Capítulo IV

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Mercucio estaba a punto de beber su cuarto trago, cuando uno de los pajes de su primo lo arrancó de la barra y lo arrastró su carruaje privado. Dentro de aquella caja de madera forrada de oscuras y finas telas, estaba Paris con el aspecto de una fiera enjaulada. El lazo de su cabello estaba desatado y parecía haber estado pasando los dedos por su largo cabello como hacía cuando estaba inquieto.

―Espero, querido primo mío, que no hayas olvidado nuestro compromiso con los Capuleto ―dijo Paris, acuchillándolo con su mirada parda. Era verdad que Paris tenía el cabello oscuro y los rasgos finos de los Della Scala, pero también había heredado la piel olivácea y ojos marrones de la familia española de su madre.

―Yo no me comprometí con ningún Capuleto ―balbuceó Mercucio, todavía desorientados, pero con la soltura de siempre―. Eres tú quien se casará con Julieta.

―El viaje de caza, cabeza hueca.

―Ah. Eso ―murmuró el menor, hundiéndose en el mullido asiento.

―Sí. Eso. Ahora, por el amor que le tienes a las cosas bellas ―agregó, lanzándole un montón de telas oscuras―. Te cambiarás esas prendas y recuperarás tu sobriedad en lo que llegamos a la mansión Capuleto.

Mercucio obedeció sin chistar. Sabía que había sido su error haberse olvidado de aquel compromiso. Sabía aún mejor que no era buena idea forzar la paciencia de su primo. Cuando ató la capa corta de su nuevo conjunto sobre sus hombros, el carruaje se detuvo. Justo a tiempo. El joven conde se bajó de él y Mercucio lo siguió, fingiendo no haber estado allí tan solo media hora antes.

En el camino de entrada había otros dos carruajes, pero solo el de ellos tenía equipaje en el maletero. Mercucio supuso que el resto del equipaje ya debía haber sido llevados al campamento por los sirvientes.

«Bueno» pensó Mercucio con humor, «en esta parte no he estado». La puerta principal de los Capuleto tenía el tamaño como para permitirle el paso a un gigante, su arco bordeado con molduras que imitaban espinas. A cada lado había más rosales como los que decoraban el jardín trasero. Mercucio recordó que la rosa era el símbolo de la familia.

Los Capuleto, al igual que los Montesco eran familias de mercantes sin sangre noble. Los primeros habían hecho fortuna en la industria ganadera, los segundos poseían el viñedo más aclamado del norte de Italia. En algún momento, ambas familias comenzaron a competir por ver cuál era más próspera al punto en que la rivalidad se convirtió en odio y el odio en venganza. Que una heredera Capuleto se convirtiera en princesa de la provincia sería la victoria que tanto habían añorado los Capuleto.

Así que, cuando los oyó llegar, el señor Capuleto, un hombre bajo, ancho y calvo, salió de la casa a recibirlos con entusiasmo; en especial a su futuro yerno y quien llevaría a su familia a la nobleza. Por supuesto que el señor Capuleto no le sacaría las garras de encima a Paris. Por suerte o por desgracia, el conde estaba demasiado distraído en su amor por Julieta para darse cuenta de aquello.

Otros tres hombres los acompañarían al dichoso viaje. El señor Capuleto se los presentó a Mercucio como Claudio Trimo, el padre de Rosalina, y a Guian Velletri, un amigo que había llegado recientemente a Verona acompañado de su hijo, Gianluca. Los hombres eran eso, simples hombres de mediana edad tan desagraciados como el señor Capuleto. Pero fue el muchacho quien llamó la atención de Mercucio. Gianluca era un jovencito apenas menor que él, con una mata de rizos chocolate y la mirada hambrienta de quien sale al mundo por primera vez. Mercucio estaba casi seguro que aquel muchachito se lo estaba comendo con la mirada.

Sin embargo, era el peso de un par de ojos verdes los que bebían de los movimientos de Mercucio lo que lo atrajo como la gravedad. Al girarse en su dirección, el joven Della Scala sonrió al encontrarse la vista que esperaba. Apostado contra la entrada estaba Teobaldo Capuleto, con sus brazos cruzados sobre su ancho pecho. El jubón en los colores rojos de los Capuleto se veía demasiado cómico en él. Al menos sus anchas calzas eran oscuras y sobrias. Más apropiadas para él.

Mercucio amó a TeobaldoOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz