Llanto.

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—¡La perdiste de vista otra vez! —me gritó Gruagh antes de que la espada de Faelynn diese en mí, no con la fuerza suficiente para partirme las costillas; sí para recordarme que para ellos en la vida real, un ataque semejante significaba una herida grave, sino la muerte. Faelynn estaba siendo amable conmigo. Sin duda que me tenía mucha paciencia, más de la que yo me dedicaba a mí misma en este instante. Si bien entendía que mi objetivo no era convertirme en un soldado, no lograr tomar ritmo con el entrenamiento resultaba ofensivamente frustrante.

Así regresara mañana mismo a casa, necesitaba hacer esto bien.

Dejé escapar un gruñido de frustración. Faelynn se retiró. Estrujé la empuñadura de la espada en mi mano izquierda para que no se me escapara ya que no mi brazo agotado, no daba para más; la espalda me mataba y mi muslo derecho procurando compensar la falta de soporte del izquierdo apenas si reaccionaba. Los músculos de mis piernas temblaban por culpa del esfuerzo físico. Tenía el corsé pegado al torso y la camisa a los hombros y los brazos, eso por no mencionar mis pies los que se asaban dentro de las botas. Esta mañana había amanecido nublado pero con el correr de las horas el sol pasó a no dar tregua y pese a que se suponía que por aquí las temperaturas debían comenzar a bajar, hoy se sentía como un radiante día de primavera.

Me pasé el antebrazo por la frente para apartar el sudor que ya era tanto que ni mis cejas ni mis pestañas conseguían atajarlo por lo que se metía en mis ojos para escocer como salmuera.

Intenté tomar una profunda bocanada de aire, no resultó, hasta mis pulmones estaban agotados; no reaccionaron a mi intención de oxigenar mi sangre para darme fuerzas.

—Ahora sabemos porqué tienes esas cicatrices—. Slevin pasó por mi lado todavía enfrentándose a Stina, la más rubia de mis compañeras de grupo, y su voz no sobrepasó el volumen de los pájaros que cantaban en el bosque, cantos que nunca escuchara antes. Comentarios como el de este crío que en verdad tenía más años que mi abuela, habían sido moneda corriente en mi vida. Como yo ya no tenía quince y no necesitaba más problemas, lo dejé estar. Él se alejó de mí atacando con furia a la pobre Stina que por los siguientes cinco segundos no hizo más que intentar defenderse hasta que Slevin al final logro desarmarla. La espada Stina salió volando cual boomerang, el filo al cortar aire sonó del mismo modo. La espada no regresó sino que todos la vimos aterrizar pesada sobre el pasto a los pies de soldados que también entrenaban con sus filos, soldados de verdad a los que viera golpearse duro, sin piedad, tal cual sería en la batalla.

Después de almorzar cuando Gruagh anunciara que entrenaríamos con espadas, creí que sería con armas de mentira, sino al menos de madrera, unas sin filo, y que usaríamos algún tipo de protección. Ninguno de los dos escenarios era el caso actual. Gruagh había notado mi preocupación cuando me entregó el arma e impartió sobre mí las nociones básicas, se limitó a justificar la decisión de extremo realismo a que no aprendías o mejorabas a base se sentirte cómodo o confiado en tu posición sino bajo la necesidad y presión de no acabar herido.

Lo que le faltó añadir fue que en realidad para ellos un hueso roto o un corte no implicaba mucho más que un par de días de molestias porque sanaban rápido y su fuerza no era la mía.

No me atreví a quejarme ni a reclamar protecciones; al final de este camino se encontraba Morgan y no se me antojaba ponerlo en vergüenza.

Podía soportar unas costillas rotas. Por él seguro que sí, después de todo Morgan era el único que verdaderamente velaba por mí.

—Eso estuvo muy bien, Slevin —elogió Gruagh yendo hasta el muchacho para palmearle el hombro mientras el soldado dueño de los pies junto a los cuales aterrizara la espada de Stina, andaba hacia ella muy sonriente, para entregársela en la mano.

El rey del dolor.Where stories live. Discover now