abandon.

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La dulce Ava besó la frente de Antoine mientras vestía su cuerpo con el uniforme diario de su escuela. Era un día soleado, algo extraño en París.

Ava lo tomó como un buen augurio.

Mientras abotonaba la corta camisa blanca, recordó esas caricias a su sexo que le dio Antoine la anterior noche.
Que manos talentosas, pensó. Unas manos talentosas en un cuerpo talentoso.

Agarró su cabello rubio en un lazo rosa pálido que había escondido entre las ropas de instituto. No se molestó en maquillarse, ni se molestó en limpiarse. Sólo se vistió, encantada con el aliento de ese hombre que dormía como un bebé en la cama aterciopelada.

Se colocó la falda escocesa, se calzó sus zapatos marrones. Lo estaba abandonando.
Pero tal vez no lo volvería a ver, y además, una puta nunca se queda a dormir en los brazos de alguien que amaba.

¿Lo amaba? Claro que no. Sólo era el sentimiento de la noche anterior. Estaba segura de eso.

Abrió la puerta de la habitación roja, no sin antes darle un último y pequeño vistazo a ese chico extraño. Sí, era un chico extraño. Había crecido de una manera triste y sin embargo se reía de ello. Sonrió, recordando la manera en que agarró sus pequeños pechos.

Salió notando las miradas de aquellos hombres lujuriosos que tenían mujeres en sus rodillas. No los observó en ningún momento.

--Lindo día, señorita--farfulló el señor de las putas, alzando su sombrero como si se creyera un caballero. No lo era ni en su casa. Fue el primer hombre que se le insinuó para que lo "complaciera". Ava lo emborrachó y le hizo confesar sus secretos.
Tenía una esposa, tenía 3 pequeños hijos. Y el asqueroso cerdo estaba buscando una vagina adolescente.

De todos modos, no le daba más asco que Donatien Lefebvre.

Le sonrió de vuelta, algo hipócrita de su parte, pero así eran todos. Así de farisaicos.

Mientras iba de camino a la estación de bus más cercana, trató de hacer memoria de esa vez que se interesó por el mundo del placer y el éxtasis mutuo, sólo para tener algo que hacer.

Fue cuando tenía catorce años, recordó.
Estaba buscando un poco de arequipe para untarse en la lengua.

Oyó gritos en el cuarto de sus padres.

Gritos de ambos.

Cuando entró, vio como su madre se derretía en un caliente orgasmo, mientras su padre la embestía como una bestia. Ese preciso momento sintió un cosquilleo en la parte baja de su estómago: un cosquilleo de excitación.

Empezó a ver películas de adultos, dónde el sexo era más explícito. Comenzó a darse placer ella misma, pensando en esa curiosa noche. Dejó de hacerlo un año después, porque lo consideraba enfermo.

Cuando llegó a la parada de autobus, Ava acarició su cabello y se sentó en el suelo de cemento, como si algo normal fuera. La gente caminaba a su lado y la miraba como si estuviera loca. Era una superficie adecuada para sentarse, pensó. Y así, siguió recordando.

Su mente se dirigió al momento en el que su maestro de partituras le lamió el cuello. Después de esa sugerencia, se quitó su pequeño vestido y condujo al pobre maestro al pecado. Perdió su preciada flor esa tarde de verano.

El bus llegó sin impuntualidades. Se levantó del asfalto y sacudió la tierra de su falda. Subió las pequeñas escaleras del vehículo. Cuando entró, muchos hombres se la quedaron viendo. Debía reconocer que era bonita, que tenía ese algo que llamaba la atención. Hizo una reverencia estúpida para ella, para luego sentarse en un asiento vacío al lado de una mujer embarazada.

Lo único que podía llevar su compasión eran esas mujeres. Llevaban vida dentro, vida inocente. Vida sin pecados. Le sonrió sólo unos segundos, pero no volvió a notar su existencia.

Su mente se separó de su cuerpo nuevamente. Esa noche que vio a su madre intimidar con el señor Donatien, engañando descaradamente a su querido padre, engañando sin vergüenza a su ya no tan ingenua hija.
Esa misma noche se dio cuenta que tener dinero no implicaba ser feliz. Esa misma noche se dio cuenta que debía buscar su felicidad en otra parte.
Esa noche fue la noche en la que vendió su cuerpo.

Un pitido hizo saber a Ava que había llegado a su destino. Sus lágrimas estaban ya en sus mejillas, de todas maneras nunca le había importado llorar.
Se limpió aquel hilo de tristeza y salió con la barbilla alta; con su dignidad por el cielo. Ella nunca había dejado que la opresión en el pecho definiera su día.

Cruzó la entrada de aquella escuela de ricos, absorbiendo miradas como una esponja: miradas de envidia; de deseo; de pena. Sin embargo, no titubeó ni devolvió miradas. Sus pasos iban directo al baño del lugar.

La coleta de Ava se movía con cada pequeño trote que daba al caminar, algo que amaba ella, por bizarro que sonara. Siempre se hacía ese tipo de coletas para que chocaran contra su espalda al caminar.

Entró al baño, tan solitario como ella misma y se miró al espejo de inmediato.

Vio las grandes ojeras que adornaban su rostro; se agarró un poco de piel en el abdomen.

Entonces fue cuando rompió en llanto.

Ella nunca se había gustado en lo absoluto. Ella siempre deseó ser otra persona, menos dañada mentalmente. Menos dañada sentimentalmente.

Agarró su cabello y deshizo la coleta, para hacerse un tomate enredado con ayuda del mismo estúpido lazo.

Fue a un cubículo y se agachó frente al sanitario. Colocó dos de sus dedos en su boca y forzó.

Forzó hasta que expulsó de su cuerpo todo alimento. Forzó hasta sentirse bien consigo misma.

_______________

Antoine vacilaba en su sillón rojo, pensando en aquella chica, Suzanne. Lo bella que era, lo bella que se hacía interpretar.
No había dejado de pensar en ella desde que lo abandonó en ese cuarto rojo.

Un cigarrillo se niveló entre sus delgados dedos y Antoine rió, porque pensaba que debería estar muerto por esa adicción.

Pero después rió más fuerte, porque recordó que ya estaba muerto. Estaba muerto por ella.

--Antoine--llamó la pelirroja de Donatien.

Él volteó la cabeza, distraído como estaba con el pensamiento de la señorita Poulain.

Y así distraído, notó como el mismo señor Lefebvre apartaba a la inocente mucama, quién dio en forma de queja un suave gritito, y entraba a la habitación de Antoine.

Su rostro estaba nublado, y sus ojos mostraban la ira misma. No intimidó en ningún momento a Antoine.

--Necesito que mates a alguien--murmuró él en esa tarde calurosa de verano.


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