29

18 13 0
                                    

-Señor Mendoza, preguntan por usted- dijo el camarero con sumo cuidado. Sabia como le molestaba que no le dejaran comer tranquilo.

-Quien coño es- Tony Mendoza se limpió la boca con la servilleta, lanzando esta contra el suelo con molestia que rayaba la rabia.

-Lo ignoro señor, pero ha insistido mucho en verle- visiblemente fastidiado, Mendoza dejó el plato humeante y los cubiertos y salió del comedor hacia el salón del bar.

Era Antonio Mendoza un cubano de origen, negro como el carbón, de mirada penetrante y una complexión fuerte. Disfrutaba de las buenas mujeres y la buena mesa, al ser estos sus únicos placeres le molestaban cuando lo pillaban en medio de una copa o de un polvo. También era una de esas personas que nadie adivinaría sus orígenes por su forma de vestir: trajes claros de los mejores cortes, que en su caso resaltaban profundamente con el color ébano de su piel.

Detrás suya, tan rápido que la puerta no pudo encajarse, lo seguía Luis Baeza; convertido en su propia sombra desde que había impedido que muriera desangrado como un cerdo en una pelea de cuchillos. En contraste con Mendoza, Baeza era de piel pálida, demasiado blanca para ser oriundo de la isla o mestizo, venido del otro lado del océano cuando aún no podía recordarlo.

El hombre que estaba esperándole tenía percha de típico señorito sureño, llevaba la chaqueta cubriéndole las piernas cruzadas una sobre la otra, y eso que hacia un calor pegajoso. Parecía no ser consciente de que Mendoza se acercaba, seguía fumando un cigarro, paladeando cada calada, hasta que lo tuvo enfrente.

-Tenía una cita con un faisán asado y la ha jodido compadre- increpó Mendoza al sureño sin pelos en la lengua- si ha venido a dar por culo le recomiendo que se vaya antes de que lo eche de una patada en los cojones. - De echo podía hacer lo que quisiera, era su bar y a esas horas siempre estaba vacío. La vida de los bajos fondos se realizaba por la noche. Todos los que allí comían en aquel momento trabajaban para él, en aquel restaurante popular similar a los de los viejos barrios de La Habana.

-¿No es usted Tony Mendoza?- suspiró el sureño con total tranquilidad, golpeando el sombrero contra su rodilla levantada- ¿El único que tiene derecho a llamar ron a lo que vende? Ya que no es matarratas ni purgante. Si es usted el que me han dicho que tiene hocico de perro cazador para los negocios, Si es mentira me iré.

-Pues váyase por coño- dijo agitado por tanta palabrería confusa- ahí tiene la puerta.

El hombre pareció levantarse, pero no lo hizo. Tan solo deslizó la mano por debajo de la chaqueta y lanzó encima de la mesa una carpeta con el sello del Ministerio del Interior de Estados Unidos.

-Baeza, trae algo de comer para el señor...- chasqueó los dedos en espera de respuesta, sin dejar de mirar de reojo la carpeta.

-Leblanc- Lloyd lanzó la chaqueta donde había traído ocultos los papeles- Y si pudiera traer una botella de su famoso ron, perfecto.

-¿Como consiguió tan valiosos informes, señor Leblanc?- Mendoza ceceaba aún, con un dialecto del Caribe que no terminaba de deshacer. Con cierto nerviosismo pasaba el cuchillo una y otra vez por la carne, más por entretenimiento que por hambre.

-Digamos que alguien la tenía y se los quite- le respondió con tono neutro. El bar estaba vacío, ellos se sentaban en una mesa delante de la cristalería. El tocadiscos tocaba la copla española de La bien pagá* cantada por Angelillo. Mendoza no sabía que puntos de la historia le desvelaría, pero sabía lo bastante para reconocer que la mancha de la esquina superior de la carpeta era sangre.

-Y alguien se dejó la vida por ellos- lo miró con detenimiento, mientras el otro masticaba y Luis Baeza no le quitaba ojo de encima.

-Y las muelas- añadió Lloyd tomando otro sorbo de ron.

BrooklynWhere stories live. Discover now