Gritos.

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Los gritos en mi cabeza se mezclaron con mis chillidos de dolor. Tenía la muñeca rota y el corazón quebrado en un millón de filosos trozos que se clavaban en mi pulmón. No podía respirar y la diosa no paraba de gritar.

¡No lo dejes!

¡No lo dejes!

¡No lo dejes!

Repitió una y otra vez en su lengua, aturdiéndome. Qué esperaba que hiciera si siquiera podía gobernar el movimiento que me lanzaba a toda velocidad hacia delante.

Apenas si podía sostener mi mano contra el peto de la armadura para evitar más dolor del que ya sentía.

Cerré los ojos y lloré, rindiéndome.

—Rygan —susurré sin que me importase cual fuese el destino de este viaje. Rygan me había apartado de su lado y ni mi cabeza ni mi corazón sabían qué deducir de estos últimos días que pasáramos juntos. ¿Lo tenía planeado de antemano? ¿Había sido su despedida? ¿Un impulso de último momento?

Rygan —lo llamé dentro de mi cabeza, rogando que escuchara.

Lo trágico fue que no logré sentirlo. Ni el menor rastro de su amor, de su presencia en mí, de su perfume.

Mi cuerpo se heló y de la nada, mis pies dieron contra suelo firme.

Abrí los ojos. Tropecé y a apenas si puede creer lo que vi frente a mí.

Mi torpe carrera acabó frente a la mesa sobre la cual estaban los espejos, la tela que cubriera el espejo que me llevara a él.

Choqué contra la mesa, prendiéndome de esta.

Por un parpadeo creí que lo había soñado, que simplemente me había dormido aquí y en pie y ahora despertara, con el galpón en silencio bañado por la noche.

Si bien mi tablet estaba sobre la mesa, entre los espejos, faltaba mi teléfono

y lo más importante de todo... miré hacia abajo.

La armadura estaba sobre mí, así como la capa y mi cabello no había vuelto a ponerse negro, estaba rojo gracias al tónico que Marehin consiguiera para mí.

Había pasado semanas en Ghaudia y sin embargo mi ausencia aquí no parecía haber durado más que horas.

Todavía prendida de la mesa reconocí los olores que un día fueran parte de la cotidianidad de mi existencia.

El olor era el mismo y sin embargo lo percibía de un modo completamente diferente. Logré desgranar cada una de las esencias que lo componían: el yeso, la madera, papel, metal, el polvo y la pintura, y la tela que envolviera el espejo la cual olía tenuemente a lavanda.

Bajé la vista hasta mis mano aferrándose del canto de la mesa y lo noté. Aquello no tenía que ver con que cuando partí llevaba zapatillas y ahora las botas que eran parte del uniforme de la milicia de Ghaudia, estaba más alta.

Como si esta ardiera me aparté soltándola.

—Mierda —jadeé escuchando mi propia voz para sorprenderme con lo distinta que sonaba.

Tuve la sensación de estar a punto de enloquecer.

Desesperada me lancé hacia la mesa otra vez y fui a por la tableta para encenderla.

Mis rodillas por poco y me dejan caer cuando la pantalla me enseñó que continuaba siendo el día en que llegaran los espejos y que faltaban cuarenta y cinco minutos para que éste acabara.

Continuaba siendo sábado.

Continuaba sintiéndose este día caluroso de primavera teñido de verano.

El rey del dolor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora