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Las gotas que resbalaban del grifo y repiqueteaban en el acero del fregadero no dejaban que se concentrara en las cinco palabras escritas en el papel que tenía entre las manos.

El mensaje era corto y escueto, sin ningún tipo de significado coherente.

"¿Encontró el Lobo a Caperucita?"

La carta era impresa, por tanto, totalmente imposible descubrir de quién se trataba. Dobló la hoja y la metió en el impoluto sobre. Dirigió toda su atención a ese misterioso envoltorio. No tenía nada escrito, era totalmente blanco, solo marcado por algunas pequeñas arrugas de abrirlo y cerrarlo.

¿Quién podría haber escrito esto? Supuso que simplemente sería un error. Cualquier persona podría haberla metido en su buzón sin querer.

Oyó el pitido del reloj digital de su muñeca. Eran las dos y siete del mediodía. Miró de nuevo y tocó con sumo cuidado la pulsera rosa que llevaba. Decidió que no era momento para pensar en eso.

Era domingo. Los domingos eran sagrados para sus padres, quedaban para comer cada semana. Sin embargo, desde que empezó la universidad, apenas se habían visto.

Con todo el ajetreo de la carta se le había hecho tarde. Cogió con prisa el abrigo, las llaves y el bolso y se dispuso a salir del apartamento. Aunque eran principios de octubre, el clima ya era frío.

Empezó a caminar hacia una de las humildes calles de la ciudad donde se encontraba el piso de sus padres, su antiguo hogar.

Por el camino no pudo evitar fijarse en cada una de las personas que pasaban a su alrededor.

Niños, jóvenes y adultos.

¿Y si entre ellos se encontraba el autor de la carta?

Cuando por fin llegó, su reloj marcaba las dos y treinta y siete.

Presionó el pequeño botón del telefonillo y en cuestión de segundos se escuchó la voz de una mujer.

—¿Sí? —era la voz de su madre, Rita.

—Soy yo.

—¡Maya! Menos mal —se escuchó un leve suspiro y se abrió la puerta.

Al abrirse, un pequeño gato rubio pasó corriendo, y rozó levemente su pierna izquierda. Se giró rápidamente pero ya no lo volvió a ver. Seguramente se habría escondido bajo un coche.

Sacudió la cabeza como intentando concentrarse y presionó el botón del ascensor.

Una vez dentro se miró en el espejo del pequeño cubículo. Su cabello era rubio y estaba recogido en una desordenada coleta, sus ojos eran pequeños, color verde esmeralda. Su nariz era respingona y sus labios, gruesos, rojos por el maquillaje. Las mejillas, levemente sonrosadas.

Escuchó el timbre del ascensor y cayó en la cuenta de dónde estaba.

Bajó sin prisa y se acercó a la puerta. Antes de pulsar el timbre, suspiró.

Los pasos de su madre retumbaron en su cabeza y se abrió la puerta.

—¡Maya, cielo! —exclamó su voz. La apretujó en un fuerte abrazo que no pudo romper—. Pasa cariño, la comida está lista.

Al entrar, la recibió el humo del tabaco de su padre.

—No deberías fumar, papá.

—Y tú no deberías llegar tarde —recriminó Marcos acercándose a darle un leve abrazo. Amaya se apartó un poco ofendida y se sentó en una silla. Frente a ella ya se encontraba la olla.

Touché —dijo cínicamente.

Su padre apagó el cigarro en el cenicero y miró a su hija. Amaya asintió y mientras tanto, la madre empezó a servir la sopa.

—Bueno, hija, cuéntanos. ¿Todo bien en la universidad? —preguntó la mujer mientras dejaba el cucharón y se sentaba frente a su hija y junto a su marido.

—Lo de siempre.

—Pero, los amigos y demás... ¿Todo correcto?

¿Estaba todo correcto? Estos últimos días casi no había aparecido por la universidad, ya que se agobió cuando varios profesores le mandaron deberes y trabajos. Pero sí, todo correcto. Todo correcto, si era lo correcto decir que Netflix no le había dado ningún problema y que las patatas de bolsa seguían siendo baratas.

Asintió dándose cuenta de que había estado más rato pensando del que debería.

Amaya se llevó una cucharada a la boca. Definitivamente los domingos ya no eran lo de antes. Durante el verano casi no había pasado tiempo con sus padres porque había estado arriba y abajo buscando algún empleo. Acto fallido, por cierto.

Como mucho iba a la playa algún día, si le apetecía, y si no, se quedaba en casa mirando películas y series.

—Tenemos algo que decirte —empezó su padre rompiendo el hielo. Tragó saliva.

Rita se llevaba pequeñas cucharadas de sopa a la boca, incomoda. Amaya observaba a su padre a la espera mientras bebía agua.

—Verás... ¿Te acuerdas de mi hermano Martín?

Asintió, era un hombre bastante desconectado de la familia.

—Ha tenido un accidente y ha muerto.

Se quedó intentando asimilar las palabras, pero solo tardó un par de segundos.

Los padres seguían a la espera de su reacción.

—Qué puedo decir, es ley de vida —y enarcó las cejas.

Marcos apretó los puños cabreado y Rita soltó la cuchara de golpe.

—¿Que narices te pasa, Amaya? —preguntó la mujer limpiando las salpicaduras de sopa de la mesa y del vaso.

—Mamá, tú morirás, yo moriré... Esto pasa, no es nada nuevo. Además, este hombre ni siquiera parecía tener apego hacia su propia familia —respondió tajantemente.

La fulminaron con la mirada, pero siguieron comiendo.

El resto de la comida no fue a mejor y menos cuando se le ocurrió preguntar cómo había muerto. Dijeron que había sido un accidente de coche, un impacto con otro vehículo que provocó un incendio que dejó el cuerpo casi irreconocible.

Por la tarde se pusieron a ver una película típica de sobremesa en algún canal tradicional. Cuando vio que su padre cabeceaba, y que su madre ya llevaba un rato durmiendo, decidió que era momento de irse.

Al pasar por el recibidor, se quedó contemplando la foto de dos pequeñas criaturas rubias que descansaban en una hamaca de playa. Era una foto entrañable, en la que ambas llevaban una pulsera igual, pero de distinto color, una rosa y la otra naranja.

Acarició la pulsera de su muñeca y salió de allí.

***

Primer capítulo, disfrutad.

¡Exijo comentarios, como en los viejos tiempos!

Att: Nina :3

Bajo efectosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora