Don Luis sacó el notebook de su escondite, debajo de la cama de su habitación en la sacristía. Lo abrió, y esperó ansioso a que Windows terminase de darle la bienvenida.
Había intentado por todos los medios hacer uso de la conexión a Internet de banda ancha a través del móvil, siguiendo el método utilizado hasta ahora en parroquias anteriores, porque eso le daba la libertad de conectarse a Internet sin tener que dar explicaciones a nadie, simplemente se iba a cualquier centro comercial de la ciudad, lo compraba y listo.
Pero en aquel maldito pueblo no había cobertura, así que no tuvo más remedio que dar de alta una línea y pedir una ADSL, cosa que no le hacía tanta gracia, porque perdía el anonimato, y tendría que dar explicaciones si llegaba alguna visita eclesiástica.
A pesar de todo corrió el riesgo. Estaba enganchado, y no podía permitirse perder el contacto con sus amigos anónimos, esas otras personas con sus mismos gustos que vivían, y eso era lo bueno, a muchos kilómetros de él, incluso fuera de España. Personas con las que nadie podría relacionarlo.
Introdujo su clave de acceso en la pantalla. Un clásico, su fecha de nacimiento, seguida, para que no fuese demasiado fácil de adivinar, de la fecha de su ordenación como sacerdote. Su fecha de nacimiento a Cristo, como él solía decir.
Pero en aquel momento, en lo que menos pensaba era en su Señor. Y la parte de su cuerpo que regía sus actos y sus pensamientos no era precisamente su cerebro. Entró en el grupo de usuarios privado al que había accedido después de años de intensa búsqueda y de muchos contactos con otros usuarios más avanzados que él.
Acababan de aparecer las primeras fotos de niños desnudos en la pantalla cuando sonaron los golpes en la puerta.
Don Luis, menos párroco que nunca, cerró el portátil con las manos temblorosas y el corazón latiendo con tanta fuerza que lo imaginaba con la forma perfectamente recortada contra la negrura de su sotana, saltando hacia delante y hacia atrás, como en los dibujos animados.
Lo guardó en su escondite a toda prisa y se dirigió hacia la puerta, dando gracias a Dios (mira por dónde) porque la erección había desaparecido por el susto con tanta celeridad como había venido.
—¡Voooy! —gritó mientras avanzaba hacia la puerta de la iglesia y descorría el pestillo. Se asustó al descubrir que tenía la voz temblorosa y un desagradable sabor metálico en la boca. Siempre era muy cuidadoso con su pequeño vicio, como él lo llamaba, pero... ¿quién podría imaginar que a esas horas de la noche lo iba a necesitar alguno de sus feligreses?
Cuando abrió la puerta, se encontró con Marcos. Llevaba la escopeta escondida tras su espalda, y se mantenía a unos pasos de la puerta de entrada. Como el párroco no había encendido la luz, su figura se recortaba en las sombras contra la lánguida luz de las farolas.
—Hola, padre —dijo.
—¿Marcos? ¿Eres tú? —preguntó Don Luis. Habían hecho muy buenas migas desde que llegó al pueblo. En este caso, les quedaba bastante bien el dicho de Dios los cría y ellos se juntan. Al párroco le daba la impresión de que aquél hombre ocultaba un saco lleno de perversiones, y que quizá incluso compartían alguna que otra. Aunque nunca iba a ser tan tonto como para pasar de la seguridad de la pantalla del ordenador a la cara descubierta en el mundo real. Si llevaba tantos años con su pequeño vicio y no había sido descubierto era precisamente porque se consideraba bastante más inteligente que otros pederastas que no podían poner límites a sus deseos. Pero él, después de todo, era un hombre de Dios. Y no le hacía daño a nadie si se recreaba en cuerpos desnudos que, al fin y al cabo, habían sido creados por Él.
—Sí, soy yo —respondió El Elegido—. Tengo una proposición que hacerle, padre —dijo, sin moverse del sitio.
—¿No puedes esperar a mañana, hijo?
—No creo que mañana sea como usted espera, padre. Hoy es el día de tomar las decisiones. Mañana será tarde, y me gustaría contar con usted entre los nuestros. Es una apuesta personal.
—No... no te entiendo, Marcos —la voz del párroco se tiñó de una cierta intranquilidad. Una alarma en su interior que le decía que la situación no iba como debiera. Algo no estaba bien en Marcos. Le daba escalofríos.
A pesar de ello, lo invitó a pasar.
—Mejor que hablemos dentro. Sígueme, por favor.
—No. No puedo entrar ahí. Y usted tampoco debería hacerlo. No hay que ser muy listo para saber que está más cerca de nosotros que de Él.
La voz de Don Luis se rompió definitivamente, y empezó a tartamudear sin poder evitarlo. Subía y bajaba de tono, como si tuviera entidad propia en vez de surgir de su garganta.
—No... no sé de qué me... me hablas —dijo con tanto esfuerzo que se sorprendió.
—Vamos Padre... la elección es fácil... sigue con Él y se acostumbra a su silencio administrativo, sus oraciones sin repuesta y su fe ciega, sigue con sus fotografías de niños y niñas haciendo cosas que ni un adulto debía hacer, o se pasa a nuestro bando y disfruta en carne y hueso (sobre todo en carne) de todo lo que hasta ahora sólo ha visto en la pantalla de su portátil.
—Yo... yo... —tartamudeó el párroco. Su estado estaba en parte provocado porque aquel hombre había descubierto su secreto. Y eso era imposible. Había sido tan extremadamente cuidadoso que nadie podía saberlo. Pero también era provocado, en mayor medida, por algo que no veía, pero que presentía en su interior. Por aquellas eses líquidas con las que Marcos hablaba. Por aquel sonido extraño que subyacía bajo la voz de aquel hombre. Y entonces su feligrés dio un paso adelante y le vio el rostro.
—¿Y bien, padre... qué decide? ¿Se viene o se queda?
Su lengua húmeda se paseó por los dientes triangulares.
El párroco gritó con todas sus fuerzas. Hasta aquel día, nunca había pensado que fuera capaz de hacer sus necesidades de pie. Pero las hizo. Las dos a la vez. Por delante y por detrás. Le temblaron las piernas y cayó de rodillas. Su grito, que había comenzado a un nivel bastante respetable, pasó a ser un penoso quejido apenas audible. Marcos dejó de esconder la escopeta, lo que asustó aún más a Don Luis, si es que eso era posible. Le pasó el brazo por la cintura y, sin esfuerzo aparente, lo levantó en volandas y se lo llevó cogido con el brazo en jarras, como si cargase una liviana alfombra.
—Bueno, padre. Se nos acaba el tiempo... ¿qué me dice, se queda o se va?
El cura tanteó nerviosamente en su pecho y sacó el crucifijo que colgaba del rosario en su cuello. Lo agitó delante de la cara del ser que antes había sido Marcos.
—¡Vade Retro, Satanás! –gritó.
Marcos emitió un desagradable sonido y entornó los ojos, como si lo hubiera cegado una luz intensa. Apartó la cara del crucifijo, pero no soltó al párroco.
—¡Mierda! —gritó, y metió el cañón de la escopeta entre el crucifijo y el rosario. Dio un tirón seco que arrancó el crucifijo de las manos de Don Luis. La cruz dio unas cuantas vueltas en el aire, como una mala imitación de las hélices de un helicóptero, y acabó estrellándose contra el suelo. Marcos apuntó y de un disparo, hizo que el crucifijo se convirtiese en un amasijo metálico que no era ni siquiera un recuerdo de su forma original.
—Usted sí que "va de retro", Padre... si se piensa que dos varillas que se entrecruzan van a poder conmigo —soltó Marcos, haciendo un pésimo juego de palabras. Dejó caer al párroco, que dio un sonoro barrigazo contra el suelo.
—Última oportunidad, padre —advirtió Marcos, y colocó el cañón de la escopeta en la frente del cura—. ¿Se queda, o se va?—insistió.
El sacerdote se puso de rodillas, e intentó rezar. Pero descubrió que no recordaba ninguna oración.
—¿Qué... qué me ofreces? —preguntó, sin atreverse a mirar a esos ojos de pupilas diminutas.
Marcos sonrió, y susurró algo al oído de Don Luis. Sólo habló un segundo, si es que a aquel sonido sibilante y desagradable se le podía llamar hablar. Alrededor del párroco comenzaron a caer dientes. Sus propios dientes, que estaban siendo sustituidos por otros mucho más útiles y amenazadores en forma de sierra. Con un desagradable crujido, su mandíbula se desencajó. Sus pupilas se contrajeron hasta la mínima expresión.
Y Don Luis dejó de ser Don Luis.