48. Déjame solo

9 2 2
                                    

La primera vez que Miguel le enseñó a Dani su refugio secreto este se cayó de culo cuando vio a una cucaracha. Las risas del chico de los rizos valieron la pena ese momento; después, regresaron muchas veces buscando una especie de emocionante tranquilidad que no encontraban en su casa, por motivos tan distintos, pero a la vez tan iguales.

Aquel era su pequeño refugio en los días en los que decidían huir. Los calurosos meses de verano los pasaban correteando cerca de la iglesia abandonada y decorando la caseta, donde se iban a descansar después de jugar con los amigos de Miguel. A pesar de ir también a la piscina a disfrutar del buen tiempo no habían perdido la costumbre de los viernes: todas esas tardes se echaban allí la siesta, y luego ya harían lo que más les apeteciese. La verdad es que la habían dejado preciosa: tenían pósteres en las paredes (de grupos de rock, de películas que querían ver), un montón de pelotas y frisbees amontonados en un rincón, y también muchos libros. A Miguel siempre le echaban la bronca por tener tantos en casa, así que había decidido llevárselos a un lugar más seguro, donde no corrían peligro de que alguien los tirase a la basura.

Ahora volver al lugar donde pasaron tantas horas es como meterse en la boca de un lobo que lleva babeando mucho tiempo. Es un cambio. Le gusta, porque duele. Duele entrar y descubrir que todo sigue exactamente igual que antes, igual que cuando venían los viernes, igual que cuando él vino aquella última vez por si acaso al chico le había dado por esconderse allí. Todo estaba exactamente igual, excepto por una sola cosa: Miguel.

—Es este sitio —declara cuando llegan.

El interior está lleno de polvo, pero como era de esperar nada se ha movido desde entonces. Lo único nuevo que hay es un olor insoportable a animal muerto, no tan raro si consideramos que este sitio lleva meses sin abrirse.

—Qué asco —comenta Andy.

—¿Habías estado aquí?

—Una vez Miguel me trajo a ver a los perros, pero no llegué a entrar.

Echan un vistazo al interior, sin saber muy bien qué hacer. ¿Qué es exactamente lo que están buscando? ¿Una pista? Hay muchos objetos entre los que rebuscar, y no tienen ni idea de por dónde empezar a examinarlos.

—¿Puedes sacar otra vez el mapa? —le pide Raquel a Andy.

El chico extrae la hoja con la cruz de su mochila, en la que lleva otras cosas esenciales como agua y fruta; no saben cuánto tiempo van a estar aquí, y tampoco hay cobertura por si necesitan cualquier cosa. Vuelven a mirar la hoja y a releer la frase que hay escrita al lado de la caseta.

Déjame solo: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases...


—Uf —resopla Andy—. Dani, a ti es al que se le da bien la literatura, ¿no?

—Eh, que se me dé bien no significa que tengáis que echarme el muerto a mí.

—No menciones la palabra "muerto" —dice Raquel—, que estamos al lado de un cementerio.

A Dani le entra un escalofrío.

Intenta pensar en el significado que tiene el poema. ¿Pudo escribirlo el propio Miguel? No, él no es precisamente ningún aficionado a la escritura, y hasta donde él sabe jamás le dio por escribir poesía. Le gustaba leerla, sí, pero no escribirla. Decía que era demasiado sentimental para él.

—Los sentimentalismos te los dejo a ti, que eres el emotivo de los dos —solía decirle a Dani.

—Tú también tienes sentimientos, aunque no lo demuestres —le contestaba él.

—Puedo intentarlo, ya verás. ¿Qué es la vida?, un frenesí, ¿qué es la vida?, una ilusión, ¿qué es esta casa sin ti, y sin los libros de aquel rincón? —recitaba, y Dani se reía.

Se le ocurre que quizá podrían buscar entre los libros de poesía que Miguel guardó en la caseta. Se lo propone a los chicos, y estos acceden.

Se dirigen a donde están todos esos libros amontonados, en un rincón junto a otros objetos como CDs y revistas. No hay nada que esté ordenado en su pequeño refugio, excepto los libros. Miguel los guardaba con especial cariño, como si no hubiese nada más importante en el mundo que ellos.

—Dani, ¿qué es esto?

Raquel sostiene un conjunto de folios grapados y en cuya portada hay escrito: "Aventuras en territorio comanche, de Miguel Ribeira y Daniel Usera".

—Ah, eso —responde Dani, que de repente se ha puesto rojísimo—. Es una historia que escribimos entre los dos. Nada importante.

Pero, en realidad, él sí que lo recuerda como algo importante. Fue la primera vez que escribió algo, aunque fuese con otra persona. Y a Dani siempre le había gustado escribir. Miguel siempre le decía que lo hacía muy bien, pero no terminaba de creérselo.

—Me gustaría dedicarme a la escritura —le confesó Dani una vez—. Pero no se me da lo bastante bien.

—Yo quiero estudiar veterinaria, ¿y crees que se me da bien empollar? —le contestó Miguel.

—No, pero tú eres listo.

—Y tú eres un genio con las letras, Dani. Y con muchas cosas más.

Siempre conseguía que se sonrojara, y aquella vez no fue distinta.

Revisan todos y cada uno de los volúmenes, abriendo las hojas para dejar caer cualquier posible papel que el chico hubiese dejado dentro. Pero no encuentran nada que les sirva. Al final, exhaustos y sin haber encontrado nada de valor para la búsqueda, se dejan caer sobre el suelo de la caseta, que está tan asqueroso como una cloaca.

—Otra vez estamos atascados —murmura Andy.

—Es como que estamos cerca, pero a la vez tan lejos —se lamenta Raquel.

Los dos se quedan mirando a Dani, que está pensativo en un rincón. Él finge no darse cuenta.

«Vamos, Dani, recuerda. Esto ya lo has vivido antes», le susurra la voz desde el fondo de su cerebro.

«¿Cómo que lo he vivido? ¡Nada de esto me suena!»

«Chico de poca fe. Tienes que hacerlo. Es tu última oportunidad. Si no lo consigues, te dejarán solo.»

«¿Me dejarán solo?»

Pero la voz no responde.

Algo se ilumina en el fondo de su cabeza. Un recuerdo doloroso que lleva mucho tiempo intentando enterrar.

—¡El poema de la nodriza! —exclama de pronto.

—¿Qué dices? —preguntan a la vez los otros dos.

—Ya lo entiendo. Mirad.

Coge el libro de poemas de Alfonsina Storni que Miguel le enseñó aquella tarde, justo antes de que se besaran. Pasa las páginas en busca del poema, hasta que finalmente lo encuentra en uno de los dobleces que Miguel dejaba cuando algo le gustaba en especial. "Voy a dormir".

—Aquí está —murmura—. Los tres versos pertenecen a este poema.

Al final de la página, escrita con bolígrafo azul, hay una dirección.

Tienda de discos Skull Stereo. Barrio del Pilar, 28029, Madrid.

Puente. Febrero. Demasiado tarde.Where stories live. Discover now