Capítulo XVII

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Ya había pasado el mediodía y Teobaldo apenas había recibido una jarra de agua y unas frutas como alimento.

Al menos aquí el aire era más fresco y húmedo que fuera, pensó.

Se encontraba recostado contra una de las piedras de su celda. Estaba cansado, pero no se animaba a sentarse en aquel suelo cubierto de quién sabía qué desperdicios. No se quejaba. Sabía que la decisión del Príncipe había sido justa. Él, mejor que nadie, sabía cuan mortales podían ser las riñas entre Capuleto y Montesco. Por eso, no se había resistido a defender a sus tontos primos, aun cuando adivinaba que habían sido estos los que comenzaron la pelea. No podía siquiera pensar en perder a alguno de aquellos niños que había visto crecer.

Estaba pensando en un castigo para Gramio y Sansón, cuando la paz de su frío encierro fue interrumpida por el sonido de pasos ligeros. Pasos que conocía muy bien.

—Hola —dijo la voz de Mercucio antes de que él apareciera frente a las rejas de su celda.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Teobaldo, mirándolo a medio camino entre la sorpresa y el espanto.

—Vine a ver a Benvolio, pero él acaba de irse —se explicó con un encogimiento de hombros—. Al parecer, tu tío se entretuvo hablado con Su Alteza sobre los preparativos de la boda de Paris y Julieta y se olvidó por completo de ustedes. Así que vine a hacerte compañía.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —dijo Teobaldo con brusquedad.

—Una pila de deberes y una montaña de libros por leer —respondió su visitante con un descarado orgullo, paseando la mirada por todo el lugar, hasta posarse sobre Teobaldo y agregó, con una sonrisa—. Pero nada mejor que colarme en las mazmorras de Verona, húmedas y pestilentes, para hablar contigo.

—Mis primos...

—Oh, ellos están en unas celdas cercanas a la entrada —respondió y señaló en una dirección donde Teobaldo no podía ver más nada—. Muy ocupados en llorar como unos bebes luego de que les di su escarmiento.

—Tú...

—Oh, no te preocupes. Tú, mejor que nadie, sabes que mi lengua puede ser más filosa que mi espada—dijo con una maliciosa sonrisa y se deleitó al ver el rubor floreciendo en las mejillas de Teobaldo—. Además, aún tenía que vengarme por haberme emboscado cual hienas cobardes la otra noche. Y eso me recuerda... Aquella misma noche me abandonaste sin más. Cuando desperté, me encontré con un viejo y gordo sacerdote regañándome. ¡Casi me obliga a confesarme! —exclamó con un gesto infantil.

Teobaldo tardó en darse cuenta que hablaba de la noche que pasaron en aquella pequeña iglesia. Mercucio se había quedado dormido encima de él y, no teniendo el corazón para alejarlo, Teobaldo lo dejó dormir sobre su pecho. Antes de que despuntara el día, él había logrado salir de debajo del ligero cuerpo de Mercucio e irse sin despertarlo.

—Supongo que lo siento.

—Una disculpa no basta, Capuleto.

—No hay mucho más que pueda ahora —dijo Teobaldo señalando su celda, y a Mercucio no le pasó inadvertida la sonrisa que se asomó en el rostro del prisionero—. Encuéntrame a medianoche en el mercado. Procura que nadie te vea.

—¿Qué pretendes hacer conmigo, Príncipe de los Gatos? —preguntó con un acento coqueto.

Teobaldo estiró la mano y acarició el labio inferior de Mercucio con su pulgar. En ese momento, Mercucio se dio cuenta de cuán cerca estaba Teobaldo, apenas separados por unos gruesos barrotes de hierro.

—Me debes mi revancha, ¿recuerdas? —dijo Teobaldo y, esta vez, fue el turno de Mercucio de ruborizarse ante su enemigo.


Mercucio amó a TeobaldoUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum