19

927 77 16
                                    

"SÓLO TAL VEZ"

Miro el calendario que hay en la cocina de Peeta, suspiro y me levanto la blusa: las heridas ya cerraron —en parte gracias a las suturas que realizó mi madre—, pero han aparecido grandes moretones que cubren casi todo mi torso, sin mencionar mi mejilla que sigue hinchada y me hace parecer un hámster.

Cuando me desperté en la cama después de todo el aspaviento de la plaza, con lo incapaz que era de moverme por el dolor, tuve que contorsionarme lo suficiente como para incorporarme. La confusión propia de mi estado se disipó rápidamente al apreciar manchas importantes de sangre en las sábanas. Inmediatamente lo recordé todo y comencé a gritar como loca desquiciada el nombre de Peeta, y es que sí, estaba desquiciada. Total y completamente fuera de quicio.

Haymitch y mi madre llegaron para callarme, explicaron que Peeta estaba vivo, pero que su condición era crítica: estaba muy herido y algunas de las cortadas que el látigo había hecho estaban infectadas por todo el polvo de carbón y la suciedad, como me pasó a mí, pero como mi ropa no se desgarró completamente, no fue difícil curarlas; en cambio, él había ganado una grave infección cutánea, y desgraciadamente mi madre no tenía lo necesario para curarlo.

La realidad me golpeó otra vez, el miedo de perder a Peeta, la confusión, el deseo de querer estar con él y la impotencia por no poder hacerlo, ni siquiera cuando lograra pararme de esa estúpida cama, porque si lo hacemos, si estamos juntos, corremos el peligro de ser descubiertos y de terminar varios metros bajo tierra.

Después de una semana, logré ponerme en pie, utilizando ayuda, claro, pero así fue, y cómo no, lo primero que hice fue intentar correr hacia la cocina y ver a Peeta. El primer golpe de la realidad que había recibido días atrás al saber que estaba mal me volvió a dar una cachetada en la cara, esta vez, acompañada de un puñal en el corazón cuando lo vi tan débil. Su piel, que alguna vez pude imaginar como perfectamente blanca (con algunos detalles rosas casi imperceptibles adornándola, dándole un aspecto carnoso y perfecto, lejos de ser pálido), se encontraba llena de cicatrices y costras feas, morada, algunas venas azules se le marcaban. Tuve la sensación de que, si no fuese porque su espalda subía y bajaba a un ritmo acompasado, Peeta estaría tan muerto como todos aquellos enfermos o heridos de las minas que le traen a mi madre, tantos de ellos que han muerto en la mesa o en el piso de la entrada de mi casa; sus familia (generalmente sus esposas) llorando en la entrada, sosteniendo la cabeza de sus difuntos hombres en su regazo, aprisionándolos contra su pecho como si eso los fuese a devolver a la vida.

En ese momento, entendí a mi madre, entendí lo que pasó por su cabeza cuando supo que mi padre estaba muerto, y supe, comprendí, acepté, ¡Por un demonio, quería gritarlo! ¡Quería decirle a todo el mundo que Peeta es mío, que lo amo y que no soportaría de ninguna manera su muerte! ¡Quise gritar su nombre, quise que se levantara de esa mesa y me besara! ¡Quería correr a abrazarlo, envolverlo en mis brazos, aprisionarlo contra mi pecho y nunca dejarlo ir!

Todas mis intenciones se derrumbaron cuando alguien abrió la puerta. Traía un golpe en la mejilla que ya se estaba curando, igual que yo. En el segundo justo en que su mirada se encontró con la mía, cumplí mi deseo de gritar, ¡Le grite que se largara de mi casa! ¡Que se fuera! ¡Le dije que todo esto era su culpa, que debía de haber muerto! ¡Le grite que el bebé que espera tendría que ser de alguno de los agentes de la paz para quienes trabajaba en lugar de Peeta!

Se fue, ella se fue y luego todo se volvió obscuro cuando algo me pinchó el brazo y sentí un líquido frío y metálico mezclarse con mi sangre.

La siguiente vez que desperté fue como un sueño al principio: mi casa de la Veta había sido remplazada por un bello cuarto lleno de luz y de paredes grises, de muebles color vino barnizados que resaltaban la belleza de las decoraciones blancas, doradas y negras. Me sentía como si estuviera flotando en una nube, y cuando lo quise comprobar, comprendí que simplemente era un colchón. Prim entró segundos después, me explicó que nos habían trasladado a casa de Peeta porque no eran buenas las condiciones de la nuestra para que las heridas de Peeta lograran sanar. Le pregunté a Prim que qué había sucedido con la infección, ella me contestó que había empeorado, que habían intentado todo, pero que simplemente no tenían lo que se requería.

HARINA Y POLVO DE CARBÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora