Capítulo XIX

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Los jóvenes sacerdotes  sentían escalofríos, pero ninguno se lo comunicó al otro. Trataban con todas sus fuerzas actuar con total tranquilidad pero algo en el ambiente se lo impedía. 

Cuando llegó el momento de recitar el "Padre Nuestro" Ambos cerraron sus ojos y juntaron sus manos. En ese momento, en esa hermosa y sagrada conversación con Dios, junto a ellos, se podían oir otras voces también recitando la oración. 

Pero no sólo una o dos voces más, si no era toda una multitud, como si toda la iglesia estuviera repleta de personas, orando al unísono. 

Ninguno de los sacerdotes se atrevió a abrir sus ojos en toda la oración. 

Comenzaron a temblar, sobre todo el padre Berger, que del horror que sentía, se inclinó encojiendo sus hombros, cerrando sobremanera sus ojos, resistiendo con todas sus fuerzas el no huir despavorido. 

Una vez que finalizaron de orar, (parecía que habían pasado mil años), abrieron poco a poco sus ojos. 
El joven alemán observó a Juan, éste a su vez miraba fijamente hacia el fondo de la iglesia, más precisamente, hacia el último banco. 

-padre Berger… -. Susurró su voz temblorosa. 

-¿qué? 

-mire… allá, en el último banco. 

Lentamente el joven rubio, giró su cabeza y pudo ver una persona, o al menos, eso parecía. 

Sentada, inmóvil, e imperturbable, la figura negra cuyo rostro era imposible de ver, se hallaba sentada en el último banco donde las luces del altar no llegaban. Aquel rincón se encontraba en penumbras. 

-¡hola! -. Profirió Juan, pero no hubo respuesta. 

Siguieron entonces con la misa y en presencia de aquella imagen. 

En el momento de la consagración, los asientos rechinaban como si muchas personas se hubieran puesto de pie. El eco se escuchó por toda la iglesia. Ante esto, los jóvenes sacerdotes continuaron, con mucho temor, pero siguieron hasta dar fin a la Santa misa. 

El silencio se hizo sepulcral. 

-¿padre Berger, usted cree que sea prudente que nos acerquemos? 

Berger lo tomó del brazo. 

-¡por favor padre Juan, no… ! -. Susurró con temor

-al menos le daré la bendición -. Dijo en tono muy bajo. 

Ambos padres dieron con cierta cautela, unos pasos acercándose hacia aquella figura. No se atrevieron a llegar a ella. Juan elevó su mano derecha para dar la bendición. 

-¡yo… te bendigo, en el nombre del padre, del hijo y del espíritu Santo, que la paz del señor este contigo… ! 

-y con tu espíritu… -. Profirió con una voz muy grave aquella sombra. 

La voz era simplemente escalofriante, tanto que ambos voltearon y casi corriendo, entraron a la sacristía, cerrando rápidamente la puerta. 

Respiraron de forma agitada. 

-¡¿qué rayos fué eso!? -. Dijo con horror el padre Berger. 

-no lo sé… ¿otra alma quizás? 

Ambos se santiguaron. 

-Dios mío, dame fuerzas -. Dijo Juan angustiado. 

Luego de 25 minutos debatiendo en si debían salir o no, por fín se decidieron. 

Tras haberse santiguado ya como más de veinte veces, abrieron lentamente la puerta. Ésta crujía de modo muy molesto, como si fuera un capricho del destino; como si todo estuviese calculado para dar el máximo horror posible. 

Los dos se tomaron del brazo, sus sotanas se frotaban sobremanera y caminaban casi al mismo tiempo. 
Berger susurraba, pidiendo fuerzas a Dios en su lengua natal. 

NADA. 

La negruzca figura ya no se encontraba ahí. 

Ambos suspiraron de alivio absoluto. 

-tenemos que averiguar que está pasando, esto no puede ser -. Dijo Juan decidido. 

-¿pero cómo? ¿A quién le podremos preguntar? -. Profirió Berger

-no lo sé, podríamos empezar por las personas de la florería, ¡sí! Ellos deben saber que pasó con el antiguo sacerdote. Necesito encontrarlo y hablar con él. 

-¡buena idea! Luego de la misa de las siete de la mañana, podremos ir. 

-¡perfecto! 

Ambos rezaron un Santo Rosario. 

Luego descansaron , ya que tocaba misa a las 7 de la mañana. 

El joven alemán no se atrevió a volver a su habitación, por temor a que apareciera aquel niño enojado. Pero sabía que no iba a poder evitarlo, algún día se lo cruzaría denuevo, y ahí si, debía armarse de valor y hablarle. 

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Pasaron las horas, la misa de las 7 de la mañana, había finalizado. La única persona que había asistido, luego de confesarse con el padre Berger, se marchó de allí. 

Ya era hora de hacer algunas averiguaciones. 

El joven alemán, que era el que hablaba con perfección italiano, fue a la florería y Juan se quedaría en la iglesia a custodiarla.

Berger partió y Juan se dispuso a limpiar un poco el lugar. 

Pronto se daría cuenta que no estaba tan solo como él creía. 

El tercer lugar [Terror]Where stories live. Discover now