Capítulo XXV

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Mercucio sonrió. Al fin se había convertido en un fuego abrasador. Su estómago ardía y la roja sangre en su jubón pareció llamear. Se sentía ligero como una llama, templando la hoja de Teobaldo.

A su alrededor, la pelea parecía haberse detenido. El mundo se había detenido.

Nadie se atrevió a hacer algún movimiento. Hasta los ruidosos cachorros Capuleto se habían quedado pasmados, viendo lo que acababa de pasar. Uno de los suyos había herido al protegido del Príncipe.

El mismo Teobaldo Capuleto se había petrificado al ver a quién había herido. La bruma de la furia se había ido de sus ojos y había sido reemplazada por el terror y la agonía. Sus manos temblaron tanto que había soltado su espada. El repiqueteo del metal sobre los adoquines fue como una campana que había sacado a todos de su estado.

Mercucio se tambaleó para alejarse de su enemigo y de su amigo.

―¡Mercucio! ―escuchó gritar a Romeo.

―Estoy bien. Es solo un rasguño ―respondió, tapando su herida con una mano, pero todos veían su sangre carmesí en el filo del Capuleto―. Estoy bien. No es profunda, pero bastará. Pregunta por mí mañana y me verás de un humor lúgubre.

Dio otro paso hacia adelante, pero tropezó. Romeo y Benvolio se movieron hacia él, pero Mercucio los detuvo con un gesto.

―No. Aléjense. Todos... Ustedes... ¡Malditas vuestras familias! ―gritó junto con una risa maníaca que le provocó dolor y le hizo toser sangre. A todos se le heló aún más la sangre al ver aquel demonio entre ellos, con su capa de cuervo y su afilada sonrisa manchada de sangre. Sus ojos más oscuros que cualquier abismo, un par de agujeros negros que ansiaban devorarlo todo―. ¡Los maldigo a ustedes, Montesco y Capuleto! ¡Plaga, calamidad, eso es lo que son! Me lo han quitado todo...

Ya sin más fuerzas, sus piernas se aflojaron. Mercucio se habría caído al suelo si Teobaldo no se hubiera movido lo suficientemente rápido para sostenerlo.

Los Montesco también se habían acercado y lo habrían arrancado de los brazos de Teobaldo si Mercucio no les hubiera gritado que se detuvieran. Romeo y Benvolio se quedaron allí sin saber qué hacer.

―Tú, ve por un médico. ¡Ya! ?―le gritó Benvolio a uno de los Capuleto y este, para sorpresa de todos, obedeció.

Sin embargo, en ningún momento Benvolio había sacado los ojos de las figuras de Mercucio y Teobaldo. En cómo su amigo se aferraba al hombre que lo había herido de muerte. En como el asesino se veía más desolado que su víctima.

Romeo había dado un paso para separarlos, pero Benvolio, lo detuvo. No entendía lo que pasaba allí, pero comprendía que ellos no tenían lugar allí.

―Mi Príncipe de los Gatos ―escucharon susurrar a Mercucio contra el pecho de Teobaldo y hacer una mueca de dolor cuando este lo envolvió en sus brazos con fuerza.

―Tú, idiota, ¿por qué te interpusiste en el medio? ―preguntó y sus ojos verdes brillaron con lágrimas que no dejaría caer.

―Porque mi vida le pertenecía a los Montesco ―respondió, dándole una última mirada a sus amigos, antes de volverse a Teobaldo. Levantó una mano ensangrentada y acarició su mejilla―, pero mi muerte te pertenece solo a ti. Tú eras el único que podría tomarlo todo de mí y liberarme de este Infierno ―agregó con una sonrisa rota―. Mi verdugo, besa mis ojos y déjame dormir.

Entonces Teobaldo besó sus labios.

Allí, frente a todos. Y a ninguno de los dos les importó. Teobaldo no podía pensar en nada más que Mercucio. En su sino cruel. En cómo Venus y Marte los había atado a ambos con nudos tan complicados que nunca supieron dónde terminaba uno y comenzaba el otro.

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now