A VECES, SOLO BASTA UN GESTO

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Tomás pedaleaba sin mucho apuro. A diferencia de los mediodías, en los que apenas tenía tiempo de llegar, almorzar y volver a irse, por las tardes nadie lo corría, y podía demorar lo que quisiese en llegar a casa.

Domingo iba a la par. A veces, trotando junto a la bicicleta, otras, yendo por la vereda para poder marcar el camino.

Aunque ya lo habían castrado, Domingo seguía con sus hábitos territoriales, uno de ellos, el de hacer suyo cada árbol desde la escuela Industrial hasta Las Quinientas Doce.

Tomás llevó sus dedos a la boca y emitió un fuerte silbido. El perro se apuró a acatar y volvió al trote.

—Vamos, que tengo hambre. Y seguro vos también.

Llegaron a su casa cerca de las siete de la tarde. Samanta, la madre de Tomás, tomaba mate junto a Anahí y El Gato. Donato jugaba en el suelo con unos cubos de encastre; todavía no le agarraba la mano. Se paró tambaleante y estiró los bracitos para que su hermano lo saludara. Tomás lo hizo y lo volvió a sentar para que siguiera jugando y mirando los dibujitos en la televisión. Nunca iba a entender el encanto de Peppa Pig.

Cambió el agua del balde de helado Grido en el cual Domingo bebía y arrojó un poco de alimento seco al piso. Como no siempre le alcanzaba para comprarlo, los chicos de la protectora se lo daban a cambio de que los sábados fuese a ayudar con los demás animales. A Tomás le encantaba esa tarea y, en el último tiempo, no paraba de tratar de convencer a las personas de su alrededor para que adoptasen los animales del refugio.

Su muro de Facebook era un completo álbum de fotos de perros y gatos lastimados buscando hogar.

—Hay galletitas de agua y dulce —señaló Samanta para que su hijo merendara—. No le des a tu hermano —reprendió de antemano.

Tomás se preparó un mate cocido y un par de galletitas y se sentó junto al bebé de casi un año. No estaba bien, lo sabía, pero Donato y Araceli eran sus hermanos preferidos.

—Así —lo corrigió y lo ayudó con un encastre. El pequeño sonrió y volvió a hacer fuerza y golpear los bloques sin ningún criterio. Eso hizo reír a Tomás.

—Ma, me voy con los pibes —avisó mientras ponía la taza en la bacha.

—Lavá los platos.

Con mala cara y pocas ganas, Tomás hizo caso antes de cambiarse de ropa e ir al descampado en el que solían juntarse.

Siempre había alguien dispuesto a un picadito. Las edades eran de lo más variadas, al igual que las habilidades.

—¡Tomás! ¡Vení! —invitó uno de los chicos al verlo. Sin preámbulos, entró a la cancha, corrió un par de pelotas y volvió a salir.

—¿En qué andas, mono? —dijo, a modo de saludo, uno de los pibes—. Hace mucho que te cortás, loco.

Los que no estaban jugando fumaban al costado de la improvisada cancha. Se encontraban El Chapa, Augusto, El Rama entre los más peligrosos, y Cristiano, Gian, Diego, del grupo que mejor le caía. Al poco tiempo, uno de ellos llegó con la primera cerveza de la noche. Tomás tomó un trago que luego bajó con agua.

—Es la escuela —se defendió—. Este año está durísima.

—Dura como El Chapa. —Todos rieron—. Cambiá.

—Ya estoy en sexto, ni da.

Los chicos lo miraron medio raro, pero no discutieron. Cada uno de ellos tenía sus propios asuntos de los cuales preocuparse.

—Pensé que andabas en otra, viste, con lo del Jonás... Ese sí que está cortado, re bigote —agregó otro.

Tomás no dijo nada, en cambio, puso completa atención.

Al otro lado del miedo (Libro 1 Y 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora