La espina.

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No hubiese sido capaz de esperar por ella dentro. Tanto mi mente cuanto mi cuerpo vibraban de inquietud y estarme quieto no era una opción, necesitaba moverme mientras esperaba, moverme y sentir el aire moviéndose a mi alrededor para recordarme que el tiempo no se había detenido, que la vida avanzaba sin que le importase en lo absoluto lo mucho que yo pudiese aferrarme a aquel día sesenta años atrás y al evento que tenía casi tres semanas de acontecido y que yo aún no terminaba de asimilar; el espejo de mi hermano estaba de regreso y mi hermano no.

El camino que con el tiempo se estirara al punto de convencerme de que sería infinito había acabado frente a mí, en ella, abruptamente y simplemente no existía un modo de tomarme un tiempo para derribar la pared que cayera ante mí, obstaculizando mi camino en su búsqueda porque lo que sucedía a mi alrededor, no podía esperar. Debería andar por solamente los dioses sabían cuanto tiempo, con esta espina clavada en el corazón.

Cynan era victima de mi fallo y mi gente lo sería también si la tristeza me impedía cumplir con mi juramento. Desde luego que no podía permitirme nada semejante.

Mi hermano debería esperar y mientas tanto los días dirían si Charlotte tenía alguna responsabilidad o si la culpa y la vergüenza se ganarían el derecho de aplastarme y reclamarme mis acciones. Prefería no pensar en aquella criatura y sin embargo su presencia era una constante mucho mayor que saber que entrenaría por un año con mis soldados, si en realidad sobrevivía a aquello mucho más. La constante de su presencia era incluso la certeza de que aunque muriera o regresara a su casa porque se lo permitiese, ella no se borraría de mi mente. Su llanto, sus lagrimas y ruegos, el modo en que me enfrentó, la dulce tibieza de su piel y esa mirada que tenía el mismo color que el agua del arroyo de Naphos y sus baños de fondos rocosos, aquellas piletas naturales que jamás desaparecían del todo y que en invierno con el frío, se transformaban en un espejo de aguas plateadas repletas de reflejos de la naturaleza, entre celestes y pálidos verdes que se aproximaban al ocre claro de las hojas de las copas de los árboles, desechando sus vestiduras de la temporada anterior.

La constante que me obligó a poner distancia física entre ella y yo, por el bien de todos.

Que la vergüenza se quedase conmigo, en mí, que todo el mundo supiese que le hacia honor a mi título, que este rey no se arrodillaría ante nadie, que este rey no tenía miedo de hacer lo que fuese necesario así se condenara en el proceso.

Alcé la frente e inspiré hondo absorbiendo los aromas del jardín que me rodeaba.

La tierra húmeda que comenzaba a enfriarse al cabo de un día que estuvo más próximo a la época estival que a las temperaturas más frescas que se suponía debíamos estar experimentando ya.

Si los dioses se apiadaban de nosotros, el frío se demoraría un poco más en llegar, y sino... y si no deberíamos actuar de cualquier modo.

Giré la cabeza, no buscaba nada en particular porque sabía muy bien donde estaba apostada mi escolta y así como la madre, el resto de la congregación a esta hora todavía participaban del último rito del día. Con lo que di no era de carne y hueso si bien pudiese parecerlo porque sus carnosos pétalos rojos me recordaron a carne rasgada y sus espinas a sus delgados dedos clavándose en mí.

Así como Charlotte, las rosas no eran de aquí. La primera de estas plantas había sido un regalo del último humano aquí a mi madre y aún sobrevivían pese a que se suponía que no viviría para ser vista por las nuevas generaciones. Las plantas de los humanos no eran como las nuestras y sin embargo aquel espécimen continuaba con vida y floreciendo, desafiando todas las leyes posibles, desafiándome a mi con su presencia.

De haber sido este mi jardín ya habría mandado arrancar aquella planta que trepaba por la columna y se enredaba en los travesaños de la pérgola, con su espinas y sus hojas poco amables, con aquellas flores del color de la carne fresca y el dolor.

El rey del dolor.Kde žijí příběhy. Začni objevovat