Capítulo IX

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Teobaldo no había revelado nada de la fiesta de la primera cosecha. Mercucio había sellado sus labios.

Apenas le había dado a su tío una descripción escueta de la mansión de los Montesco y había comentado con sus familiares de la falta de decoro, del barbarismo y el libertinaje de esa fiesta. Pero nunca se atrevió siquiera a pensar en lo que había acontecido cuando encontró a Mercucio Della Scala besando, y quien sabe qué más, a Gianluca Velletri. Más prohibidos eran los pensamientos relativos a lo que Mercucio le había hecho luego.

Y, sin embargo, no podía dejar de pensar en ello. En que, por un momento, su mundo estaba compuesto solamente por la boca, las manos y las piernas de Mercucio Della Scala sobre él. La boca de Mercucio había tenido el sabor dulce y agrio del vino. Nunca había proba un beso que supera tanto a vino. Que lo embriagara tanto.

En su defensa, Teobaldo se había resistido... Al inicio. Había pataleado como un niño rebelde, como un potro arisco. Pero cuando Mercucio profundizó el beso, mirándolo con aquellos ojos de obsidiana, Teobaldo Capuleto, por primera vez en su vida, se había rendido. Antes de siquiera saber lo que hacía, había abierto los labios y estaba devorando la boca de Mercucio, saboreando el perfume a vino en su lengua. Vio como los ojos del joven noble se agrandaban con la sorpresa para luego casi cerrarse de placer. Pero aquel momento solo duró unos instantes antes de que el mismo Mercucio se separara de Teobaldo con inseguridad.

―¡Júrame, Capuleto! ―gritó Mercucio―. Júrame que no dirás ni una palabra de es esta noche a ni a un alma. Júrame que he sellado tu boca con la mía y la mía también guardará silencio.

Teobaldo se había levantado con más torpeza de lo usual, aún aturdido por todas las emociones que lo invadieron. Miró a Mercucio y midió su situación. Podrían batirse en duelo allí mismo, pero qué haría si ganaba. Era un Capuleto en territorio Montesco. Solo la muerte podría aguardarle allí si desenvainaba su espada. Al final se vio asintiendo a regañadientes, a la vez que se pasaba el dorso de su manga por la boca.

Mercucio lo miró como si, a pesar de todo, no pudiera evitar querer hacer un comentario desvergonzado. Teobaldo pretendió ignorarlo. Acomodó y limpió su jubón sucio y comenzó a caminar en dirección de la fiesta. Pasó junto a Mercucio y amagó con detenerse. Pero, ¿qué podría decirle? ¿Qué podría hacerle?

Teobaldo simplemente apretó los puños y siguió caminado. Sin darse cuenta de que, para cuando llegara a la casa de sus tíos, sus uñas habrían lastimado la palma de sus manos. A solas, en sus aposentos iluminados por la luna que entraba de su balcón, miró la sangre de sus manos.

―Sé que ansias mi sangre, Teobaldo ―le había dicho Mercucio―. Quizás ansías más que mi sangre en tus manos. Dices odiarme como yo te odio, pero sé que en verdad tú me temes. No, temes de ti mismo.

Por primera vez en mucho tiempo, Teobaldo se permitió preguntarse qué deseaba y a qué le temía.

Deseaba vengarse del hombre que había matado a su padre y a su hermano. Deseaba la cabeza de Montesco. Deseaba la prosperidad para su familia y la felicidad para Julieta. Temía ver morir a sus primos más jóvenes a manos de Montesco. Temía oír los llantos de sus tías y primas.

«¿Y para ti?» Preguntó una débil voz en su cabeza. Una voz que, por alguna razón, sonaba a la de Mercucio Della Scala. «¿Qué deseas para ti mismo?»

Venganza.

«¿Y después?»

Ser libre.


***


La mañana siguiente a la fiesta, Benvolio y los señores Montesco encontraron a Romeo de un humor especialmente alegre.

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now