mort.

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Estaba nublado, como siempre. Parecía querer llover, las nubes estaban enojadas.
Grises, como los ojos de aquella chica que ponía a Antoine con sólo imaginarla. Dios, que chica.

Una pizca de sol de asomó por el este, algo que el increíble ojo de Antoine logró captar. Nada se le escapaba, nada.

Parado al frente de la cafetería de la novia, una de esas cafeterías en las que un café cuesta un riñón, Antoine se complacía en demasía con un chocolate lleno de arequipe de antaño.

Según su perspectiva, sabía más rico que aquel chocolate en el que había pegado el ojo, aunque no lo hubiera probado. El condenado chocolate costaba más de lo que su bolsillo podía permitirse. En fin, sabía rico.

Pero sabría mejor con un poco de ese humo de paz que soltaba cada vez que fumaba. Sí, de hecho.

Sacó de su bolsillo un cigarro--nunca le había gustado guardarlos en cajetas inútiles--y un mechero. Prendió el borde y dio una calada profunda.

Tan profunda como...

Prefería que su mente se callara de una vez por todas. Si no lo hacía, juraba pegarse un tiro.

Un niño pasó por su lado, haciendo una cara extraña. Antoine dejó salir el humo en su cara, justo en sus ojos.
A las personas creídas les pasan cosas malas.

Guiñó un ojo y se fue caminando, con la melodía de los gritos del niño de los ojos rojos. El pequeño llamaba a su mamá.
Antoine dejó salir una carcajada. Empezó a caminar rápido.
Un pequeño retiro de mujeres de vida alegre llamó su atención. Algunas hasta lamieron sus dedos, algo que sinceramente tentó al joven.
De todos modos, no podía distraerse con golfas, había alguien que lo estaba esperando.

Un nombre que empezaba por D, y terminaba por onatien. Ese alguien llamado Donatien que le había abierto puertas laborales.

Resulta que había llegado a la plana Île Saint-Louis con una nueva identidad: aprendiz de administración. De nada más, y nada menos, que de la familia Lefebvre. Una familia respetable, decían todos. Dio otra calada.

Otro mordisco más.

Sus pasos se dirigían a la mansión Lefebvre, sin embargo, no lo quería así. Algo en su interior le decía que estaba mal en dirección. Tal vez quería ir a una parte en específico pero sus piernas no. ¿O era al revés?

Sacudió su cabeza alejando esos pensamientos de delirio, no quería que pensaran que era un lunático. ¿Pero quién sino él mismo lo pensaría? Bueno, no quería pensar que era un lunático.

Dió otra calada, luego otro mordisco. Dejó salir el vaho gris masticando aún el pedazo. Algo porquería, algo no tanto. Era el dueño de sus tonterías, nada importaba.

Miró su reloj, marcaban las X de la mañana. Bueno, marcarían las diez si su reloj no tuviera números romanos, ¿por qué razón eligió algo que tuviera números romanos?

--Disculpe, señor. ¿Quisiera ver nuestros apartamentos?--un boletín llegó a sus manos, no le interesaba en absoluto. Arrugó el pedazo echándolo en alguna parte que tampoco le interesó. No iba a ver a esa señorita en su vida.

Sonrió, satisfecho con su comportamiento, y se enderezó. Estaba correcto en la dirección, ya estaba seguro. Había visto ese ventanal cuando llegó a la pequeña isla.
Sí, pero no había visto esa extraña escena lujuriosa. Un hombre de cabellos negros y una mujer de cabellos rubios estaban compartiendo fluidos encima de un gran piano marrón. Eso es genial, personas que no les importa lo que les digan.
Antoine dio un aplauso que no alertó a nadie. Los demás estaban muy metidos en sus cabezas como para prestarle atención a un loco que daba aplausos a la nada.

EuthanasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora