Capítulo 3

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Les fue muy difícil volver a encontrar el rastro de la reliquia. El descanso, aunque justificado, la había alejado de los servidores de la Muerte. Estuvieron varios días andando por la estepa desértica, viendo solo gris en todas las direcciones, incluso en el cielo. Se dirigían al paso entre las montañas, que recibían el nombre por el color predominante. La ruta estaba marcada en el mapa que les habían dado en el templo y siguiéndola, el iniciado localizó el objeto sagrado.

—No sé el lugar, pero sí hacia donde está —le dijo a Tria, aunque al momento cambió la cara—. Me parece que tenemos que hacer otro pequeño desvío. No para de salirnos trabajo por estos lugares.

—Claro, una búsqueda rápida y tranquila nunca existirá. Y si lo hace seguro que no nos toca a nosotros. ¿De qué se trata?

—No estoy muy seguro de qué se trata, pero de quién... ¡un necromante! A unas seis millas hacia el norte.

Anduvieron unas cuatro, hasta que vieron una columna de fuego con extraños brillos de sortilegio. La paladina y el sacerdote intercambiaron una mirada y apretaron el paso. Las llamas bajaron su intensidad y perdieron el resplandor mágico, pero cuando quedaba poco menos de una milla, ambos efectos reavivaron su fuerza.

—Detecto cinco o seis no muertos y al necromante —informó Zhersem—. Están creando cadáveres quemados. Mejor nos damos prisa por si podemos salvar a alguien.

Confiando en que estaba anocheciendo y que el fuego les impediría ver que se acercaban, soltaron los equipajes y arrancaron a correr. La guerrera se colocó el escudo, que empezó a despedir luz, y se preparó para desenfundar la espada en cualquier momento. El clérigo recitó la letanía de los veinticuatro nombres pero sin acabarla, dejándola en suspenso. Así, cuando dijera el último nombre, podría lanzar el hechizo. Aunque esta técnica cansaba, era menos costosa que solo utilizar un nombre, permitiéndole, a cambio de más agotamiento, incluso hablar sin completar el hechizo.

—¡Espera! —El tatuaje del ojo del sacerdote brilló con más intensidad, como invariablemente ocurría al escudriñar a una distancia imposible para la vista normal—. Si queremos salvar a alguien, no hay tiempo para ser cautos, ni movimientos sutiles. ¿Carga frontal, Tria? ¿Tú bloqueas con el escudo los hechizos del necromante y yo voy quemando a los cadáveres resucitados?

—Al viejo estilo pues... ¡A la carga! —Se puso a correr desenfundando la espada, sin esperar al iniciado, como siempre. Él se tuvo que esforzar en seguirla.

Los servidores de la Muerte se acercaron a la columna de fuego, en la que se seguían observando luces sobrenaturales. Iban a la carrera, sincronizando los pasos pese a la dificultad. Lo hacían inconscientemente, sin fijarse en los pies del otro. Tantos años de entrenamiento en el monasterio habían dado resultado. El sacerdote a un solo paso de la guerrera, quien apagó la luz de su escudo para no alertar de su presencia demasiado pronto.

Empezaron a oír un escalofriante canto en una lengua gutural, con muy pocas vocales y un exceso de consonantes duras, aderezada con lo que parecían chasquidos y gruñidos. Al poco, comenzaron a vislumbrase una media docena de figuras en pie alrededor de la columna llameante. Al lado había un árbol, y en una de sus ramas colgaba cabeza abajo, atado con una soga, un cuerpo humano que se meneaba en medio de la hoguera. Entre el fuego y el círculo de figuras había otra con las manos en alto, de la que surgía el sonido.

Cuando estuvieron a unos cien pasos, y pensando que pronto serían descubiertos, Tria lanzó el grito de guerra de las Paladinas del Cráneo, la primera parte del lema del credo:

—¡A todo le llega la Muerte! —E hizo brillar de nuevo a su defensa para resaltar el efecto de sus palabras.

El del canto interrumpió su conjuración, volviéndose y retrocedió un poco hacia atrás. Las otras figuras abandonaron el círculo, dirigiéndose a formar una barrera entre los servidores de la Muerte y su amo. Gracias a la luz, se pudo ver que eran cadáveres alzados. Aunque las piernas se encontraban en un estado normal para un humano vivo, los brazos, el torso y sobre todo la cabeza, estaban muy quemados. En muchos sitios se veía el hueso asomando entre la carne chamuscada. Todos lucían una desagradable mueca, al haber desaparecido los labios y la carne de alrededor. No quedaba ni resto de cuero cabelludo, y donde deberían estar los ojos, había unas pequeñas llamas.

Los servidores de la Muerte #WritingAwards2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora