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Paolo Bianchi esperó ante la puerta después de pulsar el timbre, golpeando el sombrero contra su muñeca de forma impaciente. Un hombre de traje color crema había cruzado por su lado solo varios segundos antes. Pudo notar su mirada curiosa y penetrante en la nuca, desde entonces tenía la mano acariciando el borde del sombrero. Bajo el forro de cuero tenía escondida una cuchilla de afeitar con un alambre como mango, a imitación de Bruno. No era un arma de combate, pero servía para seccionar la yugular del oponente de forma discreta o en caso de peligro. <<Deja de pensar eso- se reprochó a si mismo- nadie te está mirando, y menos aquí>>. El edificio de pisos era uno de ese estilo francés, similares al Dakota, con menos prestigio, pero igual de caros. Una muchacha vestida con falda negra y delantal blanco de encaje abrió la puerta. Paolo hacía tiempo que no veía a su hermana, pero aquella mujer no era, la mujer se le quedó mirando con extrañeza. Era de piel clara. Nórdica, según presumía él, pero cuando habló lo hizo con un característico acento de Europa Oriental.

-No compramos nada- murmuró con todo desparpajo. Ahora entendía porque no le habían abierto, aquella zorra le estaba mirando desde el otro lado, indecisa.

-No, verá, vengo- paró un momento para meditar sobre lo que quería decir- a ver a la señora Silvia ¿está en casa? - sintió la duda en los ojos de la criada, en aquel momento no sabía si cerrarle la puerta en las narices- soy un familiar que hace tiempo que no la ve- insistió. La mujer le indicó con entrar con un vago ademán y cerró la puerta a sus espaldas.

-La señorita Silvia está en su taller, le indicaré que ha venido- se deslizó con el pasillo con pasos silenciosos, Paolo la seguía a escasos metros, mirando su culo ascender y descender al compás de los tacones. Llegó a una puerta doble antes que él y dijo algo a quien estaba dentro sin necesidad de golpear, la respuesta del interior debió de ser afirmativa, pues termino de deslizar el par de puertas a ambos lados.

Su hermana Silvia estaba expectante, con los brazos en posición extraña, había madurado increíblemente bien, ya pasados los veinte su piel estaba más tersa, su pelo más oscuro, sus ojos más oscuros y sus curvas más sólidas. Tenía en la mano derecha unas tijeras, a buen seguro estaban afiladas y Paolo no sabía si se lanzaría sobre el para apuñalarlo. Su sonrisa inicial, de perfecta anfitriona, se desvaneció cuando vio quien venía detrás de su doncella.

-Paolo- murmuró para sí, pero retumbó en toda la habitación con un tono demasiado alto. Él se limitó a sonreírle agitando la mano con gesto infantil, acercándose a ella con cautela- ¿Que estás haciendo aquí? - antes de obtener respuesta ya se había lanzado hacia él, apretándole en un abrazo.

-Ver a mi hermana- respondió como si fuese obvio, dejando que apretara su cara contra su hombro, afición que había tenido desde que él pego el estirón y sobresalió una cabeza por encima.

Silvia era costurera, había empezado realizando trabajos para gente pudiente desde su barrio de inmigrantes para pegar el salto hacia el mundo de la moda y casarse con un rico empresario. Por ello ahora era la señora Barlett, su marido, Thomas, era de los que no habían visto menguada su fortuna en los tiempos de la crisis, sino, por el contrario, engrandecida.

-Bueno, yo creo- fingió mirar el reloj de su muñeca, pero se dio cuenta, con su despiste habitual que no llevaba ninguno- que debo de irme ya. Debo de preparar muchas cosas para esta noche. He dejado a Francis pero- se encogió de hombros, mirando a Paolo con sorna- no me fio. Dios creo a la mujer cuando fue consciente que el hombre pensaba con la entrepierna.

Paolo se enteró tiempo después, al repetir la visita, que aquella mujer rubia, graciosa y descarada era Zelda Fitzgerald, mujer del renombrado escritor de novelas y cuentos, estos últimos no muy recomendados para los niños.

-Siéntate- le indicó su hermana cuando la señora Fitzgerald había salido por la puerta del salón, un poco después, el portazo de la entrada les indicaba que se había largado del todo- siéntate y me cuentas que te ha traído hacia aquí, espero que sea lo mismo que me ha hecho recorrerme las calles enteras preguntando por ti- ella cruzó las piernas una encima de otra y se dispuso a fumarse un cigarro.

-¿Sigues fumando?- preguntó Paolo extrañado mientras Silvia lanzó hacia su cara una buena bocanada de humo. Pensaba que su hermana solo lo hacía en su juventud como gesto de rebeldía ante sus padres, y de superioridad moral frente a sus amigas del barrio.

-¿Te sigues matando a pajas?- le increpó en tono mordaz.

-Touché ¿me das uno? - Silvia alargó su mano derecha con un cigarro sobresaliendo de entre sus dedos indice y corazón, con las uñas pintadas de esmalte rojo brillante. - Grazie- susurró tomándolo con cuidado.

-¿Como estas?- preguntó en tono divertido mientras lo miraba encenderse el cigarrillo- Te vi el otro día en el periódico con Falcone, muy guapos los dos.

-No me puedo quejar- se encogió de hombros- tengo más dinero que el que soñé jamás siendo niño. Falcone me trata como a un hijo y puedo vivir tranquilamente, por ahora. ¿Y tú?

-Ya ves- extendió vagamente su mano derecha hacia su alrededor- entre la clase alta no se nota la crisis. Las señoras vienen a por sus vestidos que valen más que el sueldo de un obrero y limpian sus conciencias dándole un centavo al mendigo de la esquina.

- Por lo que sé, tu marido también da limosnas a los hospitales para hacerse un lavado de cara- se paró, mirando a su hermana con precaución, no sabía si había metido la pata.

BrooklynWhere stories live. Discover now