vérité.

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Sus labios mordidos estaban, esperando a alguien que sanara sus heridas.
Su sangre tan roja como sus uñas, y los labios entreabiertos como sorprendidos por otra broma pesada.

La broma pesada que Ava veía era a Antoine frente a ella, adorando cada pequeña partícula de su cuerpo.

Cada partícula que ella misma no era capaz  de adorarse. Pero no, no era cierto.
¿Un sueño, quizá? Una breve ilusión indicando la locura de aquellos jovenes años que eran arrastrados por el amor.

Sus ojeras demostraban las luchas que había tenido con su mente anhelando ese preciso momento. Lucía más anciana.
Más adulta.

Con las manos temblando junto al corazón, Ava había presentido, desde la llamada resonando en su teléfono rosa, que su siguiente acción sería llorar.
Y sí que había acertado.
Sí que había acertado.

Al ver a su amante tan descuidado, tan real, tan vivo, emitió un suspiro que terminó siendo sollozo desesperado.
Pero... ¿él sentía la opresión que sentía su Suzanne?

Su Suzanne, un nombre falso que producía emociones falsas.

Esos dos meses habían pasado como años de arena para la frágil Ava.
Para él, solo habían sido segundos de agua.

No obstante, nadie ama de igual manera.

Algunas mariposas aman matando, y algunos leones aman con caricias de nada. Ava y Antoine amaban de manera diferente.
Pero se amaban, y eso era su esencia.

En el instante en que se vieron, ambos se levantaron y se abrazaron tan fuerte que la tierra podía sentirlos.

Todos los platos rotos y los cortes en las largas piernas.

Todos las risas del recuerdo y los zapateos del demonio al son de la princesa.

Todo había quedado sanado con los brazos de esa persona a la que amaban.
O tal vez a la que fingían amar.

Los labios de Ava tocaron los de Antoine, empinándose y esperando saborear aquel dulce sabor de arequipe. Acarició su cuello,  su pecho, sus brazos, sus caderas, su todo.

Lo extrañaba, lo extrañaba demasiado. Y eso sentía Antoine en ella. Se sentía tan amado que su ego crecía al mismo tiempo que decaía por estar mintiendo siempre.

Antoine no había tenido que esperar mucho para ser amado.
Tenía mujeres detrás de él por su belleza narcisista, rogando por una sola mirada.

Sin embargo, ninguna lo quería con tanta verdad como Suzanne.

Su pequeña y hermosa Suzanne.

Recogió sus piernas, besando su profundidad a suavidad de seda, y la colocó en la extensa cama ahora blanca como la piel de su princesa.

Esa cama tenía secretos.

Besó sus mejillas, saboreó su cuello con la dedicación de un niño probando un dulce y tocó con su lengua los huesos que sostenían su cuerpo.

Los gemidos de Ava eran más de felicidad que de placer, ¡por fin estaba allí!
No supo cuando se dejó rebajar a vana tierra por alguien tan serio, tan insensible como su rey.
Pero por sus besos daría hasta su alma al más vil.

Él la había hecho sentir bella, mujer, con una sola mirada a sus ojos.

Sus ojos que ni siquiera eran perfectos.

Y entonces fue con Antoine tomando su piel que reconoció la razón de su enamoramiento infantil y posesivo: lo amó porque se sintió buena.
Lo amó, por sobre todos los chicos y las chicas que habían intentado besarla, porque fue el único que mirándola desnudó más que su ropa.

Desnudó su piel, su carne, sus huesos.

Él se había llevado su espíritu.
Con cuatro noches.

Aquellas cuatro lunas habían visto como le habían robado el caótico ser de niña.

Una sonrisa escapó de los labios de fresa de su princesa y Antoine resopló riendo.

--¿Te gusta lo que te hago, mi querida Suzanne?--su rasposa mano varonil acarició la línea que había entre sus pechos y su sexo, llegando a este.

Tomó su feminidad como a un juguete y en suspiros entrecortados Ava susurró:

--Mi nombre es Ava--abrió sus zafiros y miró el rostro de su hermoso rey, que reposaba su mano en ella--Mi nombre es Ava Bellerose--.

Y el rey gritó.

EuthanasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora