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Recuerdo cuando tenía tres años, y la primera pregunta qué hice fue, "Papá, ¿dónde está mi mamá?" Y él me respondió que mi mamá se había ido al cielo. Después me mostró sus fotos y me dijo que yo era idéntica a ella e igual de hermosa. Oír eso me hizo sentir tan feliz.

Vivía una vida de soledad y encierro. Mi padre pasaba todo el día en su fábrica y sólo venía por las noches a dormir. No jugaba conmigo, no me sacaba a pasear, y nunca me dejaba alejarme más allá de los jardines de la mansión.

Me levantaban temprano para estudiar con mis tutoras privadas. Después de mis clases, montaba mi bicicleta por todos los jardines o me iba a nadar a la piscina. El resto de la tarde la pasaba practicando danza en el estudio de baile que mi padre me había mandado a construir. Hice ballet por un buen tiempo. La música clásica, y los tutús de tarlatana, hacían que me sintiera como una alegre princesa en un libro de cuentos. Pero de a poco, algo dentro de mi fue cambiando, entristeciéndose, y un día dejé por completo el ballet. Comencé a practicar jazz. Y a través del jazz, fue que descubrí el blues. En el momento que lo escuché, de inmediato supe que esa era la música que tocaba en lo más profundo de mi corazón.

Tenía siete años cuando compré mi primer tocadiscos y una colección de vinilos de Billie Holiday. Estaba tan emocionada el día que iban a llegar, que esperé afuera toda la tarde aguardando con binoculares a que apareciera el dron de entregas.

Ese mismo domingo entré al despacho de mi padre y le dije que quería aprender a cantar el blues. Sin siquiera quitar la vista de sus papeles, mi padre me dijo, "Está bien". Y dos días después, mi profesora de canto llegó. Se llamaba Ilsa Waiata, y era joven, seria, y guapísima. Con Ilsa entrené mi voz, y cuando vio que ya había progresado lo suficiente, ella me explicó el verdadero significado del blues. Me enseñó a reconocerlo en lo cotidiano de mi vida, y a usar mi voz para interpretar ese sentimiento melancólico. Gracias a ella, por primera vez, mi mundo comenzaba a tener un poco de sentido.

Cuando iba a cumplir los dieciséis años, le pregunté a mi padre si iba a poder tener una fiesta de dulces dieciséis, como las que había visto en la televisión.

¿Para qué quieres una de esas fiestas? me dijo.

Porque voy a tener dieciséis, y tan sólo voy tenerlos una vez, insistí.

Está bien...veré lo que puedo hacer.

Cuando por fin llegó el día de mi cumpleaños, mi padre me entregó un estuche pequeño y dijo: Aquí está tu fiesta. Que pases un feliz día.

¿Pero qué es esto? pregunté.

Un implante de memoria. Tendrás la mejor fiesta de dulces dieciséis que alguien haya tenido. Contraté a un estudio de cine para que te diseñara una experiencia inolvidable.

Pero...yo quería una fiesta de verdad...No un implante de memoria.

Créeme, será mejor que una fiesta de verdad.

Pero no es lo mismo.

Madison, dijo mi padre impacientemente, pediste una fiesta, ahí está tu fiesta. Es lo mejor que puedo hacer, así que disfrútala. Ahora me tengo que ir a trabajar.

Se marchó y me sentí pésima. No tuve ánimos para hacer nada el resto del día, y por la noche, me fui temprano a dormir. No sé por cual motivo, pero de pronto me desperté. Al ver el reloj, me di cuenta de que mi cumpleaños aún no había acabado. Quedaban algunos minutos antes de que diera la medianoche. Tomé de mi velador el estuche que me había dado mi padre, y me coloqué los auriculares que venían dentro. Quiero tener algo de él, me dije, por más poco que sea. Puse la cabeza sobre la almohada, cerré los ojos, presioné el botón que activaba el implante, e de inmediato, comencé a soñar.

La mansión había sido decorada con sedas color rosa y delicados globos transparentes como medusas. Uno por uno, los invitados empezaron a llegar. Los hombres llevaban trajes elegantes y las mujeres lucían bellas en las últimas modas. Con todos presentes, un maestro de ceremonias me anunció, y yo descendí por la gran escalera en un vestido plateado como la luna. Tenía a los huéspedes completamente cautivados. Todos los ojos estaban puestos en mí. Me amaban. Me deseaban. Me adoraban. La noche fue transcurriendo perfecta. Bailé encantadoramente con los chicos más apuestos que ya vi, e incluso con mis actores de cine favoritos. De repente, sin que nadie lo hubiera anunciado, apareció un bellísimo príncipe extranjero que me rogó danzar. Cortésmente acepté su pedido, y mientras él me guiaba suavemente con su firme mano puesta sobre mi cintura, me sentí como una ninfa bailando sobre las olas del mar. Antes de que nuestra danza acabara, el príncipe me miró tiernamente, me juró su amor eterno, y él y yo, juntamos nuestros labios.

Abrí los ojos y regresé a la realidad. Suspiré feliz. Reí contenta. ¡Había sido una experiencia extraordinaria!...Pero mi alegría pronto se desvaneció. Revisando el recuerdo de la fiesta, en ningún momento pude ver a mi padre. Mi padre no había querido ser parte de la memoria, y se hizo borrar.

Humanos ArtificialesWhere stories live. Discover now