Extra I: Habla bajito si hablas de amor

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―Perdóneme padre, porque he de pecar ―susurró Benvolio.

Fray Curio lo escuchó entrar en su celda del monasterio con pasos seguros, pero no se molestó en voltear a verlo.

―¿Tan predispuesto estás al pecado, Ángel? ―preguntó el fraile, negando con la cabeza, pero sin poder ocultar una sonrisa traviesa en sus labios.

Sonrisa que solo se hizo más ancha cuando sintió el roce de los dedos de Benvolio en su nuca. Ahora que llevaba el cabello corto como los demás monjes se sentía realmente expuesto. A la mirada del Señor. A las caricias de Benvolio.

Era temprano en la mañana. O tarde en la noche. Aún faltaban un par de horas para que el sol despuntara en el horizonte y los alumnos de Curio llegaran a sus clases. La costumbre de Benvolio de tomar la mañana solo había empeorado con los años. En especial aquellas madrugadas en las que iba a visitar a Curio, a resguardo del momento más oscuro de la noche.

―Este lugar siempre es un poco aterrador a estas horas ―comentó Benvolio, paseando por la celda de su querido...

La estancia no era muy amplia, pero seguramente era la más grande del monasterio, ubicada en lo alto de la torre oriental. Tenía el tamaño justo para una generosa cama de sábanas rústicas, un escritorio con su silla, un librero abarrotado y un viejo banquillo para rezar frente a un altar personal. La imagen de la Inmaculada Concepción le dio una cálida mirada al intruso que le encendía una vela como ofrenda.

―¿Temes encontrarte a algún fantasma? ―le preguntó Curio, apartando sus libros y pergaminos justo antes de que Benvolio se sentara sobre el escritorio. No había muchas opciones de donde acomodarse allí.

―No podrás negar que sería aterrador que Fray Lorenzo aún deambulara por aquí ―respondió Benvolio, alzando una de sus cobrizas cejas―. Especialmente si viera lo que su aprendiz más querido hace en su vieja celda.

―Eres terrible.

Ya hacía varios años que el pobre Fray Lorenzo había partido en paz al Reino de los Cielos, dejando a Curio como su sucesor. Una última decisión que había sorprendido a todos, a excepción de Benvolio.

Tras aquel verano trágico, como muchos llamaban entre tristes susurros a las muertes de los jóvenes Montesco y Capuleto, el Fray Lorenzo cayó enfermo de pena. Se culpaba de haber llevado a Julieta y a Romeo a su muerte. Se culpó y castigó a sí mismo recluyéndose en una celda destinada a los penitentes, orando día y noche por aquellas almas inocentes.

Durante aquel tiempo, varios de sus discípulos, incluidos el mismo Benvolio, intentaron cuidarlo y convencerlo de que volviera a su antigua vida. Pero quien lo cuidó con más ahínco fue aquel Capuleto exiliado, quién se sentía en deuda con él. Y, tras un tiempo, el fraile decidió tomarlo como un discípulo más del monasterio.

Fray Lorenzo y Benvolio, quien ahora era la cabeza de una de las familias más importantes de Verona, apelaron ante el nuevo príncipe Paris para que este absolviera a Curio de su exilio. Por supuesto, los señores Capuleto también apelaron a la bondad de Su Alteza. Cuando se habían enterado que su sobrino estaba de vuelta en la ciudad, los señores Capuleto le habían rogado a Curio que tomara el apellido nuevamente y heredase el deber de dirigir la familia. Pero este se negó, pues lo único que quería era tomar los hábitos y así encontrar un camino para expiar sus pecados. Negándose, incluso, a reclamar el nombre de Caesar Capuleto como suyo.

Durante años, Curio siguió cuidando del viejo fraile y aprendió cuanto pudo de él. Solo una cosa que Lorenzo se negó a enseñarle: cómo preparar pociones e infusiones. Se llevó consigo el secreto de aquellas pociones que habían hecho pasar a Julieta como una muerta.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora