Capítulo XI

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Mercucio extrañaba el tiempo en que las cosas eran más sencillas. Aquellos veranos cuando Benvolio, Romeo y él eran solo unos niños revoltosos y ociosos. Cuando sus únicas preocupaciones eran fingir ser buenos alumnos de Fray Lorenzo, jugar en los viñedos y buscar pelea a otros niños, esquivando los regaños de sus padres.

Cuando no conocían la guerra, ni el odio, ni el miedo.

En ese entonces, Mercucio se mantenía ignorante a la disputa entre Montesco y Capuleto. No hacía distinción entre las rosas, las vides y los narcisos. Todas las flores de Verona eran iguales de preciosas para él y todos los niños podían convertirse en sus amigos, siempre y cuando le cayeran en gracia.

Él solía ir acompañar a su padrino a cenas y reuniones en la mansión Capuleto. En esas ocasiones, cuando Paris estaba lejos por sus estudios y a las niñas no les permitían jugar, Teobaldo había sido su único compañero de juegos.

Lo recordaba como un niño tímido y solitario; con un continuo ceño fruncido. A Mercucio siempre le costaba hacer que Teobaldo accediera a sus juegos infantiles; pues este siempre parecía preferir quedarse junto a los adultos y pretender que ya era uno de ellos. Cuando finalmente accedía, Teobaldo simplemente se quedaba cerca de Mercucio como una sombra apática. Pero, si Mercucio se lastimaba en una de sus locas travesuras, Teobaldo corría a socorrerlo. Mercucio aún recordaba con cierta ternura culposa aquella vez que había caído de un árbol y lastimado un tobillo. Teobaldo lo había llevado cargando hasta donde estaban los mayores.

En ese entonces, tampoco hablaban mucho. Sus conversaciones se limitaban a los banales parloteos de Mercucio sobre su veredicto de cómo se veía todo, lo que le parecía hermoso o feo, y algunas pocas acotaciones que Teobaldo se veía obligado a dar. Sin embargo, nunca dejaba de prestarle atención a Mercucio.

Eso fue antes de que la sangre volviera a correr por las calles de Verona.

La sangre de Esteban Capuleto, el padre de Teobaldo, había manchado las manos de Francesco Montesco, un tío de Romeo, en un absurdo pleito de taberna. Teobaldo tenía apenas seis años cuando había pasado todo, pero su hermano mayor, Caesar, decidió vengar a su padre.

Con solo dieciséis años, Caesar cumplió su cometido y fue condenado al exilio. Con nada más que una cicatriz en el rostro, un tatuaje que marcaba su crimen y la sangre de un Montesco en sus manos, partió lejos de los muros de Verona. Dejando a su madre con un corazón roto que pronto se detendría y a su hermano con el peso de la soledad.

Aquel suceso había revivido el odio entre las familias, como una bestia feroz siendo arrancada de su letargo. Y había encendido una llamarada de odio en el tierno corazón de Teobaldo.

Aquel niño amable que Mercucio había conocido, aquel primer objeto de deseo infantil, murió junto con su padre. Había partido lejos de su alcance al igual que Caesar.


***


Mercucio se preguntó por qué recordaba todo aquello justo ahora.

¿Era porque había besado a Teobaldo? ¿Porque había sentido el ansia de Teobaldo por ser besado? O ¿porque, de pronto, hubo un universo de posibilidades frente a él? Todas tan peligrosas como tentadoras.

Y ya no podría huir de ellas.

Sí, Mercucio era consciente que, en algún momento, inevitablemente volvería a ver a Teobaldo. Pero no esperaba que fuera en su propio jardín.

Mercucio había estado reposado tirado en un sillón de la biblioteca, ocupado en evadir de sus obligaciones, más atraído por poemas escandalosos que por los libros de textos que le asignó su tío. En algún momento, decidió echar un vistazo fuera y, cuando se asomó por el balcón, y vio a su padrino pasear por el laberinto de setos bajos junto a una figura alta y rubia. Lleno de curiosidad, Mercucio se apoyó contra la baranda del balcón para mirar abajo. Le resultaba cómica la manera en que Teobaldo intentaba verse más pequeño y sumiso frente a su Príncipe, tan distinta a la dominante fiereza que siempre mostraba frente a Mercucio. Lo absurdo de su presencia en su propio jardín. Y, contradictoriamente, lo bien que combinaba su cabello rubio y jubón claro con los canteros llenos de narcisos y lirios. Se veía como uno de esos nobles caballeros de los cuentos de hadas.

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now