La dama del amanecer.

40 7 2
                                    

Por su respiración hubiese sido más que evidente para cualquiera, que Charlotte aún dormía. No necesitaba escuchar el aire entrar en sus pulmones para saberlo, tampoco el sentir su cuerpo relajado entre mis brazos. La calma, el silencio que era pura paz, su energía reposando tranquilamente no solamente a mi abrigo, sino también al de los dioses quienes velaban por ella.

Su cara de sorpresa horas antes cuando entonó aquellas palabras en mi idioma fue equiparable a la mía porque no había aprendido aquellas palabras de Faelynn o de nadie más, aquellas palabras eran la gracia de la diosa Cessair, la misma que me permitía a mí, hablarle sin problemas en su idioma.

Los dioses estaban cuidando de ella de todos los modos posibles y aún así, no podía detener el temor que se adueñara de mí para no soltarme.

Estaba hecho, era suyo y ella mía, y los deberíamos aprender a convivir con la crueldad de dicha verdad.

Tuve ganas de gritarle a Branwen para reclamarle explicaciones; si este era su modo de castigarme, sin duda su crueldad le hacía competencia a la mía.

Castígame a mí, no a ella —le rogué en silencio—. Libérala te lo suplico.

Branwen no respondió.

La angustia y la desesperación tomaron cuenta de mí.

Ajusté el agarre de mi brazo alrededor de su cintura y calcé el ángulo de mis piernas a las suyas para finalmente zambullir mi nariz y el resto de mi rosto en el espacio entre su cuello y su hombro.

El título le sentaría bien, así como a mí me sentaba aquel por el que me llamaban todos cuando creían que no podía verlos o escucharlos. Yo era el rey del dolor, ella seria siempre la dama del amanecer, la promesa del futuro, la luz que se abre paso por la más densa de las oscuridades. Ella me había traído de regreso de la oscuridad. Sus ojos le habían devuelto al visión a los míos y percibía al mundo de un modo muy distinto al que invadiera mis sentidos antes de su llegada. Charlotte no me había devuelto a Cynan en carne y hueso, tampoco en la forma de la verdad sobre lo que sucediera, pero sí regresó al alcance de mis manos y mi corazón, los recuerdos de nuestra vida juntos y de la que él supiera forjarse pese a que nuestro padre parecía haber hecho todo lo posible para evitar que Cynan fuese sí mismo y no una sombra de la vergüenza que para mí padre implicaba el haber mantenido una relación con su madre antes de casarse con la mía.

En Cynan no cabía vergüenza alguna, mi hermano era un justiciero, un visionario, un idealista y sin duda, un valiente, y yo... yo no le llegaba a los talones, por eso mi angustia de este instante al inspirar su perfume mezclado con él mío.

No cometería más errores; mi cuota de estupideces estaba agotada ya. A como diese lugar, repararía todo el daño que causara y evitaría que más dolor llegase a mi gente, a mis seres queridos.

Sentí su sonrisa.

Me apreté más a ella, eliminando hasta la última partícula de aire entre nosotros.

—Buenos días —me saludó con voz de dormida entrelazando sus dedos en los míos. Acabé de rodearla por el pecho para tomar su hombro junto a mi rostro y mi otra mano se ancló en la parte baja de su vientre.

—Buenos días, amor —mi voz sonó ronca, áspera.

Charlotte se estremeció de gusto entre mis brazos.

—Por los dioses Rygan —medio se quejó, medio jadeó empujando su trasero contra mi pelvis.

—¿Qué haces? —susurré sobre su oreja derecha.

—¿Necesito explicártelo? Anoche casi me convences de que sabías lo que hacías—rio moviéndose sobre mí.

Gruñí.

El rey del dolor.Where stories live. Discover now