Capítulo 36.

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                           Siempre me ha gustado la soledad, en cierta manera. Poder estar un tiempo a solas y pensar en mis cosas, es lo que más me gusta. Y ahora no puedo hacerlo, porque si pasa, todo me recuerda a Diego.

El frío que hace hoy es algo completamente propio del mes de diciembre o enero, no de finales de febrero, pero aún así no le tomo importancia. Acabo de salir de la casa de él y estoy de espaldas a la puerta, mirando al suelo mientras siento como todo vuelve a mí: el dolor, las lágrimas, la angustia...

Verle de nuevo, después de que me dejase en mi casa al haber empezado nuestra relación, me ha destrozado más aún. Tenerle tan cerca y no poder acariciarlo me ha colmado por completo, pero lo que más ha sido ser realmente consciente de que nada volverá a ser como antes.

Llego a mi casa y escucho el silencio que hay en su interior, echando de menos justo en momentos como este a Fran, quien se fue ayer a Bielorrusia a conocer a sus padres biológicos.

Me cambio de ropa y me tumbo en mi cama, cogiendo apuntes de la universidad para empezar a estudiar ya que en pocas semanas tengo los exámenes. Y, sorprendentemente, llego a concentrarme cuatro horas seguidas hasta que son las dos del mediodía y decido comer.

Y cuando acabo, salgo de la cocina y me quedo parada mirando el sofá, recordando que allí fue donde pasó todo. Mis ojos se quedan fijos en ese lugar, notando como mi pecho se empieza a oprimir y los ojos me escuecen.

No. Ahora no, Esther.

Alrededor de las tres de la tarde, mi madre viene de trabajar y yo estoy fregando los platos. Salgo de la cocina al acabar y ella se está quitando los zapatos, alzando su cabeza al verme en casa cuando debería estar trabajando.

–Me debían unos días libres y los he cogido.

Asiente y yo la observo, acercándose a mí para saludarme con un beso pero yo me aparto, provocando que frunza el ceño.

–Compréndelo —le pido, cogiendo el bolso que me he preparado—. Me voy a la biblioteca a estudiar porque aquí todo me recuerda a Diego y no puedo concentrarme.

–Esther... —mi madre me llama justo cuando estoy a punto de salir por la puerta.

Aprieto el pomo y no me giro, dándole la espalda.

–Yo te quiero, mamá, muchísimo, pero ya no puedo más. No creíste nada de lo que dije, y ahora estás siendo realmente consciente de que nunca te mentí. Espero que recapacites.

Estoy en la biblioteca estudiando hasta las nueve y media de la noche, que es cuando decido marcharme a casa finalmente. Salgo de allí, golpeándome el frío de la noche y cerrando los ojos ante esa sensación, que rápidamente me teletransporta a cuando Diego y yo nos besamos por primera vez.

Tomo lugar en el asiento de piloto, sujetando el volante con mis manos mientras apoyo mi cabeza en estos, cerrando los ojos por unos segundo para relajarme, pero no vuelvo a llorar de nuevo esta vez.

El teléfono empieza a sonar y sé que es Laia por la melodía que suena durante la llamada. Lo cojo y aclaro mi voz, intentando que no se den cuenta de la situación.

–Si llaman por propaganda, no estoy interesada.

Laia ríe al otro lado del teléfono.

–¿Quieres venirte a tomar unas cañas con nosotras? Andas desaparecida desde que Diego y tú os revolcáis en la camita.

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