Capítulo XXIV

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Tarde en la mañana, mientras sus tíos aún dormían y los sirvientes limpiaban los restos de la fiesta, Teobaldo salió de sus aposentos, ausentes de la presencia de Mercucio, y se dispuso a hacer sus propios quehaceres.

Cuando llegó al establo para limpiar a Hermes, vio que Hestia estaba lista para salir. Extrañado, le preguntó al mozo de cuadra el motivo.

―La señorita Julieta dijo que quiere dar un paseo esta tarde ―le respondió simplemente.

A Teobaldo aquello no le extraño; últimamente Julieta salía bastante con su nodriza. Supuso que quería disfrutar de su soledad antes de su matrimonio.

De un poco común buen ánimo, Teobaldo preparó también a Hermes. Deseaba sumarse al paseo de Julieta. A él también le apetecía cabalgar un rato. Hacía bastante que no pasaba tiempo con su prima y, dolido, sabía que pronto apenas si la vería de vez en cuando. Pero cuando no la vio en toda la mañana, un presentimiento extraño se apoderó de él.

Luego del mediodía se dirigió hacia los aposentos de Julieta. Había terminado creyendo que ésta aún dormía. Sin embargo, a la única que encontró allí fue a Angelica. Cuando estaba por tocar se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta y a él le llegaron murmullos de telas y de la quejumbrosa voz de la nodriza.

―Lo que hago por esta niña... Irse así de la casa de sus padres. Hacerme emprender un viaje furtivo a esta edad. ¡Ay, mis huesos ya duelen de solo pensarlo! Niña tonta, huye de un matrimonio solo para caer en otro. Es verdad que el señorito Romeo posee una belleza y nobleza extraordinaria... Pero ¿qué diferencia hay entre un noble y otro? Todos aquí están desquiciados...

Teobaldo no pudo seguir escuchando más.

La nodriza gritó al verlo entrar en la habitación con la fuerza de un huracán. De una catástrofe.

―¿Qué estás diciendo, nodriza? ―vociferó Teobaldo.

―¡Se-señorito! ―exclamó Angelica, con voz ahogada y expresión aterrada.

La nodriza dio unos pasos hacia atrás y se apoyó en el poste de la cama de su señora cuando Teobaldo caminó hacia ella, gritando:

―¿Qué es lo que acabas de decir? ¡Repítelo!

―No he... No he dicho nada ―logró responder la criada―. Solo desvaríos de vieja salen de mis labios.

―No pienses que puedes engañarme. ¿Cómo es eso de que Julieta huirá con un Montesco?

―No. Señorito Teo, no...

―¿Dónde está ella? ―la interrumpió Teobaldo.

―No...

―¡¿Dónde?! ― gritó Teobaldo. Pero, aterrada, la nodriza solo pudo sollozar mientras tomaba su rosario con fuerza.

Sabiendo que ni una palabra más escaparía de la boca de aquella mujer, Teobaldo salió de aquella mansión en un torbellino de furia y desesperación; no sin antes alertar a sus criados y primos para que salieran a buscarla. No podía permitir que un vil Montesco se robara, así como así, a su prima. A la niña que había jurado proteger.

¿Pero qué había estado haciendo todo este tiempo? ¿Cómo no se había dado cuenta?

Había estado demasiado distraído como para notar todos los indicios: todas aquellas salidas recurrentes de Julieta, los momentos en que se quedaba viendo a la nada con una sonrisa triste, la sepulcral indiferencia cada vez que se hablaba de su futura boda. Julieta era aún demasiado pequeña, demasiado inocente como para ver más allá de las palabras azucaradas. Aprovechándose de ello, un Montesco la había enamorado con engaños y ahora se disponía a raptarla, mancillando su honor. Pues, ¿qué otra cosa podría pretender un Montesco de una Capuleto?

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now