Capítulo VII

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Julieta se había separado un momento de Paris y Teobaldo con la excusa de que necesitaba ir al baño, pero lo que en verdad necesitaba era un momento a solas. Paris se estaba comportando como la criatura más adorable del mundo y eso le rompía el corazón. Julieta no soportaba aquellos momentos en los que era terriblemente consciente del amor que el conde sentía por ella. Porque era, en esos momentos, cuando menos aprecio le tenía. Julieta no amaba a Paris. Lo había intentado, en verdad había intentado convencer a su corazón que aquel hombre era el indicado para ser su dueño. No había nada en él que le provocara disgusto y, aun así, tampoco había nada que le agradase.

Si tan solo pudiera conformarse con quererlo como a un amigo, estaba segura de que lo querría con fervor. Pero Paris era su prometido, su futuro esposo.

―Tú mezclas todo, Julieta. El amor no es para el matrimonio ―le había dicho su nodriza.

―Pero yo quiero ambos ―había respondido ella.

―Yo quiero, yo quiero. Eres una niña muy malcriada.

―Lo seré. Pero yo quiero ambos ―replicó Julieta con tono caprichoso―. Es lo único que he querido siempre.

Era lo único que se había permitido desear. Si la vida de las mujeres estaba destinada al encierro y la obediencia, ¿no era justo permitirles que, al menos, sus corazones fueran libres? Si su vida estaba destinada a la de otro, ¿no deberían tener el derecho de elegir sus dueños?

Tan metida estaba en sus propias emociones que, sin darse cuenta, sus pasos la habían llevado hasta una de las galerías más lejanas de la casa Montesco. Los Montesco... Los enemigos de su padre, sus enemigos. ¿Qué hacía ella deambulando por esa casa con tanta liviandad? Si alguien la encontraba seguramente pensarían mal de ella.

Y como si hubiera invocado a su mala suerte, unos pasos sonaron por el pasillo.

Asustada, Julieta se metió en la primera puerta que encontró.

Cuando vio a su alrededor, se encontró en lo que parecía ser el estudio de un artista. Era una sala pequeña, pero con grandes ventanales en dos de sus paredes que dejaban entrar las últimas luces del día, dándole al lugar una tonalidad dorada. Había caballetes con lienzos a medio terminar y otros ya terminados apostados contra alguna pared o mueble. También había piezas mármol con formas extrañas en el centro. Mesas atestadas de pinturas, papeles, libros, pinceles y toda clase de artículos y herramientas. Pero había sido un caballete cubierto con una tela oscura lo que había llamado su atención.

Cuando sus dedos habían estado a punto de rozar la tela para ver debajo, los pasos que había escuchado en el pasillo se habían detenido. Con el corazón en la boca, Julieta se volteó y, allí parado en la puerta, estaba Romeo Montesco.

Inmóvil como una de las piezas de mármol que allí había, no pudo hacer otra cosa que verlo. Una vez más Julieta se sorprendió de la belleza de aquel joven. No era alto y fuerte como los demás caballeros de Verona. Como Paris. Romeo Montesco era más bien bajo, solo un poco más alto que ella y su rostro aún conservaba la dulzura de la niñez con aquellos rizos castaños y ojos de un azul puro. Había algo delicado y frágil en él que le recordaba a los cuentos sobre ángeles y hadas que su nodriza le contaba de pequeña. Pero también había algo sombrío y triste que hacía que el corazón de Julieta se compadeciera de él.

«¿Qué terrible mal podría oscurecer a una criatura tan brillante?» se preguntó. Y aquel extraño pensamiento logró sacarla de su petrificación.

―Lo-lo siento. Había caminado para estar sola un momento y me perdí. Cuando escuché pasos me asusté tanto que sin pensarlo entré en esta habitación. En verdad lamento... ―comenzó a disculparse ella con palabras torpes y atropelladas. El rubor le quemaba la cara y creía que su corazón saldría por su garganta junto a sus torpes palabras.

Mercucio amó a TeobaldoWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu