Capítulo 12

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Rubí

Estaba teniendo un sueño maravilloso, aunque no era para nada algo especial. Me encontraba en mi cama, recostada sobre los cojines. Entre mis manos había un libro, que leía con inmensa concentración, esperando hasta la hora de la cena. Olía a palomitas y se respiraba un ambiente de paz. A veces buscamos lo extraordinario, sin saber que lo único que necesitamos está justo delante de nuestras narices.

Poco a poco la imagen se fue difuminando y mi consciencia volvía a la realidad involuntariamente. Me negué a abrir los ojos. No quería que me arrebataran ese último atisbo de tranquilidad que quedaba en mi mente y mi corazón. Era verdad que la felicidad se encontraba en las pequeñas cosas y que no sabemos valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos. Seguramente pienses que es una tontería, yo también lo hacía. Es irónico que el mundo en el que solía vivir me parezca ahora más mágico que en el que me encontraba.

Cuando me digné a entreabrirlos, mi estómago se revolvió al comprobar que no me encontraba en mi cuarto, ni en mi cama. El colchón sobre el que descansaba estaba tirado en el suelo, bajo una ventana con un arco puntiagudo y una cristalera algo sucia. Los recuerdos del día anterior me vinieron en masa. La declaración de aquellas mujeres, la petición de unirme a su lucha por parte de Erick y mis amigos, y por supuesto, el numerito del ataque con el añadido del dolor más estrepitoso que jamás había sentido.

Reconocí entonces que aún seguía en lo que Erick había llamado refugio. La habitación se encontraba ahora completamente vacía. Me incorporé, dejando a un lado la manta con la que estaba tapada. Todo mi cuerpo estaba húmedo a causa del sudor, y podía sentir las palpitaciones de mi cabeza por la falta de agua.

Indagué por la sala, presa de una inmensa curiosidad. Había decenas de papeles roídos y antiguos, llenos de tinta, encima de la mesa. Las dos estanterías que se alzaban a mi derecha contenían libros apilados unos encima de otros. Prácticamente estaban colocados en el filo pues no cabía ni uno más. Me recordaba a una de esas salas de lectura arcaicas que aún conservaban algunas bibliotecas.

La mayoría de libros tenían un grabado en su lomo. Era un nombre: Katerina. A mi solo me sonaba ese nombre por la famosa serie de vampiros, pero creí estar en lo cierto cuando me imaginé que la dueña de aquellos libros era la madre de Erick. Y la verdad es que entendía porque la mujer había querido hacer de ese sitio su pequeño refugio. La habitación era pequeña, pero como tenía forma circular parecía más amplia. A pesar de tener una ventana, la mayor fuente de luz provenía de un rosetón en el techo con cristales de colores que daba directamente a la mesa. En añadido, por si eso todavía no lo hacía parecer suficiente de cuento de hadas, todo era de madera oscura y curtida, con un olor característico y unas alucinantes vistas. Era el único sitio que no me hacía sentir atrapada dentro del castillo.

Lo cierto es que ahora todo estaba mal cuidado y desordenado, pero podía entrever la gran belleza que se escondía bajo todo ese paleo inmenso. Los manuscritos eran de todo tipo, desde mapas hasta estrategias de batalla pasando por listas de plantas curativas y comestibles.

El sonido de la puerta hizo que me volviera con rapidez, como un niño cuando le pillan haciendo alguna trastada. Erick apareció, traspasando el marco de la puerta. Llevaba una bandeja de color rojo en las manos y entre sus piernas se balanceaba la Akeru haciendo que tropezara constantemente.

—¿Te encuentras mejor?

Nuestra relación se había convertido en un hilo tensado por dos personas que no dejaban de tirar de él. Solo esperaba que fuera lo suficientemente flexible.

—Si. No estoy enferma, solo fue algo momentáneo—mi voz sonaba rasposa por la falta de líquido.

—Ya. Por suerte te he traído algo de comer, seguro que eso consigue ponerte de mejor humor.

Hielo o fuego [Saga Centenarios I.] ✅Where stories live. Discover now