Capítulo III

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Al día siguiente Julieta había logrado escaparse de su nodriza y su madre una vez más.

Había salido muy temprano en la mañana para comprarle unos obsequios a su nodriza. Pronto sería su cumpleaños y aquella era la única forma de darle una verdadera sorpresa; pues a Julieta le era imposible esconderle nada a aquella mujer que la había criado.

Aunque el sol apenas había asomado por las colinas del este, las calles de Verona ya estaban llenas de mercaderes y compradores. Julieta ajustó la capucha su capa sobre su cabeza, la más sencilla que tenía, y se movió entre la gente con timidez. Era la primera vez que salía sola de casa y estaba nerviosa. Sabía que una dama de su casta andando sola por la calle era un blanco fácil para el peligro, sin mencionar que podría haber Montesco rondando por el lugar. A veces, la misma Julieta se sorprendía de su insensatez.

Recorrió los puestos ambulantes, sopesando sus posibilidades. Ella no tenía dinero para sí misma, no lo necesitaba; pero había traído unas horquillas de plata para intercambiar, nada muy ostentoso que pudiera atraer atenciones no deseadas. Tampoco podía ir a las tiendas de confianza, allí la reconocerían y, ese día, Julieta deseaba fingir que no era una Capuleto ni la prometida del futuro príncipe.

Pero la suerte nunca estaba de su lado.

Embelesada por la belleza de un joven apostado contra el arco de una casa, no vio por donde caminaba y chocó contra alguien.

―¡Oh, Santo Dios, lo siento muchísimo! ―exclamó, llevando sus manos a su cuello cuando su capa cayó hacia atrás.

Intentó cubrirse lo más deprisa que pudo, esquivando la mirada de la víctima de su descuido, pero una voz conocida la hizo alzar el rosto.

―¿Julieta? ―exclamó una joven rizos rubios.


***


―¿En serio me has levantado a estas horas de la mañana para perseguir a Romeo? ―se quejó Mercucio, arrastrando las botas sobre los adoquines.

Benvolio, su querido amigo y primo de Romeo, había aparecido en el palacio a primeras horas del día. O a las últimas horas de su noche, en consideración de Mercucio.

―Tú eres el que quería conocer el motor de los suspiros de nuestro Romeo ―replicó Benvolio, llevándolo por las calles atestadas de puestos ambulantes.

Mercucio se permitió mirarlo a la primera luz del día y preguntarse qué le habían dado de comer a ese muchacho. En los tres años de su ausencia, Benvolio había crecido hasta ser alto y macizo como un roble. Los rayos del alba hacían brillar su cabello cobrizo, ligeramente más rojo que el de Romeo. Tenía una cuidada y corta barba y sus hombros anchos apenas entraban en su jubón. Mercucio apenas podía reconciliar aquella imagen con las del niño escuálido que había conocido en clases del Fray Lorenzo largo tiempo atrás.

Ahora el gigante en el que se había convertido Benvolio lo estaba arrastrando por las calles del mercado, persiguiendo a una sombra llamada Romeo.

―¿No podías simplemente decirme quién es la dueña de los afectos de Romeo? ―volvió a quejarse Mercucio.

―Eso no sería tan entretenido, ¿verdad? ―dijo Benvolio con la sonrisa de un diablillo.

―Créeme que a esta ciudad no le hace falta entretenimiento ―suspiró Mercucio.

A su alrededor, los puestos de toldos coloridos exhibían sus productos, desde frutas y pescado hasta artesanías y curiosidades exóticas. Personas de diferentes castas iban y venían, caballeros yendo a cerrar un trato, siervos comprando los víveres, niños corriendo a la capilla para sus lecciones. Incluso había una familia gitana comprando víveres para su caravana. Y, por supuesto, su fantasma.

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now