Quitó la mano de Soni con cuidado y se dio la media vuelta.

Cuando Soni notaba la irritación de Leo lo mejor era dejar de presionar. Lo sabía por experiencia. Leo era irascible. Acostumbrada a ese temperamento decidió desviar la conversación.

—Antes de que digas algo quiero que sepas que yo no cociné, lo ordené del restaurante chino al que tanto nos gusta ir —explicó Soni mientras ambos volteaban hacia el comedor. En su voz no hubo más trazas de disculpa o reproche, al contrario, el entusiasmo se asomó por el simple hecho de haber regresado a casa. A ella. Fue como si hubiera apretado el botón de borrón y cuenta nueva. Antes lo habría agradecido, ahora lo consternaba. Era como si Soni advirtiera un conflicto y se esforzara por ignorarlo. Era verdad cuando decían que las mujeres eran más intuitivas que los hombres. El afamado y subestimado sexto sentido.

Leo no era un desalmado para desairarle el esfuerzo. Además su sonrisa tímida y el brillo en sus ojos colmaban a Leo de pesar. ¿Cómo iba a ser capaz de mentirle? Lo único que había ofrecido en la relación se acababa de ir a la fregada.

—Me voy a dar un baño rápido y cenamos. ¿Te parece?

Entre chow mein de verduras y carne con brócoli —sus favoritos— fueron pocas las palabras que se dirigieron. No hubo reclamos, ni explicaciones, ni disculpas durante la cena. Leo no dijo dónde había estado y Soni no se atrevió a preguntar. Al menos se abstuvo de mentir, sabiendo perfectamente que la omisión era la madre de las mentiras silenciosas.

Ambos se acostaron al mismo tiempo, y los dos al estar dentro de la cama, en sincronía, se voltearon dándose la espalda. Una nube de decepción flotaba entre ellos que sin tener la menor intensión de evaporarse.

Lo mataba no sentir una pizca de arrepentimiento por haberse acostado con Carolina. Haber estado con ella hizo sentir a Leo más vivo que nunca. Como si hubiese despertado de un largo sueño. Leo sintió un movimiento en su colchón. Soni suavemente lo abrazó y besó su hombro. Él cerró sus ojos y apretó sus dientes dejando salir sutilmente el poco aire que había logrado inhalar. Leo sabía de más que la intensión de ella era arreglar de cierta manera lo que había pasado entre ellos, pero también sabía que si respondía las caricias de Soni, si la besaba borraría a Carolina. «Hazlo y todo terminará», Leo repetía una y otra vez dentro de su cabeza, y cada vez su voz interna se convertía en un rugido.

Decididamente se volteó para besarla, y entre caricias poco menos que tensas terminaron haciendo el amor —ojalá Leo pudiera llamarlo amor, pero la verdad solo fue sexo. Tocar su piel suave y sentirla debajo de él era algo que siempre había disfrutado, pero esta vez fue como reconocer que sus cuerpos nunca han embonado, y que jamás lo harán. Los caminos que había recorrido infinidad de veces ahora eran desconocidos formándole dudas que nunca antes había tenido. Sin planearlo —de hecho nadie podía planear algo así— descubrió que su corazón era capaz de latir de manera diferente, Leo no tenía idea qué significaba eso y si algún día lo volvería a sentir.

Tal vez era un acto de cobardía dejar todo tal y como estaba. ¿Qué otra cosa podría hacer? No había a qué aferrarse para creer que algo pudiera cambiar. O tal vez era egoísmo. Deseaba conservar su cordura, frenarlo antes de cometer alguna locura. Por eso era importante mantener todo en su lugar, aunque le costara, aunque lo matara, aunque fuera en contra de sus principios y creencias, Leo tenía que hacerlo.

Antes de cerrar los ojos, Soni le susurró algo al oído. Lo consternaron esas contundentes palabras, «Eres lo mejor de mi vida». Una sensación de pesadumbre le recorrió el cuerpo antes de quedarse dormido.

Al día siguiente, Leo le pidió que se mudara con él.

Ella aceptó.

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