Capítulo 21: Me gusta mirarte.

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Calmada entré con James a clases, y de la misma manera, me senté para copiar lo que la profesora de estudios económicos escribía sin mucho ánimo en la pizarra

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Calmada entré con James a clases, y de la misma manera, me senté para copiar lo que la profesora de estudios económicos escribía sin mucho ánimo en la pizarra. Por algún motivo, me sentía afortunada de haberme cruzado con James en el receso y de vez en cuando, echaba una mirada en su dirección para corroborar que no estaba fantaseando. Haber hablado de aquella forma con él me había hecho recordar el tiempo en el que habíamos sido amigos; tiempo en el que yo no era más que la torpe e invisible chica nueva. Por un segundo, extrañé eso.

Extrañé ser yo misma frente a James y extrañé ser yo misma frente a Melody. Ser torpe, mala en algunas asignaturas y peculiarmente honesta. Suspiré y espanté aquel sentimiento. Ahora era perfecta, era la chica que siempre había soñado ser, la chica que mi mamá había sido en su época de instituto y a la que deseaba replicar. Era un ejemplo. Uno falso y roto, pero uno al fin y al cabo. Y lo mantendría firme costara lo que costara. Incluso si hacerlo significaba seguir mintiendo.

Había dejado de lado a James en mi búsqueda del reconocimiento, pero ahora, si él me lo permitía, podía acercarme nuevamente. Ser su amiga otra vez y mostrarle cuán agradecida estaba por todo lo que había hecho por mí aquel primer mes de clase. 

Tan sumergida en mis pensamientos había estado que no me había percatado de la mirada de Matthew sobre mí, y no fue sólo hasta que recogí el bolígrafo que había caído al suelo, que lo noté. Al cruzar miradas, él me sonrió como lo haría un niño pequeño. Yo no le devolví el gesto, pasé de él y seguí escribiendo. No obstante, el peso de sus ojos sobre mí comenzó a inquietarme.

—Basta —mascullé tensa—. Vas a hacer que me castiguen. Otra vez.

Él pareció pasar de mis palabras.

—Me alegra saber que aún tienes voz —respondió inocente, provocando que quisiera patear su rostro.

Irritada puse los ojos en blanco. Había creído ser clara con él durante el receso, pero al parecer, no lo suficiente, pues allí seguía él intentando acercarse a mí. Debía reconocerlo, Matthew Cooper era un cabeza dura, así que no me sorprendió cuando dio un golpecito con su bolígrafo en mi pierna. 

Pss, ¿piensas seguir hablándome? —preguntó.

A modo de respuesta, arranqué un trozo de hoja y escribí: 

No te hablo para ser sociable. Deja de mirarme. 

Luego, lo arranqué y tras pensarlo dos veces, se lo pasé prestando suma atención a que Parnell no se percatara de lo que había hecho. 

Matthew lo tomó divertido y enarcó sus cejas al leer. Tontamente, hizo lo mismo que yo y escribió debajo. Con una expresión fastidiada recuperé el papel y leí: 

No puedo, Hada. Me gusta mirarte.

Me mordí el lado interno de la mejilla para escribir nuevamente:

Y a mí me gustaría poder golpearte, pero como ves, la vida no es justa para nadie.

Trasformé la nota en una bola y violentamente se la arrojé. El papel rebotó en su frente y cayó al suelo. Con divertida confusión él lo levantó y yo sonreí socarrona. 

—Bobo —pronuncié en voz baja.

Primero escuché el carraspeó y tras él noté una delgada mano apoyarse sobre mi banca. Nerviosa, tragué saliva y recé porque la tierra me tragará mientras dirigí mis ojos hacia la afilada mirada de mi profesora. 

—Señora Parnell —mi voz sonó débil y mi sonrisa inocente lució como la de un payaso mal pagado cuando la mujer frunció sus cejas en un gesto irritado. 

—Supongo, señorita White, que es mucho más interesante arrojarle papeles a su compañero que escuchar mi clase —observó con reproche.

Me quedé en silencio sin saber cómo actuar. Desde que había ingresado a Adams, nadie nunca me había censurado por mi comportamiento..., nadie nunca hasta que Matthew apareció con una sonrisa encantadora y un montón de problemas nuevos que me estaban sofocando. 

Gracias, Matthew. Ironicé conteniendo las ganas de arrojarme sobre él.

De cualquier forma, allí seguía: callada e inmóvil mientras la profesora me observaba en busca de una respuesta. Frustrada bajé la mirada y abrí mis labios para pronunciar una disculpa, sin embargo, él habló primero: 

—Si me permite opinar —dijo captando la atención de la profesora—, no creo que esté siendo justa, señora Parnell. 

Una oleada de indignación cruzó el rostro de la mujer. 

—¿Usted está diciendo que no acabo de ver a la señorita White lanzarle un papel?

—No, estoy diciendo que usted vio a la señorita White devolverme un papel que yo le había dado en un acto de conseguir su número de celular. Está claro que... —La comisura izquierda de su labio se elevó en una media sonrisa—. A ella no le causó nada de gracia que intentara coquetearle en horario de clase.

Con recelo en la mirada, Parnell volvió a mirarle.

—¿Eso es cierto, White? 

La pregunta me había tomado tan desprevenida que solo pude balbucear.

—Yo...

Inconscientemente le lancé una mirada dubitativa a Matthew preguntándome a qué estaba jugando. 

—¿En serio usted cree que una chica como Aylin entregaría a uno de sus compañeros? —preguntó él antes de negar con la cabeza; fingiendo una notoria decepción hacia la actitud de la mujer que nos hablaba. La clase entera se mantuvo en silencio para escuchar lo que sucedía entre nosotros tres—. Creo que es importante destacar que el compañerismo es la clave de una buena vida estudiantil. Está de acuerdo, ¿no es así? —Matthew no tuvo respuesta, sin embargo, continuó como si la profesora hubiera estado a favor de sus palabras—. ¿Cómo cree, señora Parnell, que serían las clases si todos contáramos los pequeños deslices que los chicos y las chicas con las que convivimos día a día? Sería... —Hizo una pausa filosófica y calculada, que me pareció de película y agregó—: inhumano no proteger a los nuestros.

La profesora se mostró incrédula, con las mejillas enrojecidas por la molestia y los labios sellados; y así lo miró a él y me miró a mí, una y otra vez. Luego, dejó escapar una especie de gruñido desconforme antes de regresar a su silla con paso altivo. 

—Solo espero que no se repita, jóvenes —sentenció sin más.

Sorprendida asentí y guardé las ganas que raspaban mi garganta de gritarle un: ¡En tu cara, zorra!, mientras le enseñaba el dedo medio, pero todo ese regocijo por una victoria se esfumó en cuanto observé a mi compañero, quien, sencillamente me guiñó un ojo sin apartar la sonrisa de suficiencia de su rostro.

¿Por qué sonreía como si me hubiese hecho un favor si en primer lugar había sido culpa suya que me regañaran? Insultándole mentalmente, regresé la atención a mi cuaderno. 

Escondiendo mi otro yo. [COMPLETA. EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora