Capítulo 5: Pesadilla

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En el castillo de Arendelle, Hans estudiaba los recursos de los que disponía el reino para sustentar al pueblo hasta que su prometida, Anna, y la reina regresaran. Él estaba ahora al mando y debía cumplir con su deber lo mejor posible.

Lo primero que hizo fue acoger en el palacio a aquellos más necesitados que no se podían permitir el lujo de un techo o una hoguera. Después repartió mantas y leña entre los aldeanos y, finalmente, racionó la comida de los almacenes en caso de extrema necesidad. Confiaba, no obstante, en que Anna tuviera éxito y no fuera necesario llegar a tales extremos. Trataba de convencerse a sí mismo de que Elsa y Anna regresarían y todo volvería a la normalidad, pero en lo más profundo de su ser sabía que eso no ocurriría, no era tan sencillo, y tenía miedo; miedo de que el invierno terminara con todo, de perder aquello que tanto le había costado conseguir, miedo de... quedarse sólo otra vez.

<<Tenía que haberla acompañado>> se dijo. <<Podía haber dejado a alguno de mis hombres al mando... o pedirle a alguno de ellos que la escoltaran ¿Dónde estará ahora?>>.

Levantó la vista de los papeles que estaba ojeando y se volvió hacia la ventana para ver el paisaje blanco que la reina había creado la noche de la coronación, hace apenas unas horas. Ya había amanecido y el sol, aunque cubierto por las nubes, se reflejaba en la nieve de las altas montañas. Tal vez Anna estuviera en alguna de ellas.

Hans comenzaba a notar como el cansancio invadía su cuerpo. Había llegado a Arendelle la tarde del día anterior tras un largo viaje de varios días en barco desde Las Islas del Sur. No conseguía descansar cuando viajaba, esa noche no había dormido y sentía como los ojos le comenzaban a escocer y a pesar. Se recostó en el cómodo sofá que había frente a la hoguera, cerró los ojos un instante para descansar y, sin quererlo, calló profundamente dormido.

Las pesadillas que tuvo esta vez tampoco le dejaron descansar.

Lo vio todo negro. Caminaba sin avanzar a ningún sitio. Oyó una voz tras de sí; una voz que conocía bien: era uno de sus hermanos. Hans se giró rápidamente y vio frente a él un enorme muro negro donde se veían con total claridad las caras de cada uno de sus doce hermanos mayores; todos ellos con sonrisas burlonas o miradas de desprecio... Los que se dignaban a mirarle. Sus voces y sus palabras le resonaban en la cabeza: <<no vales nada>> , <<nunca llegará a ser nadie>>, <<jamás logrará nada>>, <<es un desecho>>, <<tú no eres mi hermano, me avergüenzas>>, <<¿Hans? No conozco a ningún Hans>>, <<seguro que eres un bastardo>>, <<podríamos cortarte lo que tienes entre las piernas y así serías nuestra hermanita>>, <<no habría diferencia>>, <<ni siquiera puede con su espada>>, <<estarías más guapo con un vestido>>, <<muérete ya y haznos un favor>>.

Todas las voces de sus hermanos se mezclaron en su cabeza. Soltó un grito de angustia y el muró se derrumbó. No cayeron rocas, si no arena; arena tan negra como el cielo de la noche sin luna ni estrellas. Cuando hubo caído toda, a sus pies, un espejo se mostró ante él, y al verse reflejado descubrió que era sólo un niño, y estaba llorando.

Tenía los ojos hinchados y le moqueaba la nariz, pero vio algo más en el espejo; la figura de su madre. Se giró hacia ella y comenzó a llamarla. No contestó. Corrió hacia la mujer, desesperado, parecía no alcanzarla nunca. Tropezó y cayó al suelo. Cuando alzó la vista su madre estaba ante él y la mirada que dedicaba a su hijo no mostraba sentimiento alguno: era una mirada totalmente vacía.

—¿Mamá? —logró decir el pequeño Hans entre sollozos —. Ayúdame, por favor.

—Oh, Hans, mi pequeño —respondió su madre con una voz dulce —. Si hubiera alguien ahí fuera que te amara de verdad...

Hielo y Escarcha ❆Jelsa❆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora