Manns

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El silencio reinaba en los pasillos del gigantesco y moderno edificio de veintiún pisos, lleno de oficinas vacías y papeleos incompletos. Pasada la jornada de trabajo, los cientos de trabajadores de la empresa, MANN CO, habían abandonado sus puestos y apagado las luces de sus estaciones, dispuestos a descansar del demandante trabajo que acarreaba hacer parte de una de las empresas más grandes y exitosas del país. Después de doce horas de incesante trabajo todos necesitaban un descanso, todos menos ella.

La fuerte luz de la oficina más grande del piso diecinueve lograba alumbrar parte del pasillo, la puerta entre abierta daba paso a una habitación espaciosa decorada en colores neutros con una sala de muebles individuales, una biblioteca, una vitrina con diferentes tipos de licores y un ventanal inmenso donde podías observar gran parte de la ciudad. De frente, una joven de unos veinticinco años admiraba absorta el paisaje, sentada en la silla que hacia conjunto con un escritorio de mármol negro organizado meticulosamente; Sus largos y finos dedos sostenían con elegancia un cigarrillo, lo llevó de nuevo a su boca y le dió una larga calada; sosteniéndolo con sus labios dirigió su mirada al computador aún encendido, los mensajes aparecían uno tras otro en la pantalla, hace unas horas que habían firmado uno de los contratos más importantes de los últimos años en la industria hotelera, noticia que no tardó en regarse, provocando la oleada de mensajes felicitándola por la gran hazaña. Sin embargo, ella decidió ignorarlos por ahora, apartó sus ojos verdes de la pantalla y dejó escapar el humo de sus pulmones sonriendo de medio lado, no había tiempo para descansar porque hoy tenía que celebrar.

Dejó el cigarrillo en el cenicero y caminó sin prisa al baño, agachó la cara en el lavamanos mojandola un poco y secándose de inmediato. Sonrió altiva al verse al espejo, era hermosa, no había duda de eso, su cabello rubio y lacio enmarcaban un rostro perfecto, labios rosados y carnosos, una nariz respingada y piel blanca, pero su verdadero atractivo eran sus ojos, era imposible descifrar cuantos tonos guardaban sin perderse antes en su mirada profunda, un pequeño girasol adornaba su pupila y sus largas pestañas completaban una obra maestra digna de un museo. Era una mujer un poco más alta que el promedio, con un cuerpo trabajado y firme producto de largas horas de entrenamiento y su afición a los deportes. No había nada que no le gustara de si misma, de hecho, no había nada que no le gustara de su vida. Con este último pensamiento salió del baño, acomodándose la chaqueta dispuesta a irse. Ya en la puerta, se detuvo un segundo a contemplar su lugar; Ella, Kory Mann, lo tenía todo, era la dueña del puto mundo.

Kory era una de los ocho nietos de Michael Mann, un hombre que se había encargado con mucho esfuerzo de grabar su nombre en la lista de las personas más ricas del mundo. Michael abrió su primer hotel en Miami en 1981, desde entonces la cadena no había hecho más que crecer, y con ella su cuenta bancaria. Sus hijos se dedicaron a seguir los pasos de su padre y expandir la franquicia, a excepción del tercer y último hermano. Jhon, su hijo mayor, había decidido quedarse en Estados Unidos junto a su padre; su segundo hijo Xavier, no lo pensó ni un segundo cuando le propusieron manejar los primeros hoteles en Francia; y por último Kurt, el menor de los hermanos, decidió enlistarse en el ejército, donde conoció a Annie Rossi, una médico joven con la que tuvo una hija en 1996, ambos murieron prestando el servicio a principios del 2004, dejándole de recuerdo una niña rubia y malgeniada de siete años y un poco más. La pequeña Kory fue criada en Madrid por su abuela materna, Ana Rubio, hasta los doce años, cuando esta murió de un infarto, y fue entregada a su abuelo Michael en New York.

Su adolescencia no había sido más tranquila que su infancia, a pesar de asistir a uno de los mejores y más exigentes colegios privados del estado, Kory no tuvo ningún problema con sus calificaciones, de hecho era mucho más lista que los chicos de su edad, por lo cual se aburría en clases y dedicaba su tiempo a planear como hacerle la vida imposible a maestros y alumnos por igual. Sin embargo, su abuelo veía en ella cierta determinación y carácter, luego de discutirlo, logró convencerla de estudiar Negocios en Harvard, y aunque lo que realmente quería era dedicarse al fútbol, después de un par de años abandonó su sueño y se metió de lleno en el negocio familiar.

Esa era la historia de la mujer que se encontraba ahora mismo entrando a un club atiborrado de personas fuera de control. Kory se bajó de su auto, un BMW Z4 negro del último año, lanzó las llaves al valet parking picándole un ojo. Entró sin hacer fila, como de costumbre, saludando al guardia de la entrada y siguiendo su camino por el ya conocido lugar.
Se deslizó entre la gente, con cuidado de no ensuciar su camisa blanca y que no pisaran sus zapatos, hasta las escaleras que daban al segundo piso, las subió despacio.

— Miren nada más quien llegó por fin — la voz de su mejor amiga le sacó una sonrisa instantánea, Kim Geller, su mano derecha desde los 13 años se levantó a recibirla colocando su brazo sobre sus hombros. Kim era un poco más alta que ella, de piel trigueña y cabello castaño oscuro; era una mujer que infundía respeto, se veía ruda y fuerte a pesar de ser igual de delgada que Kory, y tenía una cara hermosa de rasgos bien marcados, la mujer extrovertida y elocuente era el complemento perfecto para su rubia amiga.

— Ahora que la Jefa llegó, es hora de celebrar — gritó Kim para las personas en el lugar que no tardaron en levantar sus vasos y tomarlo lo más rápido que pudieron. Pasaron unas cuantas horas entre risas, baile y fiesta, antes de que Kim y Kory tuvieran un momento a solas en la terraza, ambas encendieron un cigarro.

— ¿Por qué me miras así? — preguntó Kory al ver a su amiga mirarla fijamente con una sonrisa en los labios.

— Estoy orgullosa de ti — respondió Kim con simpleza alzándose de hombros y lanzándose a los brazos de Kory.

— Pensé que ya lo estabas, cabrona — le susurró mientras le acariciaba el cabello, Kim era la única persona con la que se permitía ser cariñosa de vez en cuando. Le dio un pequeño soplo al oído, sabiendo la reacción que obtendría.

— ¡¡Eres una idiota!! — exclamó Kim, mientras sobaba sus brazos erizados y la miraba con reproche.

— Eh, respeta un poco a tu Jefa, no querrás que... — en su cara pintaba una sonrisa triunfante antes de ser interrumpida.

— Sí sí sí, ahora cállate y sígueme que tengo un regalo para ti —  ¿un regalo? Ja, eso se escuchaba muy bien.

Siguió a su amiga hasta los ascensores donde esta marcó el piso ocho, ninguna dijo nada mientras llegaban a la habitación 804. Kim abrió la puerta y guardó la llave en el bolsillo de la chaqueta de Kory. Le sonrió picarona.

— Entra, anda — se acercó a su oído — la busqué exclusivamente para ti, te aseguro que te va a gustar — Kory la miró de reojo y sonrió altiva — vendré por ti en unas horas, diviértete — fue lo último que escuchó decir a Kim antes de entrar a la habitación. En la sala de estar se detuvo unos minutos a servirse un trago de whisky y dejó la chaqueta en la mesa, hizo tronar su cuello y sin más entró al cuarto.

No le costó mucho acostumbrarse a la tenue luz roja, mucho menos reconocer la voluptuosa silueta de una mujer de cabellos oscuros que al oírla entrar se bajó de la cama y gateó hasta estar de rodillas frente a ella.

la estaba esperando, Ama — ronroneó la mujer. Una sonrisa afilada se pintó en su cara; Sí, definitivamente iba a divertirse esa noche. No había nada que no pudiera tener, Kory era la puta dueña del mundo.

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