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Debido a los estudios pasaba la mayor parte del tiempo en clases, desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde, y a veces tenía que leer actas o tratados que me mantenían despierta hasta la madrugada. Nunca fui una buena estudiante, de hecho, odiaba leer. Pero tenía que esmerarme si quería volver a Illea. Ya estaba en Montecarlo y había firmado el contrato que me ataba a ser embajadora, no podía fallar

Fue una de esas noches que sonó mi puerta. Era pleno Abril y la brisa del verano entraba por la ventana perfumándolo todo con aroma a jazmines. La ciudad brillaba a mis pies y la bahía se expandía en el horizonte. Solo vestía un pantaloncillo corto de piyama, una camiseta holgada y había atado mi pelo en una cola con la ayuda de un lápiz. Sobre la cama estaban esparcidas las cientos de hojas que debía estudiar.
Cuando abrí la puerta me sentí repentinamente intimidada. Philippo estaba apoyado en el marco, con su sonrisa radiante, sus rizos cubriéndole los ojos verdes y un atuendo veraniego de bermudas y camisa blanca. En sus manos tenía una margarita que había arrancado de algún lado porque el tallo estaba fibroso.

Me sentí inhibida y pequeña. En un intento bruto por ocultar mi piyama crucé las manos sobre el pecho, como si aquello pudiera impedir que me viera en aquellas condiciones.

—¿Salimos? —preguntó ampliando su sonrisa de dientes perfectos. Cuando estábamos juntos solíamos hablar en inglés, aunque poco a poco mi italiano iba mejorando y ya comenzaba a comprender algunas cosas. Sin embargo, debía admitir sin vergüenza que la fonética inglesa en Philippo tenía su encanto.

—No puedo, tengo que terminar de leer las normas de Bochnic para mañana —dije abatida recibiendo la margarita, frunció su nariz.

—Por suerte lo estudié hace años —rió—. No hay nada más aburrido. ¿Necesitas ayuda?

Lo preguntaba en serio. Me sonrojé recordando cómo estaba vestida.

—No te preocupes, estaré bien —dije levantando un hombro. Fue cuando me miró descaradamente de pies a cabeza.

—Es algo temprano para andar con piyama ¿no? —rió— Y yo que tenía pensado invitarte a dar un paseo por la costa.

Sentí como mi cuello se calentaba.

—¿Ahora? —pregunté algo cansada—. ¿Seguro? —me asomé al pasillo esperando encontrar a alguien—. ¿Y Nicoletta?

—Tiene mejores cosas que hacer —me guiñó un ojo—. Anda, cámbiate y salimos.

—¿Y Bochnic? —pregunté, movió la mano en el aire.

—Sé todo sobre ese sujeto, te cuento en el camino.

Sonreí y miré hacia atrás, al desorden de papeles, libros y marcadores de colores sobre mi cama, y terminé aceptando.

Y efectivamente Philippo sabía todo sobre Newton Bochnic, el primer ministro electo de Alemania después de la cuarta guerra.
Caminamos bordeando la costanera. El mar se expandía algunos metros desde donde estábamos. Todavía costaba que me acostumbrara al mundo que existía a mí alrededor. Los hoteles más lujosos que había visto en mi vida se enfilaban majestuosos alrededor. Montecarlo era una ciudad viva, repleta de gente feliz, radiante... sumamente elegante y... rica.
A juzgar por sus atuendos, la primera vez que puse un pie en la ciudad comprendí de inmediato por qué le llamaban la Ciudad de los Reyes. Todo era lujo, todo era ostentación. Los mejores automóviles del mundo recorrían las calles.
Cuando recordaba a Illea repentinamente sentía como si el tiempo se hubiese detenido en mi país. No dejaba de pensar en aquellos hombres con overol bajo la lluvia que trabajaban apilando cajas en el aeropuerto de Labrador.
Mientras en Europa todos parecían vivir igualitariamente, en Illea el rey necesitaba de una casta menor para poder jactarse de su poder. Para mantener un orden innecesario.
En Europa no era necesario el Toque de Queda. No existía y no iba a existir.

La Única (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora