Capítulo 23. Carretera

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Habían estado viajando por la carretera por tres días, solo paraban para comer algo, ir al baño, o para saciar las ganas de Israel, que al haber obtenido lo que tanto quería, cada que podía volvía a reclamar aquello que ahora le pertenecía para siempre. Mia le odiaba y asqueaba que la tocara, el solo sentir sus manos ásperas sobre su delicada piel la enfermaban; pero no era capaz de hacer nada; se sentía una prisionera en manos de un demente verdugo que hacía con ella lo que le viniera en gana, no había nada que pudiera hacer más que aguantarse. Si no fuera por Aimi, se hubiera lanzado frente a un camión en la primera oportunidad que hubiera visto; la muerte sería liberadora y era preferible en vez de seguir con ese calvario. Pero no podía dejar a Aimi sola en manos de ese infeliz, por lo que se abrazaba a ella y lloraba continuamente, lamentando su amarga situación. A Israel le daba igual si quería dedicarse a llorar como una Magdalena toda la vida, lo único que le importaba y exigía es que lo hiciera en silencio, pues no estaba dispuesto a soportar y escuchar sus quejidos durante las horas que aún les faltaban por recorrer.

Todo la calzada había sido un martirio para Mia, no solo por tener que cumplir con sus repulsivos deberes de esposa, sino porque Israel cruelmente le había advertido que cabía la posibilidad que se encontrasen en la carretera alguna caseta de inspección Fitozoosanitaria; en la cual, segun sus propias palabras, se dedican a quitar mascotas no autorizadas en los vehículos de los pasajeros, pues está prohibido viajar en auto con animales. Esto obviamente era una desalmada mentira, pero disfrutaba con torturar y ver sufrir a su recién esposa. Mia se la pasó todo el viaje con el Jesús en la boca, implorando que no le arrebataran a Aimi, lo único valioso que le quedaba; si aquello llegaba a suceder, se volvería loca y no sabría qué hacer con su vida. Después de otro largo día de viaje, finalmente después de 4 días en la carretera, llegaron a la entrada de Ciudad Juárez. Lo primero que divisó Mia con admiración, fue la formidable escultura amarilla. Con sus más de 30 metros de altura, recibía día con día a los visitantes que llegaban a la ciudad: el umbral del milenio, o la puerta de Juárez como solían llamarla los habitantes era el nombre del monumento. La joven pueblerina no había visto nada parecido en su vida, por lo que fue inevitable que se admirara del colosal monolito amarillo. Conforme el vehículo fue adentrándose a las entrañas de la enorme ciudad, Mia pudo contemplar la infinidad de monumentales estructuras que conformaban ciudad Juárez. No se parecía en nada a su pueblo Ojo del sol; tratándose de una ciudad industrial, estaba repleta de fábricas, edificios que llegaban hasta las nubes, plazas comerciales gigantes, modernas calzadas bien cuidadas, y un sinfín de comercios elegantes. Estaba saturada de gente que como hormigas iba y venía sin detenerse, acostumbrados ya al constante ajetreo de una metrópolis. Las personas caminaban sin interrumpir el paso de un lado a otro, cruzando las calles con los semáforos en rojo, dirigiéndose al trabajo, a la escuela, o a donde los llevara en ese momento su cuerpo. Había autobuses que se detenían en sus paradas correspondientes, en las cuáles los habitantes que esperaban impacientes, entraban rápidamente al interior del transporte. Todo era rápido, al parecer en aquel mundo tan ajeno a ella, la vida corría con gran rapidez. En cada cruce y alto había vendedores ambulantes ofreciendo todo tipo de artículos como: agua embotellada, fruta picada en bolsas de plástico, protectores solares para el auto, llaveros, peluches, etc. Así mismo se podían apreciar una gran cantidad de limosneros, que iban desde gente enferma anunciando sus padecimientos en carteles de colores, suplicando a los conductores un poco de ayuda, niños pequeños que iban de la mano de sus madres la mayoría drogadictas, y ancianos que estiraban la mano, o vendiendo dulces en canastos pedían una ayudadita para sacar lo de la comida; algunos andaban en bastón, y otros en sillas de ruedas. Y por supuesto, no podían faltar en cualquier ciudad que se respete: los limpia parabrisas. Estos ofrecían constantemente y sin parar sus servicios de limpieza por una moneda, usualmente usando trapos nauseabundos, y viejos escurridores para cristales. Israel que ya estaba de malas por los días que había estado detrás del volante, fue implacable con el pobre chico de 19 años que solo quería ganarse el pan esa mañana. Sin pensar lo que hacía, erróneamente había lanzado un chorro de agua para limpiar el parabrisas del vehículo equivocado, sin sospechar siquiera lo que le vendría a continuación.

Mia tú eres solo miaWhere stories live. Discover now