Capítulo 41 - Recuerdos de una vida

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Línea para decir hola 🩷

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41 | Recuerdos de una vida

Daphne Barlow

El domingo es uno de los días más fríos de lo que va de año. Aunque lo que llevamos de semana tampoco es que haya sido mucho mejor. Cierro mejor los brazos sobre mi grueso abrigo y presiono el pie contra el suelo para impulsarme en el columpio con forma de banco que tienen los Larsson en su porche.

Han pasado el fin de semana en casa de sus tíos de Fort Collins y Reece me ha escrito al salir de allí para poder organizarme. Hace cerca de dos horas, su hermana me ha mandado otro mensaje avisándome de que les quedaba poco.

Tras una hora esperando en su porche, empiezo a plantearme que, haber salido corriendo nada más recibir ese mensaje, no ha sido mi mejor idea. Que ese "nos queda poco" es el equivalente al "cinco minutos" que le pido a mi hermano los fines de semana y que me dejaría durmiendo durante horas si él no me sacara a rastras de casa.

Saco un par de chocolates de la bolsa que he traído para ellos. Les quito el plástico y vuelvo la mirada al cielo. Gris. No llueve, pero ha habido un rato donde juraría que estaba empezando a nevar solo para parar antes de tener la oportunidad de cuajar.

La nieve se está retrasando este año y yo echo de menos las mañanas lentas, el color blanco abriéndose camino en nuestro césped y estirándose por las montañas. Lo que no añoro tanto, es cuántas veces mi hermano me recibe con un golpe de nieve en la cara en medio del pasillo si tiene la oportunidad.

Voy por la tercera chocolatina cuando veo el jeep de Gigi entrar hacia el garaje. Guardo los envoltorios en mi bolsillo y me pongo en pie.

La visita (o el largo viaje) no ha debido ir demasiado bien porque Gigi cierra la puerta del copiloto con un duro portazo. Reece no parece tener un humor mucho mejor y mis manos vacilan sobre la barandilla sin animarme a saludar.

—¿Tienes llaves de casa? —oigo preguntar a Gigi.

—He traído una copia por si planeabas dejarme fuera.

Su hermana saca una mochila del maletero. No sé bien hacia quién o qué está dirigida su molestia, pero dudo que sea hacia Reece cuando baja la cabeza y le ofrece una mochila con suavidad.

—¿Quieres hablar? —pregunta él.

—¿Hablar de qué? ¿De cómo la hermana de papá ha insinuado al menos veinte veces en dos días que no estoy haciendo las cosas bien contigo? —Gigi cuelga una bolsa de su brazo junto a su bolso y cierra el maletero—. Por esto no quería que vinieran en Navidad. Son familia, pero...

—Pero son unos cretinos.

—¡Reece!

Gigi mira hacia él con asombro.

Luego rompe a reír.

—Vale, lo son, pero esto queda entre nosotros —termina ella.

Me doy un segundo para apreciar la forma en la que Reece mira a su hermana con alivio antes de darme cuenta de que Gigi me ha centrado. Su sonrisa es amplia y acogedora.

—Madre mía. —Gigi se apresura hacia el porche—. Tienes roja hasta la nariz. ¿Cuánto llevas aquí fuera?

—Acabo de llegar, no te preocupes.

—Gigi, espacio —oigo a Reece.

Gigi le ignora mientras acomoda mi bufanda para darle otra vuelta. No tengo que decirle cuántas capas llevo, pero son suficientes para que me cueste moverme. Incluyendo ropa térmica, gorro y guantes. Gigi presiona la mano contra mis mejillas.

Las mentiras que nos atanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora