Capitulo veintiseis

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Ni la fuerza del destino

El demonio apoyó la espalda en la puerta para poder sostenerse. Cerró los ojos con fuerza y se llevó una mano a su pecho inerte. Inspiró por la nariz y soltó el aire por la boca entreabierta. El cuerpo le temblaba y las lágrimas deseaban escurrirse por sus ojos. Era una desagradable sensación ya que hacía muchos años que era incapaz de llorar. A fin de cuentas los demonios no lloraban nunca. 

O esa era la regla.

Marduk se dejó caer pesadamente contra el suelo húmedo de piedra y se abrazó las rodillas. No era la primera vez que lo asaltaba el sufrimiento descontrolado y el martirio. Cada década solían asaltarle los recuerdos y la pérdida de Asbeel le apuñalaba sin piedad. Aunque habían pasado algunos siglos, la herida aún supuraba y la perdida no había disminuido un ápice.

¿Por qué había sido incapaz de protegerla? Luchó como una fiera para poder salvarla de la muerte, pero no lo logró. El único consuelo que tenía era que había logrado mantener su promesa: la promesa de cuidar de su hijo. Y él adoraba a Araziel y lo amaba como a un hijo por mucho que no lo fuera en verdad. 

¿Cómo no iba a quererlo? Se parecía tanto a Asbeel que se le partía el alma cuando le veía sufrir.

Y ahora sufría porque se había vuelto a enamorar y no podía detenerlo. Ni la fuerza del destino podría hacerlo igual que le sucedió a él y a Asbeel.

- Asbeel - murmuró con una presión que lo ahogaba.

Su preciosa Asbeel con su corto cabello rubio que parecía filamentos de oro. Sus profundos ojos grises que siempre brillaban llenos de pasión por la vida. Sus labios siempre sonrientes y optimistas. Sus facciones delicadas y bien esculpidas con su tez blanca. Sus manos pequeñas de dedos largos y elegantes. Su voz dulce y animada hasta en los peores momentos. Y sus alas de paloma con tintes negros que una vez fueron doradas.

Toda ella seguía siendo un ángel. Un ángel que había sido expulsado del cielo cuando el dios que servia se enteró del gran pecado que ocultaba su corazón.

- ¿Pero qué pecado cometiste? - le preguntó Marduk un día. Los dos se encontraban desnudos en el prado del averno abrazados el uno al otro después de haber consumado el amor que rebosaba de sus cuerpos.

Ella le había acariciado el pecho con infinita ternura y suavidad. Al recordar sus caricias parecía morir lentamente.

- ¿Pecado? - rió y le besó la clavícula -. Si bueno, los dioses siempre encuentran que todo es pecado cuando dejamos de tener solo ojos para servirles.

- ¿Qué quieres decir?

- El pecado que cometí fue enamorarme de quien no debía. Cuando los dioses lo leyeron en mi alma, me hicieron un juicio ante los arcángeles. Ellos me condenaron a la caída para siempre.

El pecho de Marduk pareció marchitarse cuando escuchó de sus labios perfectos que se había enamorado antes. ¿De quien? ¿A quién había amado tanto como para que la expulsasen del paraíso al infierno? La curiosidad y los celos pudieron más que su prudencia y le preguntó:

- ¿De quién te enamoraste? 

Ella le dedicó la mirada más dulce y pasional que jamás había visto. Su mirada rebosaba amor, un amor tan grande que lo llenaba por entero.

- De ti.

Aquello lo dejó estupefacto.

- ¿De mí? - dijo como un bobo -. Eso es imposible, solo hace dos años que nos conocemos. La primera vez que te vi fue cuando llegaste al infierno.

- Puede que tú si, pero yo te conocí antes. Hace cuatro años te vi en el mundo mortal y estabas ayudando a un pobre anciano que se había clavado la hoz en la pierna. Me quedé helada cuando vi la compasión en un demonio. Para nosotros es impensable que un demonio tenga un lado noble y bueno. Yo lo descubrí en ti y me enamoré. 

Asbeel se colocó sobre el y le besó en los labios.

- Yo he llegado aquí para estar contigo - le confesó -. Yo deseé que me expulsaran del cielo para buscarte y mis hermanos me concedieron mi deseo sabiendo lo que sentía. La compasión de los dioses es infinita al igual que el amor.

Pero a pesar de la misericordia y la bondad de los dioses, Asbeel pertenecía a otro demonio. Uno que era duque y mil veces más poderoso que él. Pero los demonios no se casaban ni se enamoraban. Solo tenían que esperar a que Abigor se cansara del ángel caído y entonces podrían estar juntos para toda la eternidad.

Pero todo fue un sueño. Una dulce ilusión que se desvaneció como un castillo de arena que se lleva el mar. 

Habían sido unos ingenuos. 

Abigor llegó a sentir posesión enfermiza y loca por Asbeel. No quería que estuviese con otro que no fuese él y por eso la mató. Ninguno contaba con la obsesión que quemaría las entrañas de un demonio que podría tener a la mujer que desease. Ni la fuerza del destino pudo luchar contra la rabia de Abigor ni contra la muerte injusta de Asbeel.

No pudo evitar que la última súplica de su amada reverberara en su mente.

- Júrame que cuidaras siempre de mi hijo, que lo protegerás del odio y el rencor de Abigor. Júramelo Marduk, júrame que lo amaras como me amas a mí.

- Lo amaré como si fuese mi hijo, te lo juro - le respondió él con los ojos anegados de lágrimas. El final estaba a punto de llegar y él había podido colarse en la mazmorra donde ella había estado encerrada tres meses. Tres meses que no había tenido a su pequeño hijo Araziel entre sus brazos.

Tres meses que habían hecho que su piel se hubiese tornado amarillenta y que los grilletes de sus muñecas y tobillos se hubiesen comido toda la carne dejando solo hueso y sangre. Tres meses con dos muñones como alas que no le habían curado y que estaban infectados y supurando de pus.

Aún no podía creer que no hubiese muerto por la fuerte infección y la gran cantidad de sangre perdida. A veces le gustaría que sus cuerpos fuesen tan débiles como el de los humanos, así ella hubiese muerto antes y hubiese dejado de sufrir. El libre albedrío había decidido su muerte y no se podía cambiar. Su destino había cambiado y la había condenado por el pecado del amor.

Marduk regresó a la realidad sin poder soportar el recuerdo del cuerpo marchito de su adorada y hermosa Asbeel. Si pudiese volver al pasado, la tomaría como suya antes de que nadie pensase en apoderarse de la recién llegada . Nunca toleraría que Abigor u otro poderoso demonio se obsesionara con su belleza. Pero no se podía cambiar lo que ya estaba hecho y escrito. El tiempo solo iba hacia adelante. Nunca lo haría hacia atrás. Aunque el arrepentimiento y el dolor te consumiesen hasta hacerte desfallecer, aunque desees hasta con tu propia muerte cambiar el pasado; ni la fuerza del destino podría hacerlo.

Nadie podía cambiar la sed de la muerte.

La sed del universo.

El castillo de las almas ( Amante demonio I )Where stories live. Discover now