mémoire.

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El sonido del irritante teléfono resonó en el marmol sin pulir de la habitación nueva de Antoine.
Desde que él había llegado, lo habían recibido de la manera más noble, sabiendo lo que era y lo que era capaz de hacer.

Por lo que les dedicó el tiempo a una ilusión de nueva familia, pues fácilmente se había encariñado con ella.

Pero la extrañaba más de lo que extrañaría a su propio corazón. Las ventanas mostraban cristales que ya no significaban lo mismo, y la lluvia no era pasión, solo tristeza.
Se había enamorado de sus pies y sus pechos pequeños, de su sonrisa petulante y sus ojos de gato.
De esas diminutas cosas que nadie parecía ver.

De ella sola, de ella en partes.
Se había enamorado sin verla todos los días.

Así que decidió, a pro de su existencia y sus sentimientos vanos, llamar al prostíbulo donde ella sin falta acudía a complacerlo con sus movimientos y sus bromas infantiles acerca de él mismo.

Sin querer, ella había llegado a tocar su alma más rápido de lo que él le llegó a la boca.

La suave melodía se filtró por el teléfono cuando el señor de las putas le contestó apresurado.

--Sí--asintió, a lo que este le decía. El señor de las putas siempre supo la preferencia de ese jovencito apuesto y misterioso, por lo que sin mover sus carnosos labios siquiera, este le había asignado una hora.

Colgó emocionado. Sintiéndose como un niño.
Hace rato que no podía sentir nada, que creía que no tenía piel, que solo era carne podrida en busca de la muerte suya y la de los demás.

Imaginó entonces su delgado cuerpo y su corazón se aceleró de placer. No iba a faltar esa noche por más lluviosa que fuera.

Tocó sus rodillas, se levantó con sorna, se dirigió a la puerta.

Y con el alma susurró--Se acabaron las muertes--para luego irse corriendo, en busca de la rubia de los pies de ninfa.

EuthanasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora