Al cuidado de los dioses.

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Antes de abrir los ojos noté que mi piel se sentía más fresca y seca. Eso y que mi cuerpo ya no descansaba sobre una dura tabla sino sobre un colchón con la firmeza justa que le permitía a mi esqueleto acomodar su estructura sobre su superficie. Además de eso, sobre mí, ligeras sábanas y mantas que me abrigaban lo justo, impidiendo que tuviese frío, evitando que pasara calor.

Abrí los ojos para ser testigo de la claridad que lo cubría todo.

Me rodeaban claras paredes de piedra de un blanco cremoso interrumpidas por amplios ventanales más allá de los cuales todo era verde. Cientos de tonos distintos de verde, en todas su formas; árboles, arbustos, pastos, allí afuera el verde era mucho más que un color, era un estallido de vida.

Y el sol que entraba por las ventanas...

A pesar del mareo que me acompañó, levanté la cabeza para despegarla de las mullidas almohadas. Este espacio nada tenía que ver con él sitio al que abriera los ojos por última vez.

Sencilla pero cálida, la habitación no era un espacio para castigar sino para albergar.

La cama en la que me encontraba era sencillamente enorme y larga, espantosamente larga; evidentemente yo seguía aquí, donde fuera que estuviera y ellos con sus al menos dos metros de alto... bueno, era de esperar que no entraran en una cama como las que yo conocía.

Enorme, confortable y confeccionada en una madrera de color castaño claro cobrizo, el mismo color canela de los troncos de los árboles que viera al llegar.

En la pared opuesta a mí, una sencilla chimenea en cuya boca crepitaba un pequeño fuego. A ambos lados de la cama mesas de noche con unos cuentos que contenían un puñado de las mismas piedras de color lechoso que viera en el sitio en el que mantuvieran antes.

De la misma piedra de color lechoso era un carillón que colgaba entre las dos hojas de la puerta ventana que daba aquella especie de terraza de piedra antes de que la vegetación tomase cuenta de todo.

Las otras piezas de mobiliario que completaban la estancia eran un ropero, pequeño escritorio y una silla frente a éste.

En la mesa de noche más próxima a mí, competían por el espacio junto al cuenco con rocas y un pesado trozo de tela negra, un montón de pequeños frascos de todos los colores, formas y materiales, y una botella de cristal y un vaso con agua al que me bastó ver para sentir sed.

Mi cuerpo se quejó de dolor, en especial mi pierna cuando me estiré para recogerlo, trasladando parte de mi peso a ésta.

Solamente entonces me percaté de que aún tenía los dedos de la mano derecha entablillados pero que la izquierda ya estaba libre de todo vendaje. Me costó enfocar porque mi cabeza aún era un desastre y tenía la impresión de haber dormido dos siglos de corrido, al final pude verlas, la líneas de un rosado pálido; nuevas cicatrices tal como lo prometiera.

Antes de largarme a pensar en lo sucedido, tomé el vaso de agua. Lo alcé hasta mi nariz para olfatear; no olía nada, o mejor dicho, sí, a agua, con un dejo más mineral de lo normal.

Bajé el vaso a mis labios y bebí un pequeño sorbo. No me supo a nada extraño por lo que permití que el resto del contenido bañase mi boca seca para bajar por mi garganta la cual se sentía como si estuviese recubierta de papel de lija.

Regresé el vaso a su sitio y reparé en lo que llevaba puesto al cabo de apartar un poco de mí, las mantas que me cubrían.

Una especie de camisón de un blanco mantecoso con botones nacarados al frente y en los anchos puños.

Trepé un poco por la montaña de almohadas detrás de mí para sentarme y mi muslo volvió a quejarse de dolor, y yo a la habitación que me rodeaba.

Aparté las mantas un poco más y tirando del camisón para descubrirme, di con el amplio vendaje que cubría desde mi rodilla hasta mitad del muslo.

El rey del dolor.Where stories live. Discover now