56. Palabras que cortan como un cuchillo

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Los dos hermanos consiguen convencer a Miguel de que, al menos, llame a casa para decirles a sus padres que no está ni secuestrado ni muerto. Él no está muy entusiasmado con la idea, pero al final accede.

—Es lo menos que puedes hacer —le reprocha su hermana.

Desde la (cutre) habitación de Miguel, Andy marca el número de su madre en el móvil. Todos contienen el aliento. El teléfono da varios toques, pero ella no lo coge.

—¿Llamamos a papá? —propone Andy.

—¿Tú crees que es buena idea? —Miguel no parece muy convencido.

A decir verdad, ninguno de los cuatro cree que sea buena idea. Pero es mejor que nada.

Esta vez sí hay suerte, o desgracia según se mire. Cecilio coge el teléfono a los pocos toques. Con el corazón en un puño, Andy pone el manos libres. De fondo se oye el ruido del televisor.

—¿Qué pasa? ¿Tan pronto os habéis perdido? —dice a modo de saludo, y se echa a reír.

—No nos hemos perdido —responde Miguel—. Soy yo, papá.

Se hace un silencio al otro lado de la línea.

—¿Cómo que eres tú? Ana, ¿qué haces?

—Papá, no soy yo. Es Miguel —interviene Andy—. Está aquí con nosotros, en Madrid.

—Es verdad, papá, soy yo —continúa el chico—. Estoy aquí... estoy bien.

Miguel aprieta los labios para no llorar. Dani le mira y siente ganas de abrazarlo, pero ni sus piernas ni sus brazos le obedecen. Los últimos minutos se le han hecho irreales y macabros, como si se hubiera metido en un cuadro de Dalí.

—Dejad la broma de una puñetera vez, ¿vale?

—Que no es una broma —repite Miguel.

—Joder, Miguel, ¿de verdad eres tú?

—Que sí, papá.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Estás bien?

—He estado aquí, en Madrid. Y sí, estoy bien.

—¿Qué te pasó? ¿Quién se te llevó? ¿Con quién estás ahora?

—No me llevó nadie. Me fui yo solo. He estado viviendo con unos amigos, y ahora estoy con mis hermanas.

Y esta vez, sin poder contenerlo, se echa a llorar. "Me fui yo solo", quizá las cuatro palabras que más duelen pronunciar de todas.

Él, solo, ha montado todo este lío, ha causado todo este sufrimiento. Quién pudiera haber dicho que la verdad es lo que más duele. Habría sido más fácil, sin duda, decirle que se fue una noche para llamar la atención y luego no pudo volver; que ha estado estos meses intentando contactar con ellos sin conseguirlo; que los ha echado de menos, incluso.

Pero nada de eso es verdad. Y todos lo saben.

—¿A qué hora llegaréis aquí? ¿Tenéis dinero para el autobús de vuelta?

Silencio.

—¿Qué pasa? —insiste su padre al otro lado.

Miguel coge el móvil, quita el manos libres y sale de la habitación para hablar a solas.

Los tres chicos se quedan en la estancia desconocida, mirándose entre ellos. Andy llora. Su hermana llora también. Dani se deja caer sobre la cama, aturdido.

Pasa la mano por las sábanas revueltas, como queriendo impregnarse de todo lo que le recuerda a Miguel. No va a volver a verle. Es una certeza que le invade, tan clara como el dolor, tan negra como el cielo esta noche. Han pasado mucho tiempo sin verse, y ahora tendrá que volver a aprender a estar sin él. Con la sutil diferencia de que ahora ni siquiera las ganas de encontrarle y el dolor por la incertidumbre lo sacarán de la cama.

Ojalá hubiese palabras para describir tanto vacío.

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Miguel regresa al largo rato, con el móvil en la mano y los ojos hinchados y enrojecidos.

—Ya he hablado con papá. También con mamá.

—¿Y qué? —inquiere Raquel.

—No se lo han tomado muy bien, pero bueno. Se veía venir.

Le devuelve el móvil a Andy. Está temblando.

—Bueno, ¿queréis quedaros a cenar? No tengo mucho...

—Si vamos a despedirnos —lo corta Dani, aparentando más confianza de la que siente—, mejor que sea ya. No quiero volver a acostumbrarme a que estés para que luego te vayas.

Eso duele, piensa Dani. Son palabras que cortan como un cuchillo.

Las miradas de los que en su día fueron mejores amigos, y ahora son algo peor que nada, se sostienen intentando contarse cosas que no se podrían verbalizar. El chico que se quedó quiere gritarle que le quiere, que estos siete meses de incertidumbre lo han matado, que no sabe cómo volver a ese pueblo de mala muerte y enfrentarse a todos esos lugares en los que se quisieron juntos. Mientras que el chico que se fue intenta decirle que lo siente, que no quería hacerle daño, que lo último que querría en este mundo es hacerle daño a él.

Pero es consciente de que algo ha debido de hacer mal, pues lo ha dañado, y mucho. Como un juguete al que presionó demasiado, y ahora se sorprende de que esté roto.

«Quédate en Madrid, vente a vivir aquí. Dormirías conmigo y te buscaría un trabajo. Podrías incluso ir a la universidad. Da igual lo que quieras. Solo quédate.»

Pero todo lo que le sale decir es un tosco "vale".

Y esa palabra es suficiente para que Dani, intentando no arrancarse el pecho con las dos manos, salga de la habitación y se vaya corriendo de allí.

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En la calle, una muchacha que no sabe lo que está pasando ahí dentro se preocupa cada vez más. No debería haber dejado a su hermano solo, se repite. ¿Cómo pudo confiar en que los chicos sabrían arreglárselas? ¿Y si está habiendo una pelea dentro y ella no se ha enterado?

Cuando ya ha pasado una hora y está a punto de entrar a ver qué pasa, se abre la puerta. Sale una figura gacha y encorvada. Se aleja corriendo de allí, como si no la viera. Julia corre tras él y lo agarra del brazo.

—Dani, ¿qué ha...?

El chico se vuelve hacia ella y la mira un segundo. Luego entierra la cabeza en su hombro y se echa a llorar.

Puente. Febrero. Demasiado tarde.Where stories live. Discover now