Un corazón que sangra.

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Los soldados escucharon los pasos y de inmediato giraron sus rostros en mi dirección.

Sus espadas se tensaron y más de ellos no supo qué hacer con sus manos, los hubo quienes las posaron sobre sus armas, quienes la llevaron hasta sus petos.

Todos ellos se inclinaron para mí.

Por la rendija en su visera, uno de ellos detectó la presencia del saco de tela en mi mano y del tintineo en su interior.

—¿Está sola? —inquirí sin más.

—Sí, Su Majestad.

—¿Ha comido?

El soldado negó con la cabeza.

—Solamente ha bebido agua —explicó su compañero.

—¿Eris ha vuelto?

—No todavía, Su Majestad. Me han informado que el General estuvo aquí esta mañana muy temprano.

—Sí, lo sé.

No debió ser así pero el silencio que flotó entre nosotros a continuación, en aquel húmedo y destemplado corredor me incomodó de sobremanera. Ellos entendían los motivos de mi presencia y por desgracia mi pecho sangraba por adelantado ante la perspectiva de lo que estaba a punto de suceder.

El saco de tela en mi mano, pesó como una montaña.

—Abre la puerta —le indiqué interrumpiendo su intención de despegar los labios para entonar lo que fuese que se disponía a decir.

Inclinó la cabeza.

—¿Necesita que entremos con usted?

—No, solamente ordénale que baje al suelo.

—Sí, Su Majestad, de inmediato.

El soldado giró para enfrentar la puerta desenganchando las llaves de la parte posterior de su cinturón.

Su compañero desenfundó así como los guardias que llegaran conmigo.

La llave giró dentro del ojo de la cerradura y entonces el aire se cargó de gritos y amenazas, que no tenían únicamente la forma de palabras, sino también la de los filos.

Me mantuve en mi sitio aceptando el ardor y la quemazón en mi pecho, sobre mi corazón tal si la sangre que derramaba el órgano que me daba vida, fuese un corrosivo veneno y no sangre.

Los gritos se silenciaron y entonces uno de los soldados salió de la celda sin darle la espalda al interior para avisarme que podía pasar.

Estrangulé el cuello del saco antes de ser capaz de despegar mi pie izquierdo de la superficie transpirada de la piedra.

Parpadeé y vi a mi hermano junto a mí, sonriendo la mañana que se despidió de mí antes de partir. Él y todos los demás... todos nosotros ajenos a lo que estaba a punto de suceder. Los sesenta años que pasaran de aquella mañana no lograban degradar la exactitud con la que recordaba su rostro, su buen humor de aquel día, mi tranquilidad porque creía que todo saldría bien, no existían motivos de preocupación.

Mi hermano.

Mi hermano, mi hermano, mi hermano.

Era por él, por mi gente, mi reino, estas tierras puras, bendecidas por los dioses.

No permitiría que ni ella ni nadie corrompiese mi mundo.

Llegué a la puerta para verla en el suelo, con la frente pegada a éste y sus dos manos todavía vendadas detrás de la parte baja de su espalda, grilletes en sus muñecas ya que de a poco comprendía a quién me enfrentaba.

El rey del dolor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora