Compañía.

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Incluso antes de ser plenamente consciente de que estaba despierta, comprendí que no me encontraba sola. Alguien estaba en la habitación conmigo y no se sentía como Marehin o la madre.

La presencia suponía una certeza completamente distinta, rotunda como el peso de mi cuerpo sobre la cama.

Despacio despegué los parpados hinchados de tanto dormir. Eris me había explicado que era normal y esperable que mi cuerpo cayese en el sueño con tanta facilidad, lo necesitaba para reponerse y de hecho, se reponía a una velocidad inhumana sobre la que el sanador no emitió opinión. Pese a que las heridas y los golpes curaban a velocidad pasmosa, aún me sentía como una piltrafa, una piltrafa cuyo corazón latía con fuerza, acelerado por una emoción inexplicable. Mi pecho estaba a punto de estallar de gozo.

Por un fugaz instante pensé en Morgan. Las letras del nombre del General se deshicieron para darle nueva forma a un nombre muy distinto, y así, con su nombre, me llegó su perfume.

Al día no le quedaban más que unos pocos restos de luz.

No necesitaba luz ni ojos para saber que estaba aquí.

Rygan estaba sentado en la silla, junto a la mesa, viendo en mi dirección, su puño derecho a la altura de su pecho.

No había nadie más aquí, solo nosotros en la penumbra.

En silencio, Su Majestad se puso de pie y comenzó a andar con pesados pasos en mi dirección, su puño izquierdo todavía cerrado.

Lo seguí con mi mirada.

Rygan se detuvo a mi lado, desplegó su puño.

La cadena quedó colgando de su dedo del corazón, las estrellas brillaron con los últimos reflejos de sol.

Al instante, lágrimas estallaron en mis ojos.

—Rygan —mi voz fue un agradecimiento en sí mimo, que esperé pudiese comprender puesto que no podía entonar nada más, acababa de quedarme sin habla.

No pude moverme para tomarlo, solamente alzar mi vista hasta la suya.

—¿Cómo...?

—Debiste decirme que fue él.

—Rygan —las lágrimas se me escaparon.

—Se lo llevó a su casa.

—Slevin —no pude seguir.

—Él y los demás pagarán por lo que te hicieron.

—Rygan, por favor, no.

Su mano derecha buscó mi mano izquierda, apartando mis dedos la dio vuelta y dentro de mi palma, dejó caer suavemente el collar. Sus dedos flexionaron los míos.

—Rygan... —no logré entonar nada más.

—¿Cómo te hiciste las otras cicatrices? —no demandó una respuesta, no era el rey, era él necesitando saber.

—Mi papa... —comencé y debí detenerme.

—¿Tu padre? —amagó horrorizado.

Le sonreí.

—No, mi papá vivía en Praga, mi mamá lo conoció allí. Ellos nunca se casaron, estuvieron juntos un tiempo hasta que nací. Mamá regresó a Argentina. Habíamos ido de visita, estábamos los tres, mamá, Pedro que es mi hermano y yo, en su departamento. Mi mamá y mi papá estaban encerrados en el estudio de él. Mamá quería reclamarle que estuviese más presente para mí, que fuese mi padre como correspondía. El departamento de mi papá era enorme, estaba ubicado en el último piso de un edificio muy antiguo. Todo lo que tenía allí era antiguo. Aquel sitio era como un museo, uno que a mí me parecía mágico. Apenas si había lugar para caminar entre las pilas de libros, las esculturas y los sillones. Papá tenía sus paredes repletas de cuadros y espejos con marcos muy antiguos. Había uno enorme, más grande que una puerta... —se me fue la voz—. Pedro los escuchó discutir. Las paredes allí parecían las de un refugio antibombas porque eran muy gruesas, de cualquier modo los gritos de ambos... yo los escuché pero hice de cuenta que no. Pedro desesperado por entretenerme para que no me percatara de lo que sucedía, propuso que jugásemos a las escondidas. Era mi turno de esconderme. Lo hice, estaba acurrucada debajo de una enorme mesa de madera oscura y patas terminadas en garras de león, en la que estaban apiladas partituras y viejos discos de pasta, junto con un tocadiscos antiguo; escuché a papá gritar muy fuerte, casi fue un rugido que me hizo encogerme sobre mí misma. No sé qué dijo, creo que no lo comprendí, tal vez estuviese hablando en checo, no lo sé. Lo único que sé es que me asusté y salí corriendo de mi escondite. Pedro estaba buscándome —trague saliva viendo el momento tal si estuviese sucediendo en este instante—. Papá tenía los pisos de madera cubiertos de exuberantes alfombras persas. Creo que resbalé en una de ellas... o tal vez no. Jamás he estado muy segura de cómo fue que sucedió. El espejo, el que era grande como una puerta —con la mirada de Rygan en la mía, me detuve porque el corazón acaba de treparme en la garganta—. Solamente sé que el brillo del espejo se me vino encima. Escuché el estallido y luego sobrevino el dolor, el dolor y el frío, el ardor de la carne desgarrada. Todo se tiñó de rojo. Escuché a Pedro gritar, a mamá llorar. No podía sentir mi pierna izquierda y todo se ponía cada vez más frío. Mi lado izquierdo dio contra el espejo que se quebró y clavó en mí. Llegué al hospital desangrándome, con trozos de cristal clavados en la cara, el brazo y la pierna, por medio centímetro uno de los cristales no cortó la arteria en la pierna.

El rey del dolor.Where stories live. Discover now