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Amaya se despertó de golpe, en medio de una aterradora pesadilla. Estaba cubierta de sudor y tenía la respiración agitada.

No había sido una pesadilla de fantasmas ni de monstruos, quizá incluso no podía catalogarse como pesadilla en sí.

En el sueño huía de alguien, pero al mover los pies no conseguía avanzar, había sido una sensación muy angustiante.

Se levantó a beber agua. Tan solo eran las cuatro y diecisiete de la madrugada.

Volvió a la cama y consiguió dormir apenas dos horas y media más.

***

Una vez en la universidad, no pudo mantener la concentración más de media hora pues su mente no dejaba de viajar a diferentes temas que en ese momento parecían mucho más interesantes que lo que Hidalgo estaba explicando. Había conseguido ponerse al día después de sus ausencias, pero eso no pareció ser suficiente, porque seguía estando en el punto de mira del profesor. Que disparara era solo cuestión de tiempo.

Salió impune de esa clase, pero no pudo mantenerse a raya durante las horas siguientes. En el desayuno se sentó en una mesa de la pequeña cafetería de su facultad y se recostó sobre sus brazos para descansar.

Al poco se desadormeció, al oír el sonido de una cámara de móvil. Se frotó los ojos para despertarse por completo y vio frente a ella a Leo. ¿Es qué este chico no se cansaba jamás?

—¡Si hasta se te cae la baba! —exclamó el muchacho.

Amaya le fulminó con la mirada y se levantó. Se posicionó a unos diecisiete centímetros de él, se miraron a los ojos y casi se podía palpar la tensión en el aire. Se estaban clavando dagas con la mirada. ¿Cómo narices podía ser un chico de veintiún años tan inmaduro?

—No sabía que te gustaba tanto como para hacerme fotos mientras duermo —respondió Amaya sin dejarse intimidar.

—Sí, es para que el mundo entero vea lo hermosa que eres —rio—. Era broma, no te hagas ilusiones.

—Borra la foto ahora mismo si no quieres que le pase algo a tu carita de actor —amenazó Amaya sacando el carácter de Dios sabe dónde.

—Vaya, vaya... —dijo el chico cínicamente—. Si la niñita sabe amenazar.

Amaya cerró los ojos suspirando irritada y se alejó un poco.

—Supongo que te gustan los espectáculos. Pero a mí no, borra la foto.

Leo se carcajeó, pero entonces recordó que estaban en la cafetería y que ese no era un buen lugar para estúpidas discusiones, esta vez cedió.

—Mira, la borraré porque prefiero las discusiones en lugares más íntimos.

—Si quisieras alguna clase de intimidad no vendrías a molestarme en medio de la cafetería –le soltó Amaya girándose a recoger sus cosas de la silla.

Salió dándole un golpe en el hombro y lo dejó allí plantado. Se recostó en una pared y se dejó caer hasta el suelo. Cerró los ojos, pero oyó una mosca. Así que los abrió e intentó atraparla para que dejara de zumbar.

—¿Qué haces? —preguntó Irene, una chica de su curso.

Amaya se sonrojó de vergüenza.

—Nada, había una mosca.

La chica frunció los labios, pero se fue sin decir nada más. Amaya se froto los ojos con el dorso de las manos y se levantó para ir a su última clase.

Esta pasó más rápida que cualquier otra y a las dos y siete ya abría el portal de casa.

Estaba tan cansada que cogió una nueva carta del buzón casi por inercia y al llegar al piso la dejó en la mesa sin abrir. Tal cual, se estiró en el sofá a descansar.

Dos horas más tarde se despertó, y comió un plato de macarrones que le habían sobrado de hacía un par de días. Revisó su móvil y vio que tenía un mensaje de su madre en el que insistía de nuevo en lo del trabajo, lo ignoró.

Cuando acabó de comer, se fijó en el sobre que aún no había abierto. Lo cogió, apartó el plato vacío y lo abrió.

"¿Conoces el Parque Norte? Hansen y Gretel se perdieron en él"

Otra vez tan perdida como siempre. Amaya era una persona pésima para recordar nombres de calles, de zonas. Ella solía acordarse de los lugares por cómo eran, así que no tenía ni idea de dónde estaba la avenida Trujillo, las escaleras de la calle de Názar y mucho menos el Parque Norte.

Miró su reloj de muñeca. Eran las cinco y cuarenta y siete de la tarde. Estaba un poco más descansada así que decidió salir en busca de aquellos recónditos lugares. Se había hartado de las incógnitas, quería poner fin a todo.

Se llevó las cartas e introdujo el nombre de la primera calle en el navegador del móvil, como si de un GPS se tratara.

Tardó unos veintisiete minutos y llegó al final de una vía que desembocaba en el paseo de Santiago, donde vivían sus padres. La casa se ubicaba al final del pasaje, así que desde su posición estaba bastante alejada. Empezó a subir, hasta que finalmente llegó a la avenida Trujillo. Entonces vio la mercería y un pequeño recuerdo cruzó su mente. Lo despejó enseguida. No le gustaba pensar en ello.

Cogió el móvil para introducir el siguiente destino, pero descartó la idea cuando el camino se le hizo familiar. Avanzó hasta la siguiente calle que la cruzaba y vio las escaleras de fondo.

Corrió al reconocer el recorrido y subió las escaleras rápidamente. Al llegar arriba encontró el Parque Norte.

Allí se dio cuenta de la función de las cartas: alguien le estaba guiando hasta ese doloroso lugar. ¿Quién narices lo sabía? ¿Leo? ¿Sofía?

Su respiración empezó a entrecortarse, la gente pasaba a su alrededor y el ruido de coches de la carretera del Marqués no cesaba. Empezó a ponerse muy nerviosa.

No había peor dolor que pensar en ella.






Bajo efectosWhere stories live. Discover now