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Long Island es una prolongación del puerto de New York de doscientos kilómetros que penetra en el frío Atlántico. Las casas de los ricos se disponían a lo largo de la costa rocosa, muchas a orillas de la playa, divididas en grandes parcelas de terreno con arboles caducifolios que aquel verano destacaban con un verde brillante. La casa de los Fitzgerald era una de las que daban a la playa, por lo que Stark y Anaïs se habían presentado antes de tiempo para poder tumbarse en el suelo echo de diminutos guijarros. Stark, sin poder dejar de dar vueltas a la chica muerta, se encontraba tumbado con los pantalones doblados a su lado, con las piernas desnudas extendidas y la camisa entreabierta. Anaïs Haldford se acercó sin que lo notara y se tumbó a su lado.

-¿Qué te pasa?- le preguntó, el no apartó la vista del cielo, despejado, ya de color rosado por el crepúsculo.

- Que estoy pensado- quitó una de las manos de la nuca para apartarle el pelo mojado de la espalda.

-¿Y en que piensas?- se levantó durante un segundo para dejarse caer encima suya.

-En nada- la miró sonriendo encima de su pecho sin demasiado interés- En que debemos de irnos ya- Giró la vista hacia la casa, donde desde hacia una hora sonaba swing en el tocadiscos de los Fitgerald. Desde la parte trasera de la casa, Zelda les agitaba la mano con entusiasmo.

-Ha llegado Francis- gritó amplificando el sonido con ayuda de sus manos alrededor de la boca- Venid hacia arriba. Michael se colocaba los pantalones los zapatos, con prisa por conocer a Francis Fitzgerald, justo encima de los pantalones había dejado el libro de El gran Gatsby. Caminaron, casi corrieron, por la empinada cuesta, cruzaron la casa por la puerta de atrás hasta el porche.

Fitzgerald estaba cerrando la puerta del coche, mientras tanto un hombre alto y con gafas se encontraba abrazando a Zelda, se separó cuando los vió.

-Michael Stark- dijo con sorpresa James Gray abriendo de nuevo los brazos- Que haces tú por aquí.

-Te acuerdas de mi nombre- extendió el brazo para saludar, pero Gray lo abrazó con fuerza alzándolo del suelo.

-Claro que me acuerdo, todo aquel que pueda aguantar más de un día codo a codo con Jack Phoenix es digno de todo mi respeto y atención. Anaïs, guapa- alzó a la doctora Haldford por los aires como había hecho con Michael.

-Michael- Zelda se acercaba andando de la mano de su marido- este es Francis.

Francis Fitgerald era un hombre alto, vestido de camisa y peinado con raya en medio. Su cara destacaba por las extrañas proporciones, una nariz que sobresalía de unas mejillas lisas, unas orejas grandes para un pelo demasiado corto y los ojos demasiado claros para la piel tan blanca. Sin embargo, a pesar de que no era un hombre guapo, desde el principio Stark sabia de donde le venia el cariño de Zelda. Era una de esas personas que agradan solo con sus gestos, pendiente de todo a su alrededor, mas ocupado de los demás que de el mismo.

-Alguien con gusto para la lectura- dijo Francis sonriente mientras le sacudía la mano. Michael no recordó hasta entonces que tenia en su mano el libro de Fitzgerald.

-Bueno lo traía por si podía firmármelo- agitó las hojas entre los dedos.

-Eso esta echo- Fitzgerald lo tomó por el hombro y comenzaron a andar hacia la casa- pero en cuanto tenga mi pluma. No creo que tenga un libro del que esté tan orgulloso como de este- le dijo mientras subían las escaleras de la entrada.

-¿Es por la zorra de Daisy?- increpó Zelda desde varios pasos a sus espaldas. Francis hizo como que no había escuchado nada y siguió avanzando. Zelda Fitzgerald guardaba la idea de que la protagonista femenina de El Gran Gatsby correspondía a una amante de su marido. Quizás por eso no había ninguna criada en la casa, ante el peligro de que la absenta sacara de quicio a la señora Fitzgerald.

-Michael Stark- repetía Francis ante su escritorio mientras garabateaba con la pluma estilográfica sobre la primera hoja. Tendió el libro después de agitarlo durante breves segundos para que la tinta negra se secara- Aquí tienes, ahórrate las gracias. Acompáñame- en el salón se encontraban James Gray y Anais discutiendo acaloradamente tumbados en el sillón color crema. Zelda se echaba en la copa el tercer chupito de ron caribeño mientras esperaba a Francis.

-¿Has probado la absenta?- Fitzgerald colocó una cucharilla perforada encima de una pequeña copa muy estrecha y echó hasta tapar la base una sustancia verde oscuro.

-¿Te he dicho que es policía?- le dijo Anaïs desde el sillón, interrumpiendo su conversación con el comunista.

-¿Eres policía?- Fitzgerald lo recorrió con la mirada de abajo a arriba sin sorprenderse- Mejor, así podrá decirnos en que zona del puerto lanzan las botellas de contrabando.

-Bueno, soy de homicidios, no tengo ni idea sobre cómo funciona el contrabando. A no ser que traiga con ello algún cadáver.

-Cosa que suele ser habitual ¿no? - preguntó Fitzgerald mientras lo guiaba de nuevo cogido por el hombro hacia el sillón frente a James Gray para que tomara asiento a su lado.

-Si- respondió después de un momento de meditación- suele ser habitual.

- Estaba en Chicago hace dos años cuando los tiroteos. Recuerdo que mataron a seis abogados delante del hotel- Fitzgerald recorrió la habitación haciendo un gesto con dos dedos extendidos, como si estuviera disparando- los pasaron a pistola delante de la policía, que estaban tomándose un café en la entrada. Se llevaron allí una hora, con la sangre llegando hasta la alcantarilla, hasta que un juez se atrevió a venir a certificar la muerte- ahora que había atendido la atención de los otros se paró a encenderse un cigarro.

-¿Y qué pasó?- preguntó Anaïs al no haber escuchado el inicio de la historia.

- Pues que el juez apareció muerto tres días después, en un bosque de pinos, lo habían rajado en canal y los zorros lo habían dejado irreconocible.

-Ya he comido- exclamó Zelda soltando la copa encima de la mesa.

-Pues yo no, así que espero que esta criada haga un estofado de ternera tan buena como aquella que teníais- en la puerta estaba apoyado un tipo risueño, ancho de hombros, con la cara de gran tamaño y enrojecida por el alcohol lo que contrastaba contra su barba casi rubia- antes que la loca de tu mujer pensara que la estaba intentando envenenar.

-Ernst- exclamó Francis saltando por encima de la silla y estrechándolo en un abrazo.

- El que faltaba- Zelda alzó la copa de vino para estrujar la ultima gota sin respirar. 

BrooklynWhere stories live. Discover now