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Y cómo vibraría en el aire que -en más de una oportunidad- tuve que sujetar a Glenda -mi adorada pastora alemana- para que no se abalanzara sobre el Manga en que el hombrecito hacía -en el almacén de mis padres- su habitual pedido de agua mineral. Una vez por mes y sólo agua mineral.

A los niños no nos miraba siquiera. Como si no existiéramos para él. Y eso que -con la típica franqueza infantil que puede rozar la crueldad- solíamos acosarlo con preguntas ( del tipo: "¿Y usted de dónde salió? ¿Sabe que -aquí- dicen que es un bicho raro?"). También nos divertía seguirlo saltándole detrás, al tiempo que nos burlábamos de su manera de caminar, como desarticulado, como si hiciera el esfuerzo de mover cuatro piernas y dos pares de brazos.

Recién les dije que a los niños no nos miraba siquiera. Por eso, cuando en nuestra villa empezaron a desaparecer -"misteriosamente"- las primeras criaturas, la policía y los detectives privados investigaron a cuanta gente tenía alguna relación con nosotros y ni soñar con preguntarle al Manga, que aparentaba no tomarnos en cuenta.

Nuestra villa -que hasta entonces había sido un lugar particularmente buscado por turistas debido a su oferta de pacíficas playas marinas- se convirtió -de golpe- en zona de espanto: no pasaba una semana sin que algún chico desapareciera como chupado por las arenas, empapadas tras el derrumbe de las olas.

Pronto, casi no quedaba familia lugareña que no hubiera perdido alguna de sus criaturas. Fue recién entonces cuando las personas mayores dejaron de pensar que esa

¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora