Capítulo 20

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Rubí

Las velas se habían apagado hacia ya rato. Se desparramaba por el tocador hasta llegar al suelo, dejando tras de si un reguero de cera blanca y dura. Era el tercer día que pasaba encerrada en mi dormitorio, sin salir de esas cuatro paredes, y no tenía intención de hacerlo en un tiempo muy largo. El tiempo se escurría entre mis dedos y a la vez cada segundo parecía una eternidad.

Estaba aterrorizada. Mi cuerpo no dejaba de temblar y de vez en cuando tenía que acercarme al orinal de cerámica para vomitar. El liquido que salía de mi garganta era negro como el petróleo y olía muy fuerte. No conseguía adivinar que era lo que pasaba en mi interior como para que mi cuerpo reaccionara de esa forma.

Las botellas de medicina ya no me hacían ningún efecto, aunque probé a tomarme todas las que me quedaban a la vez. El atronador pitido que sonaba en mi cabeza no cesaba. Nunca lo hacía. Pero la voz era la que se abría paso entre todo ese sonido. La oía con tal claridad como lo hacía con mis propios pensamientos, a veces incluso los confundía con ella.

Por la noche llamaba a gritos a Ian a Emma y a Erick. Las pesadillas me mantenían despierta. Solo había dolor.

Miré mi reflejo en el espejo. Lo había roto ayer por la tarde en un ataque de nervios, así que ya solo podía verme en esos trozos insignificantes que quedaban. No soportaba ver mi rostro. Tenía el rostro blanquecino, con bolsas negras bajo los ojos y las líneas azabache deslizándose por mi cuello. Parecía estar muerta y lo deseaba con toda mi alma.

No había dejado que nadie entrara a verme. De alguna forma conseguí que me pasaran la comida por debajo de puerta que le daba enseguida a la Akeru. Ella era a la única la que le había dejado quedarse y la única que podía salir y entrar cuando le diera la gana. Pero no lo hacía, no había abandonado mi lado ni por un instante desde que clavé esa daga en el corazón del rey. Se sentaba junto a mí y me pegaba cabezazos cariñosos cuando uno de mis episodios de dolor aparecía.

Otra oleada de dolor me sobrevino sin previo aviso. Lloré en silencio mientras mordía la almohada. Quería arrancarme la piel a tiras y lo habría hecho si supiera que así disminuiría el dolor. Erick me llamó a través de la puerta desesperado por entrar, porque le dejara ayudarme. Él no podía hacer nada y no iba a arriesgarme a hacerle daño. La voz no dejaba de susurrarme actos innombrables. Desde ese momento me sentía letal, como si el roce de mi mano pudiera conllevar a la más dolorosa de las muertes. Por eso no podía dejar que se acercaran.

Noté la respiración de alguien en la puerta. Todos mis sentidos se habían magnificado. Su olor no me era tan familiar, así que no lo reconocí. Reny apareció en mi habitación como una sombra, con una túnica cubriéndole de pies a cabeza.

—He venido a ver como vas.

Arqueé una ceja. Su semblante era sereno, pero a mi me parecía más bien un chiste.

Yo tampoco tengo mucho tiempo, me marcharé de aquí en cuanto el orden esté restablecido.

—¿Por qué? ¿A dónde vas?

—Sal de este confinamiento en el que tu misma te has encerrado y lo sabrás.

Eso era un golpe bajo, yo hacía aquello por los demás, no por gusto. Pero estaba claro que una mujer de su estatus no tenía porque guardar las formas ni los modales delante de una joven sin ningún lugar en el mundo.

—Quítate la ropa.

Lo hice sin pensar, ya no sentía ningún tipo de vergüenza. Ella movía a cabeza de un lado a otro, siguiendo un ritmo que solo ella podía escuchar. Saqué las prendas de una en una. Volví a encender unas nuevas velas y me senté en el filo de la cama. Sus guantes de cuero me rozaban por todas las partes en las que tenía las líneas negras. Los brazos, la espalda, el cuello, el vientre...Toda esa oscuridad me estaba consumiendo.

Hielo o fuego [Saga Centenarios I.] ✅On viuen les histories. Descobreix ara